martes

CUENTOS Y RELATOS

 


CUANDO ASOMA LA GRACIA

 

La tempestad arreciaba cada vez con más fuerza, cada vez con más coraje, cada vez con más furia.

Aquél marinero, de pie sobre el Castillo de la Proa de aquella frágil embarcación, se sacudía violentamente cada vez que aquellos embates le desplazaban de su vano intento de mantener la Caña en la posición correcta para poder hacer frente a aquella horrible y –para él hasta entonces- desconocida tormenta.

Una y otra vez atenazaba la rueda, y esta, en un girar y girar desenfrenado, fuera de todo control escapaba escurriéndose de su manos.

Empapado por el fuerte aguacero, y desbordado por los golpes de la mar que, irrazonablemente tanto le entraban en cubierta por la banda de Babor como por la de Estribor, hacían inútiles sus titánicos esfuerzos por mantener aquel Velero equilibrado.

Miró hacia arriba en un acto de súplica rebelde…

Decenas de gotas, cientos de gotas, millares de gotas frías y desnudas, se abalanzaban sobre él, cejando el intento de vislumbrar un trozo de Cielo Azul, un trozo de Esperanza.

¡Aun mantengo los palos enteros! –pensó-.

En su dura lucha contra aquellos elementos, aun prevalecía el orgullo de un dominio. Era mucho lo que -pensaba- se debía así mismo... Había sido él el que quiso crear una nueva ruta, alcanzar una nueva meta, poder recibir nuevos honores…

La tarde iba cayendo pero él no la veía; el Sol continuaba su lento caminar hacia su Ocaso pero, él no lo veía. La noche sería lo que tuviera por compañera; la noche y la tormenta; la tormenta y la noche, y junto a ellas la mar embravecida. Ambas confundidas y aliadas, hacían su juego, un juego en el que aquél marinero no podía tomar baza alguna, estaba demasiado atareado en poner en orden: Caña y Velamen, Velamen y Caña.

Los vientos, escoraban el Velero hasta hacer besar la Cofa los abismos negros que las gigantescas olas dejaban al ir a chocar contra alguno de sus costados.

Una y otra vez golpeaban su maltrecho casco.

De pronto, el rugido del mar quedó tapado por el crujir de uno de los maderos. Las altas velas arrastradas en su caída sobre la cubierta, dejaron a la vista el palo mayor que a un metro de su altura había sido quebrado por el fuerte oleaje, por un desmedido golpe de la mar.

Ya eran pocas sus esperanzas, y mucha la negrura de aquel mar cada vez más embravecido; y él lo sabía, lo había sabido siempre pero, tenía que intentarlo, tenía, debía intentar una nueva ruta a través de la cual poder conseguir aquella meta, su meta…

Desafiando a la tormenta, tomó un cabo y se lo ató a la cintura. Colocó sus brazos y manos sobre la Caña y comenzó a sujetarla con todas sus fuerzas. El viento huracanado continuó golpeando a aquel Velero, golpeando las entrañas de aquél osado marinero.

Por aquellas costas, aun a algún viejo lobo de mar se le oye en la Taberna del Puerto una leyenda acerca de cierto marinero que fue encontrado exhausto en una de aquellas ensenadas, sobre la que se comenta: casi nadie puede llegar; de una que, al parecer, es como si estuviera guardada por peligrosos y afilados arrecifes que nadie vio nunca.

Lo más sorprendente de esa leyenda, es que según cuenta aquél viejo lobo, cuando después de las negras y tormentosas noches amaina el temporal, él, se asoma al malecón casi destruido de aquella vieja ensenada, y allí, a sus pies, y sólo a unos metros de profundidad cree ver la figura plateada de un desvencijado Velero, y es en ese momento cuando mirando fijamente hacia arriba, asegura como ese reflejo también se deja ver por entre el primer claro de Azul-Blanco-Celeste, que en el Cielo da entrada a un nuevo, tranquilo y espléndido día de Sol y calma total.

Del libro  III

 

 

 

 

 

 

 

 

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