Entre Santa
María
y Santa Ana
eché mano
del pañuelo,
no porque no
hubieran campanas
allá por el
Turruñuelo,
sino porque
aquél angelito
en su
pedestal de cielo,
me llenó de
desconsuelo
al ver que
ya no se oía
la música
que salía
de un
instrumento hecho duelo,
pues se
encontraban partías
las cuerdas
y el clavijero
además de lo
esencial,
como sería
nombrar:
su brazo
izquierdo
y una
pierna;
De verdad
que era tan tierna
la imagen
que yo veía,
que regresé
al mediodía
llorosa mi
alma paterna,
mientras él
me sonreía.
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¡¡¡PRECIOSO!!!
ResponderEliminarUn abrazo.
¡Qué gran sensibilidad! Pensé que el poema iba dedicado a un niño de carne y hueso. Te confieso que me dio cierto alivio ver la escultura. Cierta pena por su deterioro y admiración del poeta que ve lo que a los demás nos cuesta percibir. Enhorabuena.
ResponderEliminarEs un sentido que llevamos dentro todos los seres humanos, lo que ocurre es que, a veces, por comodidad o deformación, se nos suelen pasar estos detalles. Lo triste es el abandono después de haber tenido la idea de colocar ciertos exornos urbanos en favor de una comunidad con el fin de embellecerla. Saludos.
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