(Recuerdos
de un viaje)
Pido permiso a la imaginación para, aprovechando los recientes
recuerdos, realizar la más fiel recreación de lo que, a mi juicio, pudo haber
sido aquello, y en aquella época.
Corría el
año 75 a.C., cuando la República romana cayó para siempre, quebrantada por las
guerras civiles de Mario (Populares) y Sila (Optimates –por el pueblo-), y la
dictadura del César, con el que se conformaría el Primer Triunvirato, junto a Craso y
Pompeyo. El Imperio envileció a la plebe
para asegurarse su adhesión, halagándola con lo que hablaba a sus sentidos más
groseros: pan y espectáculos.
Necesitaba
el cesarismo un lugar donde el populacho le aclamase, enardecido por fiestas
sangrientas; emperadores tan clementes y píos como Vespasiano y su hijo y
sucesor Tito, construyeron en el 29 a.C., el Anfiteatro Flavio, más conocido
como el Coliseo, por una cercana y grandiosa estatua dedicada a Nerón;
circo gigantesco, de cuatro niveles (plantas), en el que cabían desahogadamente
alrededor de sesenta mil espectadores.
Hoy, del anfiteatro sólo queda una parte en pie, y el resto está en ruinas, como si hubiese caído sobre él una maldición en forma de hachazo colosal, casi partiéndolo por la mitad.
Fue
también aquí la mano del hombre la que destruyó más que los años. En tiempos de
Carlomagno, el Coliseo se mostraba intacto, como obra sólida e imperecedera,
dispuesta a vivir tantos siglos como las pirámides de Egipto; pero los barones
romanos lo modificaron, haciéndolo servir de fortaleza que pudiera
contrarrestar la Mole Adrianorum (Mausoleo para Adriano iniciado en 135), y
actual Castillo de Sant´Ángelo.
Luego, al iniciarse en la Roma Pontificia la
época de las grandes construcciones, el famoso anfiteatro fue cantera inagotable
de granito rojo, en la que todos meterían la mano.
En 1455,
Paulo II, echaría abajo parte de las grandes arcadas, derribando galerías
y destrozando columnas que hoy aún se ven por los suelos, y estatuas, sacando
cuanto necesitó para la construcción del Palacio de Venecia (originalmente
Palazzo Barbo).
El Cardenal Riario levantó la Cancillería con piedra de igual
origen. El Papa Paulo III, en 1514, emplearía el mismo procedimiento para
erigir el Palacio Farnesio. Ya no le faltaron imitadores a estos "sagrados"
personajes, que, sin duda, llamaban bárbaros a los guerreros del Norte cuando
durante la invasión de Roma se contentaron con meter los caballos en los
templos.
La
imparcialidad obliga, sin embargo, a admitir que no todos los papas se
comportaron como salvajes y vándalos. Influidos por la cultura de la época,
algunos pontífices se encargaron de remediar las atrocidades cometidas por sus
antecesores.
En el año
1740 Benedicto XIV, para impedir que el hermoso monumento siguiera siendo
saqueado, y al mismo tiempo olvidando que sobre aquellas arenas murieron tantos
seguidores de Cristo, lo consagró a la Pasión de Jesús, estableciendo allí un
Calvario en memoria de la sangre derramada por tantos mártires. Pio VII (1800)
y León XII (1823), hicieron cuantiosos gastos para el refuerzo y restauración
del maltrecho estado del Anfiteatro.
Aún a pesar de ello, nos basta
contemplarlo hoy para, apreciar el deplorable estado ruinoso de sus galerías y
vomitorios cual escombreras sucias, abandonadas y tan lejos de aquello que en
una época fue todo de absoluta brillantez.
Cuánto
cuesta ahora comprender la hermosura, el imponente golpe de vista que ofrecería
en los tiempos del Imperio. Ochenta arcadas daban ingreso a su interior, de las
cuales, cuatro estaban reservadas: dos al Emperador, familia y altos cargos de
la Corte, y otras dos, a los gladiadores “profesionales” y sus brillantes
cortejos. Los robustos arcos del primer piso estaban sostenidos por columnas
dóricas; los del segundo, por jónicas; los del tercero eran de orden de
corintio, y en el cuarto piso, en vez de arcos, se habían abierto en el grueso
muro grandes ventanas rectangulares, de las que aún quedan algunas.
Sus
alrededores contenían lo más monumental que ha producido la arquitectura. Las
vías estaban empedradas con ese granito azul en el que no hacen mella los
siglos.
Frente a
la entrada principal estaba la Meta Sudante (fuente enorme), en cuyo tazón
lavaban los gladiadores sus heridas o templaban con la fresca agua su
enrojecida piel, limpiando con rascadores de marfil el sudor de sus músculos.
La
estatua del Sol, coloso de brillante bronce, dedicado a Nerón, y cuya diadema
de rayos llegaba casi a la máxima altura del Anfiteatro, brillaba sobre su
pedestal de mármol como una mole de oro.
El Palacio de los césares se mostraba en la inmediata colina, inmenso, aplastante, con innumerables cuerpos de edificios, escalinatas de mármol que descendían a los jardines y terrazas sombreados por velas (toldos) de púrpura sobre doradas lanzas.
Ídolos y estatuas por todas partes: sobre la crestería de la vivienda Imperial, en cada hueco de las galerías del circo, en los bordes de las vías que a lo lejos rompían la monotonía del horizonte. Y en torno del anfiteatro, enardecido por el sol y por el olor de sangre que emanaba del suelo, gritaba y se agitaba el populacho romano.
El Palacio de los césares se mostraba en la inmediata colina, inmenso, aplastante, con innumerables cuerpos de edificios, escalinatas de mármol que descendían a los jardines y terrazas sombreados por velas (toldos) de púrpura sobre doradas lanzas.
Ídolos y estatuas por todas partes: sobre la crestería de la vivienda Imperial, en cada hueco de las galerías del circo, en los bordes de las vías que a lo lejos rompían la monotonía del horizonte. Y en torno del anfiteatro, enardecido por el sol y por el olor de sangre que emanaba del suelo, gritaba y se agitaba el populacho romano.
Pasan
esclavos encorvados bajo el peso de la panzuda ánfora adornada con verdes
penachos, pregonando el vino de Falerno (Pocas regiones encontramos en el
mundo con una historia vinícola tan rica como la que presenta la de Campania en
el sur de Italia. Abre paso
la muchedumbre a los degradados senadores apopléticos, calvos, con la nariz
roja, y rodeados de su corte de libertos parásitos; aclama la gente impúdica a
las prostitutas recostadas en el fondo de sus dorados carros y palanquines,
medio desnudas, y tan sonrientes e incitantes como deidades mitológicas, sin
otro adorno sobre sus rosadas carnes que la escasa transparencia del tul y el
oro, las perlas, y asfixiando a todos con sus perfumes. Entra en el circo por
los labrados vomitorios la envilecida juventud patricia, los descendientes de
la familia Gracos y Escipiones, que tiemblan bajo el peso de sus corazas y van
pintados y afeitados como las cortesanas, coronados de flores, cubiertos de
joyas y apoyándose negligentemente en los hombros de niños asiáticos, bellos
Ganimedes a veces mutilados, y más tarde involuntarios cómplices de infames
abusos.
Lanzase
la multitud por las profundas arcadas, ansiosa por presenciar los sangrientos
juegos. Ya llegan los gladiadores más famosos cual grandes celebridades,
rodeados de admiradores y siervos, aclamados como reyes, y correspondiendo
apenas con un gesto de hastío a las sonrisas insinuantes de las codiciadas y
más hermosas beldades. Son, sin duda, los héroes del espectáculo y de la Roma
Imperial.
Los
honores del triunfo, que la antigua República dispensaba a sus grandes
conquistadores, los gozan ahora estos artistas de la muerte. Para ellos levanta
Vespasiano este Anfiteatro, y lo inaugura con cien días de fiestas, en los que
mueren cinco mil bestias salvajes y feroces, tiñendo su arena la sangre de
trescientos hombres. Tiberio los sienta a su mesa, Calígula los trata como
camaradas en sus orgías, Nerón aspira a la gloria de ser uno de ellos.
Se
extiende por el inmenso graderío la revuelta multitud. Aquel es el sitio del
pueblo: todo romano entra allí, a excepción de los esclavos. Como viviente
mosaico se agita el encarnado gorro del liberto junto al casco del pretoriano,
el manto rojo de la “matrona” (nombre que recibía la mujer romana cuando era
perfecta en todos los sentidos), entre la blanca túnica de la doncella y el
remendado sayo del judío.
Arriba, en el mismo borde del edificio, se afana
sudorosa la marinería del Emperador, tirando de cuerdas y carruchas para
extender la inmensa vela, el toldo de color púrpura que da sombra a gran parte
de la arena. Humean los vasos de Alabastro con perfumadas espirales sobre la
balaustrada marmórea, que rodea y aísla el sangriento coso, y cada vez que
suena a lo lejos, como si saliese de las entrañas de la tierra el rugido del
león o el espeluznante maullido del tigre, el populacho palmotea y ríe, poseído
del más absurdo y sádico entusiasmo.
Abajo, en
torno de la luz, en el lugar envidiado, donde mejor se ve el borboteo de la
sangre y el horripilante gesto en la agonía, están las tribunas de los
privilegiados. Allí, las vestales (sacerdotisas consagradas al templo de la mitológica diosa Vesta), como fantasmas blancos, que solo se animan y
pierden su rígida inmovilidad para extender fuera del manto el hermoso brazo
pidiendo la muerte del vencido; allí, los senadores, cansados todavía de la
última discusión sobre los honores que merece el caballo imperial o cuando el
César tiene proyectada la próxima fiesta.
Suenan
las trompas de plata, rompe la multitud en aclamaciones, y coronado de oro y
laurel, como un dios arrastrando su manto rojo, entra el Emperador, indiferente
al público que lo agasaja; flojo y aplastado por la incuria, pintado y adornado
lo mismo que una ramera, indefinible como un hermafrodita, dejando vagar sus
turbios ojos por el cortejo de placeres que le circunda: bellezas de todos las
partes, que dejan al descubierto por sus abiertas túnicas las desnudeces
nacaradas, que él mira con apatía; hombretones de recia musculatura y fealdad
lujuriosa, a los que sonríe como una virgen, con repugnante pudor.
El
populacho sigue aclamando al César semidiós, que paga las fiestas, hasta que se
sienta en el Pulvinare (alto trono de labrado mármol), y a una señal suya
aparecen los gladiadores; es el momento en que el circo en masa prorrumpe en
alaridos de entusiasmo.
Los
hombres los contemplan con envidia y las mujeres con obscena codicia. Todos
admiran la gentileza de los cuerpos semidesnudos, su recia musculatura, las
armas que ostentan, según su maestría particular. Unos llevan el casco de acero
calado hasta los hombros, el pecho descubierto, en la diestra, una ancha y
corta espada, una greba
para proteger la pierna y manica de fieltro
para el brazo, y un
pequeño escudo en el brazo contrario; otros empuñan el afilado tridente, y
portando sobre su hombro la red, con la que intentará derribar y
arrastrar al contrario. Algunos preferían la daga, y la lanza y como protector
el casco tracio.
Colocados
en orden frente a la tribuna Imperial, saludarán al Emperador con fúnebre
arrogancia antes de morir (Ave, Caesar, morituri te salutant).Son hombres duros que no se odian, que momentos antes bebieran fraternalmente, y que ahora se buscan como mortales enemigos. Se contemplan y calculan el choque antes del trance final. El de la red busca la ocasión para derribar a su enemigo, que se aproxima cautelosamente para tenerle al alcance de su espada. La muchedumbre se impacienta y grita; el de la red la hace volar por el aire con agudo silbido, sin envolver al gladiador armado. Este persigue a su contrario, que al verse sin defensa, corre veloz por la arena, sintiendo la muerte a su espalda. Le alcanzó el de la espada; le derriba, pone el pie sobre su pecho, y un destello de la antigua amistad le hace consultar a los espectadores con la mirada, como queriendo perdonar al abatido, otrora compañero.
Brama de
coraje la multitud. Ha venido a divertirse, a ver correr la sangre, y sesenta
mil brazos se extienden rígidos, con el puño cerrado y el pulgar hacia abajo:
¡A muerte, a muerte! Grita el sediento populacho.
Ante la insistencia, el César corrobora la petición del pueblo, y el cuchillo se hunde en el pecho del caído, la sangre tiñe la arena, y el palpitante cadáver es arrastrado por los esclavos hasta el Spoliarium (lugar del circo romano donde se desnudaba a los gladiadores muertos, o en su defecto, donde se desnudaba y remataba a los heridos, para su posterior incineración).
Así
continua la fiesta del pueblo romano: viendo como caen unos con el pecho
abierto por el cuchillo o patalean otros sobre la arena, atravesados por las
agudas puntas del tridente. Mujeres y hombres aspiran con fruición el vapor de
la sangre caliente que sube hasta el graderío, mientras los degradados
patricios que rodean el Pulvinare se familiarizan con la muerte y se preparan
para abrirse las venas al menor asomo de enojo Imperial.Ante la insistencia, el César corrobora la petición del pueblo, y el cuchillo se hunde en el pecho del caído, la sangre tiñe la arena, y el palpitante cadáver es arrastrado por los esclavos hasta el Spoliarium (lugar del circo romano donde se desnudaba a los gladiadores muertos, o en su defecto, donde se desnudaba y remataba a los heridos, para su posterior incineración).
Se
retiran los gladiadores vencedores, rugen las fieras en sus cubiles,
hambrientas y enardecidas por los vapores de la sangre que llegan hasta ellas,
y salen a la arena los rosarios de prisioneros, fieros bárbaros a quienes se da
por toda defensa un débil arponcillo.
Ríe la
infame muchedumbre al ver sus extrañas vestimentas.
Ahora
saltan a la arena, saliendo por las profundas rampas, ondeante la cola,
abiertas las fauces, atronando el espacio con sus rugidos, y por mucho tiempo
solo se ve en el fatal redondel: masas de carne y trozos de cabelleras rojas
desgajadas de sus cráneos, que ruedan sobre la arena, mientras que algunos se
levantan para descargar un golpe con la fuerza de la desesperación y al final
caer partidos; la sangre que serpentea, músculos que se desgajan; y en los
intervalos del silencio de la muchedumbre, estertores de agonía, crujidos de
huesos triturados, poderoso chocar de dientes.
Aun queda
lo mejor, lo que agita con oleaje de risa el vientre de los senadores y el
pecho de las mujeres de la alta sociedad: la muerte de algunos seres extraños
cazados noches antes en las antiguas canteras de Roma, gente misteriosa que
adora a un judío desconocido sacrificado allí en su patria como si fuese un
ladrón, que viven en fraternal comunidad, y que se ocultan en las entrañas de
la tierra para entonar cánticos y pretender que todos los seres son iguales
ante Dios.
Y entre
la rechifla de la canalla y los garrotazos de los esclavos, salen a la arena
los enemigos del orden social, los revolucionarios de la época, las víctimas
del ciego furor del vulgo: ancianos de blanca y luminosa barba; tiernos
catecúmenos, víctimas de monstruosos insultos antes de ser llevados a la
muerte; doncellas pálidas, de mirada soñadora, paseadas desnudas por los
lupanares de Roma, sin perder su pureza moral de vírgenes; matronas arrogantes
que abandonaron la corrupción romana, deslumbradas por el fuego de la nueva fe;
antiguos soldados que ven en la religión naciente el remedio de la tiranía
cesárea y de las grandes desigualdades sociales.
No, no
esperéis que se defiendan. Esos no os divertirán como los bárbaros con la
desesperación de la vida que se resiste. Puestos de rodilla, tienden los brazos
a lo alto y suenan en suave coro los mismos cantos que vagan misteriosos por el
interior de las catacumbas. El león sacude la melena y retrocede un paso, como
asombrado por la quietud del nuevo cebo; la pantera ronda inquieta, guiñando
sus ojos de esmeralda, como adormecida por el dulce canto y deslumbrada por el
nimbo de oro que el mortecino sol de la tarde, filtrándose por un extremo del
toldo, esparce sobre la cabeza del grupo cristiano. Pero finalmente triunfa el
bestial instinto: las afiladas garras abaten a los que oran, y cada
víctima, al sentir que la vida se escapa por los desgarrones de su carne, cree
ver, con los ojos turbios de sangre, que se abre el cielo, y una interminable corte
teórica de ángeles avanza a su encuentro.
- ¡Qué os
salve vuestro Dios! - grita entre carcajadas la turba soez.
No, su Dios no puede salvarlos. Nadie lo salvó a Él cuando agonizaba en el Gólgota, víctima de otra muchedumbre envilecida por la tiranía. Pero queda algo que los vengará: el misterioso poder que hace triunfar toda idea perseguida, que convierte las utopías en realidades posiblemente alcanzables, y sobre el cadáver del mártir edifica lo mismo el porvenir religioso que el porvenir revolucionario.
¡Ay de
los pueblos que ahogan en sangre los ideales! No, su Dios no puede salvarlos. Nadie lo salvó a Él cuando agonizaba en el Gólgota, víctima de otra muchedumbre envilecida por la tiranía. Pero queda algo que los vengará: el misterioso poder que hace triunfar toda idea perseguida, que convierte las utopías en realidades posiblemente alcanzables, y sobre el cadáver del mártir edifica lo mismo el porvenir religioso que el porvenir revolucionario.
Roma,
embriagada por los purpúreos arroyos del Coliseo y el femenil perfume de sus
Césares, nunca creyó que un día los sucesores del mártir cristiano derribarían
sus bellos ídolos, sus grandes obras de arte, con el ciego martillo del
fanatismo. Jamás pudo imaginar que los nietos del pobre bárbaro que servía de
diversión al ser devorado por las fieras llegarían a sus puertas entre
incendios y cadáveres, aplastando con sus veloces caballos los últimos restos
del poderío romano.
El
Coliseo sería usado casi 500 años, celebrándose los últimos “juegos” de la
historia en el siglo VI bastante más tarde de la tradicional fecha de la caída
del Imperio Romano de Occidente en el año 476. También sería utilizado por los
bizantinos durante el citado siglo VI.
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Completo articulo Santiago, por el cual te adentras en la historia de un pueblo y en la religión de entonces; que aunque fuera falso el “cesarismo”; era necesario para la vida de sus habitantes. ¡Enhorabuena!.
ResponderEliminarCelebro que te haya gustado. Abrazos.
ResponderEliminarHola Santi. Magnífico y bien documentado. Todo un trabajo que me ha encantando. Saludos. Carmelo.
ResponderEliminarDurante siglos Roma fue la señora del mundo. De tu mano, nos hemos profundizado en la Historia de esta gran cilivización. Magnifica entrada, a mi me encanta.
ResponderEliminarEspero otras más.
Enhorabuena.
Un abracete.
Pues he perdido dos kilos hacièndola jeje. Enga un abracillo.
ResponderEliminarPues he perdido dos kilos hacièndola jeje. Enga un abracillo.
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