DÍAS DE
CORRAL
ALLÁ POR LOS
CUARENTA – CINCUENTA
(Siglo XX)
En la mañana, y con un
melodioso, a la vez que loco gorjeo de entre el florido, en esta época,
Limonero, y una batería de tiestos de todas las hechuras, y en los cuales se
puede apreciar el colorido y el encanto de un sin fin de rosas, geranios y
gitanillas, además del bien cuidado arriate en el que viven y conviven el
Jazmín y una Dama de Noche, las corraleras y sus faenas se van acompañando de
los más elementales y sencillos palos de un flamenco popular, propio de lavaderos
comunitarios en patios, patinillos, y
labores en el interior del partido o de la común cocina del corral.
Llegado el fin de semana, los cubos borbotean cual calderos
medievales sobre el fuego formando oníricas ondas poco antes de ser vaciados en
el gran barreño de cinc o la tina alfarera, que espera el cuerpo sudoroso del
semanal baño; así la fuente, o en algunos patios el pozo, recibe la especial
visita de una corralera tras otra, siempre en armonía con el fin de no necesitar
el tener que hacer cola para llenar el correspondiente cubo con el que
amortiguar, en alguna medida, la alta temperatura del agua hirviendo.
Un humilde a la vez que artesano lebrillo vidriado, del color
del albero maestrante, en un lateral del patio del corral, y sobre él, un más
que gastado resfregador de madera, sufre la diaria presión, de unos vientres
que protegidos por un delantal, y unas manos encallecidas pasean sobre las
prendas un taco de jabón, a veces, tan verde como casero, que entre un ir y
venir de nudillos castigados por los años, y sobre ellas, intentan dejarlas
libres de mácula alguna con el fin de que su poseedor al lunes siguiente luzca
en su trabajo esa límpida visión de la gente
sencilla por encima de todo.
A través de la puerta del corral nos llegará el inconfundible
y delicioso sonido de un flautín al que algunos entendidos le dan el nombre de
flauta de pan -aerófono-, instrumento que sólo se utiliza en la Cordillera
Andina, pero, en fin, lo aceptamos como tal.
A la par que el Afilaó se deja
oír, más tarde nos sacará del apuro cuando ese cuchillo o aquella tijeras dicen
que ya no pueden más; mientras tanto, el
Maestro está en su labor, nos entretendremos con José el Sillero, aquél catalán
que arribó a Sevilla, y se quedó en Triana tras haber fracasado en el asunto
que hasta aquí le trajo, y sobre el que nunca quiso ampliar motivos.
Así entre cháchara y cháchara observamos
como ensambla hábilmente unas tiras de eneas con otras formando una urdimbre,
el entramado necesario para reparar ese asiento de la silla de la abuela, y
cuyas patas también ya están tan gastadas como el búcaro Justino o Rufino que
siempre tiene a su lado, y con el que saciando su sed nos contará aquellas
historias antiguas que nos harán pasar unos agradables ratos en las
privilegiadas y calurosas tardes noches del Verano Trianero.
El Afilaó, acabada la faena de la última pieza, preguntará si
hay algo más que arreglar, ya que por las obligadas necesidades de la época,
éste comerciante ambulante con su carro de gran rueda a la que hace funcionar
con su pie, no sólo podrá ofrecernos alguna pieza que una vez desechada, y que
él delicada y habilidosamente pone en buen uso, también da la opción de compra,
como es normal ofrecerá sus servicios para el arreglo de aquel paraguas que
durante el Invierno quedó medio inservible debido a cualquier descontrolada
ráfaga de viento.
Tampoco en la mañana faltará a la puerta del corral y con su
típico Pregón, Antonio, más conocido en Triana como el “niño del barranco”, que
con su carretilla de batea, y ésta bien provista de diferentes tipos de
pescados en pequeños montones bien distribuidos, hará una gracia especial para
aquellas corraleras que por las razones que sean prefieren comprarle a él antes
que tener que desplazarse hasta el Mercado.
También, y de forma periódica no dejará de aparecer por el
barrio, Juan, conocido como el “Milojero” que, natural de Marchena, con su
camisa de faldón y su cántara llena de una miel absolutamente casera a más de
uno y una le endulzará la tarde en esa merienda del Domingo.
Pero, casi la mayoría de los corrales tienen entre su vecindad
a algún Artesano; en este caso me refiero al Zapatero que, aunque no es
profesional, a la sombra de su patio estará siempre ofreciéndose a reparar
cualquier calzado con algún desperfecto. A él le valdrá de distracción al
tiempo que las corraleras verán cómo ello será un alivio para su ya nada boyante economía.
Una
vez la pila libre de prendas, y estas ya bien enjuagadas, serán subidas a la
azotea comunal donde siempre y en buena vecindad estará repartido el a veces
escaso espacio. Mientras unas tienden, otras, las más o menos jóvenes
aprovecharán ese airecillo que llega desde el hueco que produce esa pila de
agua bendita y que llamamos Guadalquivir, para secar su hermosísima cabellera
recién lavada, y en ocasiones aclaradas- recuerdo- con un poco de vinagre. Qué
duda cabe que la azotea es un recinto poco menos que sagrado para las
corraleras. A todas las horas del día hay movimiento, hasta el extremo de que en
ocasiones, eso sí, contadas, veremos cómo mediante un hornillo de carbón la
azotea se ha visto distinguida con la ejecución de unas sardinas asadas, de
esta forma se evitaba el que el patio quedara impreso del fuerte olor.
Después de la llegada de los niños del colegio, y tras el
suministro, bien de una onza de chocolate con un pedazo de pan, o el trozo de
pan al que previamente se le ha hecho un hoyo y en él se ha depositado un poco
de aceite con azúcar, se han ido a sus juegos.
Ahora la tarde en la azotea, son otras horas y otra
ocasión para la sencillez de unas tertulias abonadas con el consabido cotilleo,
una comidilla sana y siempre con la compañía de un vaso de café con leche y hecho cada día por una vecina diferente,
mientras que entre sorbo y sorbo, y una distendida charla se repasan algunas
prendas a las que, o bien habrían de recogérsele un dobladillo, o recoser
un anterior remiendo del calzón del
niño. Las más jóvenes y con mejor vista, unas sentadas sobre un cojín en el
suelo y otras en pequeñas sillas, estarán entregadas a la tarea de coger unos
puntos de medias y así remediar las dichosas carreras, o bien con un bastidor
de bordado entre las piernas entregarse a ese otro ilusionante trabajo como es
el de ir poco a poco confeccionándose el propio ajuar.
Pasada la media tarde comienza un nuevo movimiento por los
partidos. Están a punto de llegar algunos de los novios de las muchachas que
habitan los corrales, y que en parejas comparten las diferentes zonas del patio
o la azotea para su amoroso trajín, siempre bien a la vista de la carabina de
turno. No faltará en alguna de ellas una moña de jazmines prendida en su moño,
y recogidos con anterioridad de su propia planta, o bien recibida de manos de
su enamorado que la compró a cualquiera de los muchos que en esa época se ganan
unas pesetillas realizando bonitas piezas a base de encajar las flores aún
cerradas en una horquilla, y las cuales sobre una bandeja y un paño bien húmedo
las tendrán mantenidas frescas para mayor satisfacción a la vista.
Llegada
la hora de la cena, esta se hace a veces de forma bastante rápida, unas veces
por lo frugal de la misma , pero otras,
principalmente, porque la amistad que une a alguna familia que vive frente a un
cine de Verano, ella será aprovechada ya que desde su azotea se puede ver casi
todo el telón, con lo que aquella película de extremo interés, hace que no
quede un hueco libre sobre el pretil, por lo que había que recurrir a una silla
y no, precisamente, para sentarse sino para subirse en ella, y en aquella
incomodísima postura poder ser un espectador más. Hay años en los que el
propietario del cine se quiebra la cabeza intentando poner impedimentos con el
montaje de grandes paneles, pero al final aquello no da resultado, pensará,
digo yo, que total para unos cuantos... lo cierto es que son muchas las
películas que vemos gratis. En alguna azotea de al lado y con poca afluencia de
familiares y amigos, se ven una mesita en la que no falta un buen plato de
tomates con sal, bien cortados en rodajas y una botella de vino tinto, es de
suponer que bien fresquita.
Son también unas horas en las que no falta otro sonido tan peculiar como el que derrama sobre la adormecida Triana, la sirena de algún que otro barco Mercante que se encuentra entrando o saliendo del Muelle de la sal, y tomando la dirección del puente de San Telmo por aquellas fechas levadizo.
Entre las ocho y las nueve de la mañana les toca el turno a
los más pequeños. Es hora de pasar por el molesto momento del aseo, la cara
bien lavada, bien peinados todos y ya con los babis limpios, nos sentamos a la
mesa para dar cuenta
de un buen tazón de leche en el que el pan migado, aunque
no siempre es un deleite, nos llena el buche para poder aguantar hasta la hora
del almuerzo. Y de ahí, y acompañados por algunas de las más mayores, vamos
camino del colegio…
...momentos
después...
…seguro
que alguna corralera, entre un revuelo de gorriones, estará diciendo ahora
mismo: “Corta ya porque estoy oyendo al Afilaó…”
¡¡Cuánto s recuerdos de mi niñez y juventu d me trae esta e ntrada!!
ResponderEliminarLa entrañable y añor ada azotea, verdadero templo de tertu lias, juegos infanti les y "secadora" de nuestro s lavados, tanto en los cor rales como en los pisos.
Recuerdo con muhc o cariño todo aquello.
Me encanta la entrada, ahí tien s un 10, ea...
Besillos.
Me he sumergido en el mar de mis recuerdos al tiempo que me he dejado llevar por la acariciadora calidez de tu entrada anterior. Ea pos ahora nos repartimos el 10 y el besillo estelar y cósmico, ojú chiquilla lo que ma salió...
ResponderEliminar