jueves

CUENTOS Y RELATOS

 


LA VISITA

 

 Se habían oído las once en la torre de la iglesia, y aun no había comenzado a desayunar bajo la sombra de la Parra cuando llamaron a la puerta.

Pensando en que le estaban fastidiando el desayuno, se levantó y con un paso cansado propio de los más de setenta años que ya llevaba sobre su espalda, se dirigió a la puerta de entrada tras haber dejado atrás la del patio. Ya en ella, descorrió el cerrojo y abrió, actitud esta que, hoy día tan sólo se usa en los pueblos, y no es que en ellos aún se tengan las puertas con trancas, que no, porque también hay puertas con mirillas pero son las menos y casi todas de gente de fuera que disfruta de una segunda residencia en la sierra para pasar el verano. Pero ya está bien de divagar y vamos a ver quién llama a la puerta de Feliciano y al que el momento le pilló tan mal. Y es que lo más oneroso de un desayuno es que o bien te tomes el café frío por culpa de una visita inesperada, o bien que al final y por cortesía aguantes el tirón y lo tengas que recalentar.

Todo fue abrir y encontrarse de lleno con Emeteria, una mujer ya mayor y que a diferencia de él, un eterno soltero por voluntad propia, desde que en su mocedad, estando novio con Edelmira, la hija del secretario del Ayuntamiento, ésta se había muerto debido a unas fiebres. En cambio, Emeteria, tan sola como él, era viuda desde que su marido, concejal de un Ayuntamiento considerado por aquellas fechas Popular tras haberse declarado el levantamiento en armas por una parte del pueblo en contra de la otra, y que hacía unos años había convertido a España en un país republicano y democrático por derecho, sería fusilado a la puerta de su casa, habiendo conseguido gracias a ideas de libertad, echar del poder a una monarquía instalada  desde aquella unión dinástica de los reinos peninsulares en los descendientes de los mal llamados Reyes Católicos.

Y allí se quedó clavado pues hacía varios años que, aunque solo tenían el saludo aún a pesar de vivir puerta con puerta, ninguno de los dos habría estado de visita mutua ni una sola vez. Así pues, ante esta perspectiva, tan sólo se le ocurrió ofrecerle si quería pasar, que estaba desayunando y que si le apetecía compartirlo. Ante este momentáneo y sorprendente descubrimiento, Emeteria se ruborizó hasta el extremo de que Feliciano fue consciente de ello aun a pesar de que en esta situación, al parecer, dejaba constancia de que jamás la había vuelto a vivir desde aquella vez en la que por primera vez cruzara unas primeras palabras con su prometida Edelmira.

Emeteria, mirando a uno y otro lado de la calle, pasó al interior sin mediar palabra. Una vez en el patio, y sentada sobre la silla de enea que Feliciano le ofreciera, aceptó un vaso con café al tiempo que expresaba su deseo de que él continuara tomando su desayuno antes de que se le enfriara.

Así, entre bocado y bocado, Feliciano le preguntó a qué se debía aquel cambio de actitud respecto a tan inesperada visita. Emeteria, volvió a ruborizarse, por lo que él, cortésmente y tomando una de las manos de la mujer, detalle este a la que ella no ofreció resistencia, comenzó a contarle su entrevista con el cura nuevo la tarde anterior. Al parecer, este joven sacerdote recién llegado a la pequeña iglesia del pueblo apenas unas semanas, y tras realizar determinadas visitas a algunas de las mujeres en la misma situación que ella, le había echado por tierra la fe que tenía cuando le dijo que varias veces al día hacía unas oraciones por el alma de Manuel, su marido muerto a manos de aquellos desalmados.

Tras escucharla con suma atención, Feliciano le confirmó que, a su juicio, el curita tenía razón al manifestar que los rezos tan sólo servían para la tranquilidad espiritual, pero no para que su marido se viera beneficiado con ello hasta el extremo de estar recibiendo sus parabienes, y que sin sacarlo de su memoria se dedicara a vivir, que aún le quedaban años para ello.

Tras un rato de profunda reflexión, Emeteria puso su otra mano sobre aquella de Feliciano que si parar la acariciaba a modo de consuelo. Aun, el hombre, sigue pensando que pasó aquella mañana durante su desayuno; el caso es que, sin saber cómo, le ofreció la posibilidad de vivir juntos el resto de aquel tiempo que les pudiera quedar a ambos.

Esta mañana y al frescor que permitía la sombra de aquella Parra, Feliciano no acabaría su desayuno sólo; está mañana lo estaba terminando sin tan sólo reparar en los bocados que se llevaba a la boca; no tenía más mirada que la que se estrellaba contra los ojos de Emeteria.

Del libro  III

 

 

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