El regalo para mis seguidores y lectores en éste 2015
AQUELLA
MALDITA MONEDA
(Opúsculo)
I
El
camino era muy hermoso en aquel tramo. Discurría cuesta abajo, en
suave pendiente, por un bosque repleto de verdes helechos y carrizos
que crecían al pie de los troncos de los árboles. Los rayos del sol
penetraban entre las hojas de las frondosas ramas creando bellos
contrastes y matices de luz y sombra, haciendo también resplandecer
algunas telas de arañas como brillantes tejidos de plata en los
roquedales oscuros. Un permanente zumbido de monótonos insectos se
oía en todas partes, así como el canto feliz de las aves. La
espesura enviaba aromas de frescas plantas de aquellas que nacen y
germinan libres junto a los arroyos. A lo lejos, se divisaba el
valle, por donde la senda se abría paso en medio de amarillos campos
de heno, hasta llegar a una pequeña aldea de sencillas casas de
piedra y adobe.
Cuatro
caminantes avanzaban a buen paso, en dirección al norte. Eran cuatro
peregrinos camino del santo templo del Apóstol Santiago, allá en
Compostela. Se conocían bien entre ellos, después de muchas
jornadas de calzada. El primero era un fraile de aproximadamente
veinticinco años que vestía pobre hábito y caminaba descalzo. El
segundo, un comerciante metido en carnes, que iba en acción de
gracias por la milagrosa cura de un hijo tras haber contraído una
grave enfermedad. El tercero, un joven caballero perteneciente a la
Orden de Santiago, que hacía penitencia antes de formular sus votos
y que, arrepentido, purgaba sus muchos pecados peregrinando desde las
lejanas tierras del sur. El cuarto era un sencillo cura de pueblo,
que tras haber asistido a muchos peregrinos en su pequeño
hospitalito, jamás había realizado su propio peregrinaje.
Se
habían ido juntando los cuatro a medida que se encontraron por el
camino; ya fuera a las puertas de una ciudad, en el solaz de una
fuente, en un hospital de peregrinos o en el avanzar por la, en
ocasiones, soledad de los campos. Ahora después de largas horas de
fatigas compartidas, eran ya como hermanos. Cada uno había contado a
los demás lo que le pareciera bien dar a conocer de su vida. Los
peregrinos suelen desahogarse contando sus cuitas y pesares a los
compañeros que Dios les pone en el camino; es alivio, catarsis,
confesión y manifestación de esperanza. A fin de cuentas, en la
vastedad del mundo, ¿volverán a encontrarse en alguna otra ocasión?
Cada peregrino es un Espíritu errante, anónimo y desnudo .
Únicamente
el fraile se mantuvo más reservado. Sólo había dicho que
pertenecía a un convento norteño, y que intentaba expiar pecados de
una no recomendable existencia pasada; pero no reveló de dónde era,
ni confesó cuáles eran tales culpas. Era hombre apreciablemente
culto, más igualmente reservado. Sus ojos de penetrante mirada no
podían disimular la mucha sabiduría y experiencia que atesoraba
aquella mente misteriosa.
Alcanzaron
los cuatro peregrinos el valle caminando en silencio. Aunque andaban
fatigados, pareció deleitarlos la visión de la mies entre los
campos de labor, el pequeño riachuelo de orillas verdeantes y el
caserío con su sencillo campanario. El fraile puso palabras a lo que
a buen seguro todos pensaban:
-¡Oh,
Señor, bondadoso Dios, que maravilloso y apacible lugar!
Un
muchacho que aventaba el grano en una era cercana a la entrada de la
aldea, corrió a solicitar bendición. Se arrodilló y les rogó
entre sollozos que pidieran por él en el templo del Apóstol. ¡Yo
también quiero ir a la Gloria!
Los
peregrinos se conmovieron mucho. Bendijeron al muchacho y éste,
agradecido, les indicó dónde estaba la fuente. Cuando se adentraron
en la aldea, el joven caballero comentó:
-
¿Qué pecados va a tener aquí esa criatura?
-
Bendito de Dios -dijo el sacerdote-: Le espera al pobre muchacho una
dura vida de trabajo en estos apartados lugares. He ahí el misterio
del nacimiento: unos vienen al mundo en palacios y otros en la
miseria. Todos hemos de hallar la manera de salvarnos. Dios se apiade
de ése joven y de nosotros.
Llegados
a la fuente, bebieron y rellenaron sus calabazas. Los vecinos les
proporcionaron en una parte de un establo, un pajar limpio para
dormir y algunos alimentos. Descansaron, y en la tibieza del nuevo
amanecer prosiguieron su camino.
Algunas
leguas después de haber abandonado la aldea, cuando se adentraban de
nuevo en los bosques, el fraile rompió a llorar repentinamente. Se
detuvieron los cuatro. Extrañados, los otros tres peregrinos
contemplaban a su compañero, sin saber que hacer. Hasta que el cura,
compadecido, le dijo:
-
Habla, hermano, no guardes más lo que te causa tanto sufrimiento y
congoja. Dios no ha de dejar de ayudarte. Dinos que te pasa...
-
Sí. -dijeron al unísono tanto el joven caballero como el
comerciante. Saca todo aquello que te atormenta. Tu corazón te lo
agradecerá pues no hay nada mejor que una confesión en público. El
padre Basterra tiene razón.
El
fraile se enjugó las lágrimas con la manga del hábito de
peregrino, suspiró y habló al fin:
-
Para vosotros, hermanos, varones castos y sensatos, de poca de
edificación puede resultar el relato de mi vida. Soy un gran
pecador, porque así fui engendrado, y sin moverme a conversión, el
pecado mordió mi carne débil con todos sus dientes. Satanás tomó
asiento en mi alma de tal manera que ni los más prudente consejos de
hombres sabios y buenos hicieron mella para frenar las injusticias
que causé. Más, como os veo caminar deseosos de conocer los motivos
de mi peregrinaje, os contaré sin reserva alguna los hechos de la
mala existencia que he llevado hasta el día de hoy. Es hora de
expiar las culpas, y el sufrimiento que me causa la vergüenza que
sentiré al narrar mis iniquidades, ¡sírvase Dios aceptarlo como
purificación!
-¡Ea,
hermano! -exclamó el sacerdote, poniéndole suavemente la mano en el
hombro-. Consuélate pensando que todos somos pecadores.
-
Todos sí, más no tanto como yo. Mi vida es un dechado de mentiras y
engaños, pasiones, vicios, infidelidades...; un desierto hecho de
malas acciones de luctuosa memoria.
-
Aun así -replicó el cura-, mayor ha de ser la misericordia del
omnipotente y Altísimo Señor.
Detuvose
el fraile y miró al cielo con implorantes y enrojecidos ojos. Luego
rompió a llorar. Muy quietos, los otros tres peregrinos le miraban
desconcertados. Destapó el clérigo su calabaza y le ofreció un
trago de agua, compadecido al verle en tal estado.
-
Anda, bebe, hermano -le dijo con dulzura-, y olvida tu vida pasada.
No es menester recordar lo que tanto te hace padecer. Por malo que
sea, Dios lo ha de perdonar aunque ante su Justicia tengas que rendir
cuentas. Caminemos ahora con sosiego respirando este aire puro de la
mañana, en medio del silencio, sin otro rumor que el de las hojas de
los árboles y esos pájaros que saludan a los primeros rayos de sol
del día.
Se
mojó los labios el fraile y después se enjugó las lágrimas con la
boca de la manga. Tenía una mirada tristísima, perdida en el
horizonte, y una expresión amarga prendida en el rostro. Inspiró
profundamente y pareció calmarse, pero aun sollozó durante un rato.
Dejó escapar finalmente un largo suspiro, como un quejido, y dijo:
- Es
cierto, hermanos, he de continuar hasta el final, ¡ojalá con esta
peregrinación mi alma quede descansada de tanto tormento!
-
¡Claro que sí, hermano! -exclamó el joven caballero-. ¡Habla!
¡Suéltalo todo! Los cuatro somos desconocidos y procedemos de
diversos lugares, ninguno podemos perjudicarte.
-
No, no... -replicó el comerciante sin ser capaz de disimular su afán
y curiosidad-: Debe hablar. Ha de desahogarse. ¿De dónde vienes
hermano? ¿Acaso eres Prior o Abad de un monasterio, tal vez?
¿Capellán de la hueste de un Señor, de un Rey, quizás? Tu
distinguido aspecto, a pesar del hábito de penitente, delata que no
eres fraile solamente de oración, misa y olla...
-
Halla caridad, hermanos -propuso el cura, extendiendo los brazos-.
Dejemos que sea él quien decida, sin atosigarle. Si desea hablar y
ello aligera su conciencia, hable; si tiene hondo pesar por ello,
calle y guárdese dentro lo que le atormenta. Dios, que todo lo ve,
le aliviará cuando lo tenga a bien en su divina providencia.
Más
tranquilo por este sabio consejo, el fraile dijo:
-
Mi vida transcurre toda delante de Él. Más quien soy está oculto a
los hombres. Por eso voy a hablar. Y os ruego, compañeros de camino,
que hagáis oídos sordos a los nombres de las personas y lugares que
citaré en mi relato, como si no los dijere. Olvidad los detalles de
mi historia y mirad mi vida como la de uno de tantos pecadores que
yerran por este mundo engañoso.
-
Sea como pides- otorgó el fraile en nombre de los demás-: En este
camino, los cuatro somos sólo peregrinos que van en busca del
altísimo Señor, olvidados de sus ciudades, casas y parientes.
Hagamos juramento de no decir nada a la vuelta del peregrinaje.
Puesto que luego el espíritu es débil y puede ceder a la tentación
de revelar el secreto,
-
En la vastedad de este mundo- comentó el comerciante-, ¿a quiénes
pueden importarle los pecados de un anónimo peregrino?
- Aun
así -dijo el joven caballero-, opino como el hermano: hágase
juramento ante Dios y no se hable más.
II
Los
tres caminantes sostuvieron en la mano la cruz del sacerdote y
pronunciaron un breve juramento. El fraile, que se disponía a contar
su historia, se tranquilizó tras este gesto, e inició el relato de
los hechos que le quemaban por dentro.
Recuerdo
Soria. Aquella ciudad donde el frío se aferraba a las piedras. ¡Oh,
Dios, cómo la recuerdo! Era yo tan pequeño como el más
insignificante grano de trigo. Había junto a nuestra casa una tahona
que emitía todas las mañanas aromas de pan tierno. Dormía junto a
mis padres y su calor era lo más dulce del mundo: pero el despertar
me devolvía con el sol diariamente el hambre. Era ese hambre que
nace con los primeros dientes. No tendría yo cinco años y mis
hermanos menores amanecían agarrados al pecho de nuestra madre. A mi
edad, no había más leche para mi que una aguada mixtura hecha de
bellotas y castañas machacadas , harina tostada y miel; muy poca
miel, sólo la suficiente para dejar en el paladar una triste
añoranza de la teta perdida.
Vagábamos
los niños por las calle embarradas, junto a las cabras y los cerdos.
A mediodía, me embargaba una debilidad tan grande que me hacía
perder el sentido de la existencia. Me dormía de repente echada
sobre un montón de arena y sentía lejanos a los niños, en mi tibio
sueño, a mi alrededor, enfrascados en sus juegos, voces y risas. No
sé de dónde sacaba fuerzas para corretear al despertarme. Íbamos a
solicitar algún mendrugo a la casa de los ricos. Éramos despedidos
a escobazo limpio. Si alguien se compadecía y nos arrojaba un puñado
de ciruelas pasas, no nos hacía ninguna merced, sino que nos abocaba
a una pelea cruenta. Más de una vez me abrieron la tierna piel a
dentelladas los muchachos mayores. ¡Creedme, soy hijo del hambre!
Recuerdo
que alguien anunció que venía el rey. Mi padre estaba alegre como
el más feliz de los hombres. ¡Ahora acabarán nuestras penas!
-decía. Pasaban los días, las semanas y los meses. Para un niño,
la vida transcurre lentamente. Quizá pasó un año. No sé cuánto
tiempo. Se olvidó esa promesa.
Llovió
mucho en Otoño. Nevó luego como si el cielo quisiera cubrir la
tierra. Sería Abril cuando decían que no había pasto para las
reses, y la gente se moría agarrotada y firme como pura roca. La
primavera se retrasó y sólo comíamos también gachas rancias. Mis
hermanos pequeños murieron aferrados a los pechos secos de nuestra
madre. El cielo estaba tan oscuro como las enlutadas mantillas de las
viejas.
-
¡Llega el rey! -oímos gritar una mañana de mayo, cuando las
campanas de la catedral despertaron a todo el mundo.
Mi
padre se echó la raída capa sobre los hombros y fue a ver. Cuando
regresó, gritó:
- ¡Ya
viene! ¡Ya llega el rey! ¡Por fin! ¡Dios sea loado!
Mi
madre estaba muy enferma, pálida y triste. Apenas esbozó una
sonrisa y se quedó muerta. Creo que, como mucha gente, vivía
esperando ese momento, la llegada del rey. Pero no le quedaron
fuerzas para gozarlo.
Un
sacerdote roció con agua bendita toda la casa. Amortajaron el cuerpo
con una manta remendada y lo llevaron a la iglesia, en cuyo huerto la
sepultaron. El sol primaveral de la mañana bañó la húmeda tierra.
Una anciana vecina me envolvió con su toca y toda la tristeza del
mundo me cubrió ese día.
Transcurrió
la primavera casi tan fría como el invierno. Hasta bien avanzado el
mes de mayo no cobró fuerza el sol, cuando cesaron los abundantes y
helados aguaceros. Después de tan largos y oscuros tiempos, pareció
que brotaban las flores de la creación. Los prados grises se
tornaron verdes, amarillos, blancos, rojos y morados. Las reses
pacían orondas, rebosantes de salud, mas sabíamos que nadie
probaría su carne, que estaba reservada únicamente para los señores
y los canónigos de la catedral.
Tal
y como anunciaron, no bien se cumplieron dos semanas cuando al fin se
oyeron a los lejos las trompetas y los timbales una bonita mañana de
primeros de Junio. Llegaba el rey.
Soria
amaneció engalanada con ramas de olivo, juncia y ciprés, flores,
estandartes y tapices en los balcones de todo los palacios. Se
congregaban los caballeros y nobles del reino venidos de las llanuras
y los montes, así como los hombres del alto burgo de cuantas
ciudades, villas y aldeas tenían renombre. Coros de austeros monjes
y frailes salían de sus monasterios y conventos para entonar la
salmodia en las plazas.
Los
niños nos metíamos por entre las piernas de las gentes, como
perrillos curiosos, para ir a gatas a ponernos en primera fila. Nos
llovían pescozones, puntapiés y pisotones por todas partes,
mientras aspirábamos casi a ras de suelo el nauseabundo olor de las
inmundicias que cubrían la tierra: heces de animales y personas,
orines y desperdicios. Pero podías encontrar felizmente algo que
llevarte a la boca en medio de aquel jolgorio: algún pedazo de
galleta, un trozo mordisqueado de manzana, habas secas, nueces o
almendras garrapiñadas que se les caían a los ricos en el ajetreo
de ir a buscar un buen lugar para ver la llegada.
Recuerdo
todo aquello con la luminosidad propia de la mente de los niños. Me
pareció que Dios Nuestro Señor mismo bajaba a la tierra rodeado de
todo sus ángeles. Resplandecía la catedral bajo el sol de mediodía
en un firmamento limpio, azul, lleno de alborotados pájaros que
revoloteaban asustados en todas direcciones. Entre los cantos y el
bullicio alegre de la multitud, vine a creer firmemente que estaba
próximo el fin de todo mis males, puesto que el rey pondría remedio
a las hambres y las enfermedades.
Oyose
estruendo de caballería bellamente enjaezada. Apareció una hueste
bien organizada que venía en alegre trote, alineados de cuatro en
cuatro, por la calle mayor para abrir paso. Enseguida entraron peones
de a pie, con sus trompas, flautas y sacabuches, soplando a todo
meter, como si llegaran cien bueyes mugiendo embravecidos. Toda esta
gente se fue por las calles adyacentes para dejar desocupado en
centro de la plaza Mayor. Entonces se vio venir a los caballeros
sobre sus monturas, bien pertrechados con pulidas armaduras que
parecían de plata. Cada uno de ellos llevaba el pendón con sus
armas bordadas en vivos colores. Siguieron los condes, duques,
obispos y abades de ampulosos ropajes, túnicas, capas y vistosos
hábitos. Causaron la mayor impresión las damas, por sus altos
tocados de diversas sedas, plumas y complementos coloridos; por sus
manos enguantadas y los delicados jaeces y gualdrapas de sus
monturas, así como por las muchos cascabeles que tintineaban
prendidos de los arneses.
Los
tamboriles y las dulzainas avisaban de que estaba próximo el
monarca. Entonces el gentío se agitó mucho y clamó en griterío
solicitando los favores que esperaban de esa venida; auxilios de todo
tipo, trigo, simientes, hierro para forjar herramientas y armas,
dineros y licencias para poder ocupar pequeñas parcelas de labranza.
Salió
de la catedral en procesión la imagen de la Virgen por la puerta del
Evangelio al tiempo que se alzaban al cielo los tañidos de un par de
campanas. En ese momento irrumpió el rey en la plaza cabalgando
sobre un brioso y blanco corcel. Vestía el monarca armadura de
placas y camisola de cota de malla, sobre el que lucía el sobreveste
ajustado de magnífico y bien elaborado tejido color azul con
bordados de oro y plata. Cubría su cabeza un casco al medio punto y
circundado por la corona real, el cual se sacó nada más encontrarse
ante la Virgen. Al tirón del palafrenero, el caballo se arrodilló
extendiendo sus gualdrapas por el suelo y dando comodidad al rey para
poder descabalgar, Fue seguidamente a postrarse ante la bendita
imagen. Me fijé en su cara; era apenas un muchacho de escasísima
barba y rostro sonrosado.
III
Iniciaron los monjes sus cantos, pero enseguida fueron ahogados por los gritos de la multitud que, recuperada de su inicial asombro, enloqueció de entusiasmo:
-
¡Santa María guarde a nuestro señor el rey! ¡Viva el rey! ¡Viva,
viva, vivaaa...!
Ya
no pude ver más, pues aquella turba incontenible logró rebasar a
los soldados de la guardia que la mantenía a prudente distancia y
avanzó en avalancha hasta nuestro rey. Fue entonces cuando sentí
una fuerte patada en la boca y pronto saboreé el salado y dulce
brotar de la sangre en los labios. Entonces comprendí la causa de la
colectiva locura; todo el mundo se agachaba a recoger las monedas que
los lacayos del rey tiraban al aire. Cientos de manos ávidas
recorrían el suelo para hacerse con la plata.
Estaría
de Dios que sacara yo algo bueno de aquello, porque cayó delante de
mis narices un ennegrecido maravedí de plata, quizás entremetido
involuntariamente entre otras monedas de menor valor. Mi pequeña
mano saltó como un resorte y lo asió de tal manera que una vieja
ladrona que se dio cuenta de su valor, y que estaba a mi lado no
consiguió quitármelo, por fuerte que me clavara en los dedos sus
sucias uñas y el único diente que le quedaba en su boca casi
desdentada.
-¡Suéltalo
o te mato, niño asqueroso! -me gritaba aquella arpía.
Pero
yo logré zafarme de ella y corrí de allí como alma que huyese del
diablo. Y cuando, seguro ya detrás de una esquina y lejos de la
multitud, abrí los agarrotados dedos y contemplé extasiado mi
tesoro, me sentí la criatura más dichosa de la tierra. Sin embargo,
hermanos, aquello que tanto deseó mi material naturaleza de pobre
sería mi desgracia...
-
Pero entonces eras muy pequeño -dijo el comerciante-: Además
aquella moneda no la robaste. ¿Por qué entonces lo cuentas con
tanta tribulación...?
-
Porque, hermanos, aquella moneda la tuve guardada como oro en paño
durante años, y cuando cumplí la edad suficiente para que se me
respetara como hombre la saque le di brillo y ello fue mi perdición.
En
aquellos años yo trabajaba para un acaudalado señor y propietario
de una gran inmensidad de tierras, un molino, un número inimaginable
de ovejas, así como de varios telares, y un Batán el cual estuvo a
mi cargo y en el que me dedicaba a desengrasar los tejidos o darle
cuerpo. Aquella inmensa heredad se encontraba en un importante pueblo
cercano al río Duero. Mi entrega y mi honradez en el trabajo me
hicieron acreedor de la confianza que el señor tenía depositada en
mi, y fue por ello que me decidí a hablarle de aquella moneda que
guardaba desde hacía años y que no había sacado, ni de la que le
había hablado o contado nada a nadie por temor a que pudieran
acusarme de haberla robado, o sabe Dios que otra acusación podrían
haber vertido algunos contra mi ante el triste espectáculo de mi
larga pobreza.
Sin
embargo, aquella tarde de Sábado y tras haberle rendido las cuentas
de la semana a mi señor, sentados bajo el frescor de la parra
existente al lado de la puerta de entrada a la casa, vi que era el
momento oportuno de hablarle de ello, cuando me invitó a bajar con
él al pueblo con el fin de tomar juntos unos vinos. Durante un rato
que a mi se me hizo una eternidad, me dijo: “Has hecho bien
hablándome de ello pues de otra manera, es muy posible que te
hubieras metido en problemas dada la condición de la mayoría de las
gentes, pero no te preocupes; lo primero que vamos a hacer es
cambiarte esa moneda con el fin de que comiences a disfrutar de ella,
comenzando por comprarte algunas ropas mejor que las que te
proporcioné hace tiempo y que también has cuidado”.
Me
hizo ir por la pieza, y al entregársela, sonriendo me la devolvió y
entró en la casa saliendo seguidamente con un cofrecillo. Lo abrió
y sacó una de las bolsas, metió la mano de nuevo y asió una
bolsita pequeña en la que contando comenzó a verter un montón de
monedas; yo no salía de mi asombro al contemplar la escena,
principalmente, porque pensaba cuando iba a parar de meter monedas,
nunca había visto tantas en mi vida: Me miró y me dijo Aquí
tienes; son pepiones y algunos burgaleses, cuídalos y no lleves
encima nunca más de lo que vayas a gastar. Hoy podrás hacer uso de
algunos dineros en el pueblo.
No
cabía en mi de gozo. Estaba tan extasiado que no me di cuenta de
como una de las criadas de la casa, de poco fiar, por cierto, había
estado contemplando aquella, digamos transacción, escondida tras la
cortina de la ventana que daba afuera, y la cual de seguro habría
oído la conversación con toda nitidez.
Cuando
ya, pasadas las doce regresábamos a la casa, me fui directamente
hacia el cobertizo que, gracias a su bondad, mi señor me había
cedido y en el cual me había provisto de un catre con colchón de
lana de la que normalmente era desechada para su comercio, dada su
baja calidad, una mesita ya inservible y que fuera antaño usada para
la matanza, y una silla a modo de único mobiliario, excepción hecha
de una especie de hornacina con puerta robada al grueso muro sostén
de la parte trasera de la casa.
Todo
fue entrar en el cobertizo y quedarme atónito, fue una. Con una
pobre ropa interior, aquella pelandusca de criada se encontraba
tendida sobre mi jergón invitándome descaradamente a que lo
compartiera. -Mañana es Domingo -me dijo-: Y como no hay que
trabajar podíamos pasar la noche juntos...
Aquél
cuerpo joven y hermoso, pues andaría alrededor de mi edad, se me
ofrecía; era la primera vez que me encontraba en semejante
situación, lo que se dice un auténtico novato en esas lides, por lo
que siempre he pensado que no fue ella la que me hizo caer en la
ratonera; reconozco que fui yo y solamente yo el que me metí en
aquella trampa, ora por ello, ora por desconocimiento de lo que
vendría después; el caso es que solté el hatillo de las prendas
que acaba de comprar, me desnudé dejándome los calzones y me eché
a la cama con ella. ¡Estúpido! ¿Cómo no me pasó por la
imaginación lo que ello me acarrearía más tarde? ¿Cómo no pensé:
si nunca me ha mirado bien, a que venía el que ahora se me
entregaba? La noche transcurrió descubriendo a cada momento cada una
de las partes más íntimas de la mujer, a la par que ella me hacía
gozar con las caricias más excitantes que jamás pude imaginar; ella
era la que al principio se colgaba de mi hasta que después era yo el
que febrilmente entraba en ella una y otra vez hasta quedar
extenuado.
IV
A la mañana siguiente ya muy tarde nos levantamos y tras un frugal desayuno, y preguntar al señor si necesitaba alguna cosa, decidimos bajar al pueblo. La noche pasada no desaparecía de mi cabeza; abombada aún y sin muchos reflejos no me di cuenta de como Berta, que así se llamaba la mal nacida, me iba sonsacando algunos dineros. Cierto que no andaba bien de ropa, por eso le compré algunas prendas ya usadas, aunque en buen estado, unos zapatos y algún que otro capricho des que ya no se desprendería con sus mimos y caricias.
El
Domingo siguiente caí en la trampa de la taberna, y entre vasos de
hidromiel y cerveza fuerte, se presentó el que según ella era su
hermano; un muchacho mayor que yo y de anchas espaldas que tras la
presentación me dijo trabajaba en la Herrería; aficionado al juego
me invitó a una partida de cartas en unión de otros conocidos
suyos. Yo no quería pero, la insinuante mirada de la muchacha me
hizo pensar: “¿Porqué no?” Con algunas ganancias en el bolsillo
y el pensamiento de que aquellas novedades habían estado bien
transcurrió la semana, por lo que al Domingo siguiente ya fui yo el
que pidió jugar. Perdí todo lo que llevaba, sin hacer el más
mínimo caso a la recomendación de mi señor.
Ante
la apremiante necesidad de recuperar lo perdido, y la supuesta
amabilidad del hermano de la joven embaucadora ofreciéndome unos
dineros en calidad de empréstito, y la insinuación de ésta a que
aceptara, le pedí una cantidad que también perdí, por lo que
decididamente nos volvimos a la hacienda. Por el camino me preguntó
el modo de devolverle aquellos dineros a su hermano, aduciendo que
tuviera cuidado con él porque tenía muy malas pulgas. La
tranquilicé diciéndole que no había ningún problema. Pero, cual
no sería mi estupor cuando al separar la piedra del hueco que en un
rincón del suelo guardaba los pepiones, me encontré con la
indescriptible y amarga sorpresa de verme robado, de encontrarme tan
sólo con unos pocos burgaleses que no me alcanzarían para nada.
Con
motivo de la entrega de unos aperos de labranza para mi señor, se
presentó una mañana el hermano, yo por casualidad me encontraba en
las inmediaciones de los establos por lo que al verme, con una mirada
y un gesto me dio a entender que quería decirme algo, y ello era
que quería sus dineros el Domingo siguiente y que si no que me
atuviese a las consecuencias. En semejante callejón sin salida, no
se me ocurrió otra cosa que aprovechando la ausencia en la capital
de mi señor y conociendo sobradamente la existencia del cofrecillo,
no dudé en sacar de aquel una cantidad suficiente no sólo para
pagar la deuda sino para mantenerme por un tiempo y mantener aquel
ritmo de vida que en mala hora había descubierto. Por lo que aquella
misma tarde salí de la hacienda dirigiéndome al pueblo, entrando en
la Herrería y liquidando la deuda. Había lastimado cruelmente a
aquél que también me tratara durante años.
Los
dineros robados me duraron bien poco ya entrado en la dinámica del
vicio del juego y las rameras, por lo que mi vida se convirtió en un
infierno. Llegué no sólo a robar en repetidas ocasiones en casas de
ricos y pobres. El más grave de todos, en mi desesperación, lo
realicé una noche cuando tras haber entrado en la pequeña iglesia y
hallarla completamente vacía de fieles, observé que el Sagrario en
el altar mayor se encontraba abierto, por lo que no dudé en
acercarme, introducir la mano bajo el velo y sustraer un copón de
plata lleno de obleas las cuales quedaron esparcidas sobre la mesa de
celebraciones. Cuando abandonaba el ábside tropecé con un
reclinatorio en la penumbra; tras el ruido apareció el Párroco el
cual incriminándome se me echó encima, como pude lo esquivé al
tiempo que le daba tal empellón que el hombre cayó de espaldas
golpeándose en la nuca con el quicio de la puerta de la Sacristía,
y quedando allí tendido boca arriba mientras que bajo su cabeza se
formaba un charco de sangre. (No obstante, años más tarde tuve
conocimiento de que no había muerto). Sin detenerme a averiguar si
lo había matado, y recogiendo del suelo su libro de oraciones salí
huyendo en dirección a la taberna que había a la salida del pueblo;
allí ante unas frascas de aguardiente se hizo noche cerrada. Cuando
abandoné aquel antro ya fuera de mi y tambaleándome debido al
excesivo grado de ebriedad, llegué hasta el extremo de cometer la
fechoría de violar a una jovencita que no alcanzaría la edad de
trece años, con la que me topé al volver una esquina, y a la que
abandoné tirada, envuelta en su toquilla y perdido el conocimiento.
Escapando
una vez más a los montes, y cambiando de región, unas veces al
Oeste otras al Norte por cuyos caminos y veredas navarros bajé para,
casualmente, encontrarme con aquel convento a cuyas puertas pedí
asilo y el deseo de entregar el resto de mi vida a la labor religiosa
que los monjes allí existentes practicaban entre la contemplación y
el estudio. Ni que decir tiene que fui aceptado en calidad de
novicio, y que tras unos años de trabajo y oración purgando mis
horrendos pecados supliqué la necesidad de ir a pedir perdón a las
plantas del apóstol Santiago. Y aquí me tienen vuestras mercedes...
Llegado
a este punto los cuatro nos quedamos en el más absoluto silencio.
Silencio que rompió el sacerdote para manifestar únicamente y en un
susurro apenas audible: - ¡Pues sí que has hecho de tu vida una
alegría!
Y
no vengo para pedir el perdón, porque después de muchos estudios
meditaciones y reflexiones sé perfectamente que no soy merecedor de
ello, independientemente de que me consta ahora que sé que Dios no
puede perdonar porque entonces no habría Justicia, por eso espero
que alguna vez y gracias a su eterna y piedad Divina pueda quedar
limpio de tantos horrores cometidos.
-
Verdaderamente cuesta creer que Dios pueda perdonar semejantes
atrocidades -dijo el joven Caballero-: No obstante mi orden siempre
me enseño que Dios es Amor y que todo lo perdona, pero, esto que
acabo de oír...
-
¡Hasta a mi, que nunca fui muy religioso, me cuesta creer que
alguien pueda salvarlo de las llamas del infierno! -dijo el
comerciante al tiempo que echaba un largo trago de agua de la
calabaza que portaba.
-
Y dime hermano: ¿aun conservas el libro de oraciones de aquél pobre
desdichado? -preguntó un tanto nervioso el sacerdote. - Venía a su
memoria el que él tenía un hermano gemelo también clérigo y
Párroco de una sencilla iglesia...
-
Desde entonces, ya hace unos años, lo llevo encima y nunca me separé
de él, ni de sus salmos y enseñanzas -Dijo con voz un tanto
circunspecta: ¡Aquí lo tenéis!
Cuando
el cura tomó el breviario y levantó la tapa, no pudo evitar un
sobresalto al observar con una gravedad inusitada la dedicatoria
escrita.. “A mi querido hijo Dionisio Basterra en el día de su
ordenación”.
FIN
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