EL CAMPO
Una noche más y envuelto en la terrible gelidez del norte de aquel campo de cuyo nombre no quiero acordarme, me sentí una vez más, hundido. Después de 125 días aún seguía preguntándome porque 550 hombres encadenados a la más terrible de las angustias y miedos, a la vez que de la incompetencia de algunos mandos, no acabábamos de rebelarnos contra un centenar de guardias. ¿Qué podía pasarnos? ¿qué cayéramos, en todo caso, unos pocos? Sin embargo, durante aquellos días, al parecer, y, desde mi sentir más profundo, no tengo más remedio que tachar aquellas actitudes de acomodaticia cobardía de mis propios compañeros.
Lamentablemente,
y producto de aquella estrategia que según aquellos mandos nos harían triunfar
en la operación que, según aquel coronel, al parecer, manifestó tener muy bien
organizada; el caso es que caímos en la trampa de una redada aún mejor organizada
que nuestra propia idea. El frío y el hambre atenazaba, mientras aquella gente,
acababa de organizar nuestra llegada, tras haber recorrido a pie y con los
brazos sobre la cabeza, sin poder tan siquiera realizar algún ejercicio con el
fin de poder calentar unos huesos a los que la humedad mordía con toda la
ferocidad de que era posible. Así, cálculo que debimos recorrer aproximadamente
unos ocho kilómetros por aquellos montes tan pelados como nuestros propios
estómagos; unos estómagos que protestaban, que rugían hasta doler por falta del
más necesario entretenimiento, que sería comer lo más indispensable.
Cuando los
sorprendidos fuimos nosotros pues no acertamos a comprender de donde salieron
con la prontitud que lo hicieron, la disciplina que pareció que a cada uno de
aquellos elementos de asalto los habían preparado de forma individual, y no
solo por cómo llegaron hasta nosotros, toda una compañía, y sin dar un solo
tiro; así nos vimos desarmados de todo cuanto llevábamos encima incluidas unas
latas preparadas y algunos alimentos basados en proteínas. Todo se lo quedaron.
Arrecidos de
frío y con un hambre atroz, nos tuvieron todo el día. Llegada la noche, un
Sargento larguirucho con más cara de niño que de feroz soldado nos dijo
mediante un megáfono que en un momento procederían a proporcionarnos unas
perolas en las que podíamos hacer algo de comida.
Una vez nos
sorprenderían al ver llegar unos carros de batea repletos de todas aquellas
latas que nos habían confiscado aquella mañana. Como pudimos y en razón del
hambre que nos acuciaba, fuimos abriendo cada una de las latas y vertiéndolas
en las perolas. El Teniente de mi compañía ordenó hacer un fuego con la leña
almacenada en diferentes lugares del campo y sobre una de las mallas metálicas,
al parecer, sobrantes de aquellas con las que cerraron el campo. Al lado de
estas se encontraban amontonadas un centenar de piquetas de las utilizadas para
la construcción de las vallas.
Mientras se
calentaba aquello que al final saldría como un manjar en forma de potaje, le
comenté al Teniente que transmitiera a nuestro Capitán la posibilidad de
hacernos con aquellas picas e intentar aquella noche sorprender a la guardia y
hacernos posteriormente con el resto de la fuerza existente y que al igual que
a nosotros también se les veía cansada.
Dos días
después aparecieron varios camiones cargados con soldados de refresco los
cuales procedieron al consiguiente relevo, así como otras unidades que
transportaban provisiones.
Durante esos
momentos, el comandante del campo le ordenó a nuestro Capitán que formáramos.
Una vez todos formados de manera disciplinada, se nos informó de que nos
organizáramos por nuestra cuenta con respecto de la utilización de los
barracones, así como de la descarga de todas aquellas provisiones que, debidamente
marcadas, venían destinadas para nosotros. Antes de acabar su pequeño discurso
sé nos advirtió de que mantuviéramos un buen comportamiento, y aseguró que
nuestra estancia en aquel campo, tenía la total seguridad de que sería
indefinida. Como así fue para la mayoría, pues yo conseguí fugarme tres semanas
después, y hoy, pasado el tiempo, estos recuerdos como si de un cuento se
tratara se lo estoy contando a mi nieto que pronto cumplirá su primer añito.
Él, me mira y se sonríe y yo aprovecho para correspondiéndole y mirando a
aquellos vivos ojitos celestes, pedir que no tenga que pasar por lo que yo
pasé…
Del libro III
Una vez más, Santiago sorprende gratamente con una versión literaria de cuentos y finaliza con su mirada en ese nieto y mirando a aquellos vivos ojitos celestes, pide "que no tenga que pasar por lo que yo pasé…"
ResponderEliminarQuerido amigo. Disculpa, pero no he entendido bien el final de tu comentario...
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