LOS
CUENTOS
Es
posible distinguir entre dos grandes tipos de cuentos: el cuento
popular y el cuento literario, que en ocasiones no deja de ser
también popular.
El
cuento popular suele estar asociado a las narraciones tradicionales
que se trasmiten de generación en generación por la vía oral,
salvando el que el literario puede, con el tiempo, llegar a ser
también popular. Pueden existir versiones de un mismo cuento, ya
que hay cuentos que mantienen una estructura similar pero con
diferentes detalles.
El
cuento literario, en cambio, es asociado con el cuento moderno. Se
trata de relatos concebidos por la escritura y transmitidos de la
misma forma. Mientras que la mayoría de los cuentos populares no
presentan un autor diferenciado, el caso de los cuentos literarios es
diferentes, ya que su creador suele ser, aunque no siempre, conocido.
Cuento
1
CAMINANDO
CONMIGO
Había
pasado tiempo, mucho tiempo desde que lo vi por vez primera; desde
ese mismo momento y aunque no lo veía, lo presentía, presentía que
estaba a mi lado, junto a mí, hasta tal punto que llegué a creer
que era un desdoble de mi persona. El sol de la tarde me daba en la
espalda, y mirando al frente, hacia el suelo: dos siluetas se
enmarcaban sobre el terrizo camino.; dos siluetas que, curiosamente,
tenían la misma forma, incluso la larga sombra producida por el sol.
En
una mañana gris y oscura, como esas mañanas del otoño en que no se
sabe bien si es mañana o tarde, o si acaso fuera demasiado tarde
para ser mañana, paseaba por el viejo lugar, tan viejo, quizás,
como yo, viejo conocido, una especie de parque que lindaba con un
hermoso bosque en el que se encontraba, como nacida de su suelo, una
hermosa y verdeante roca ocupando su centro. Todos los días iba a
verla; era como un gran imán que me atraía, por lo que cada vez que
podía, mis pasos se dirigían hacia ella, tenía que verla, pues me
daba, continuamente, la impresión de que me hablaba en susurros
invitándome a verla una y otra vez.
Allí,
en aquel lugar, en aquella roca lo ví… Me acerqué, rocé la roca
con mis dedos y todo quedó en silencio, ya no se oían los sonidos
rumorosos del bosque, el trinar de los pájaros, el susurro del
viento, el murmullo de las ramas de los árboles al ser mecidas, el
deslizar de las hojas buscando el remanso del suelo boscoso; Sólo
oía el silencio, majestuoso aunque sutil, potente aunque leve,
espeso a la vez que delicado.
No
me dio tiempo a poder ver como, ni de que parte de la roca salió
pero, el caso es que salió como un torbellino, en silencio me rodeó
y comenzó a dar vueltas a mi alrededor; primero lentamente, después
rápido, más rápido, cada vez más rápido, y fue que, sin darme
cuenta, yo comencé a dar vueltas junto a él, los dos dábamos
vueltas y vueltas alrededor de la roca.
El
silencio cesó de repente; volvieron los trinos, los cantos, unos
cantos que me parecieron ancestrales, y los murmullos; dejé de dar
vueltas, caí al suelo… Me incorporé sobresaltado tras
despertarme; el sol me volvía a dar en la espalda. Ahora no sabía
donde estaba, ni que hacía allí, en aquel lugar, en aquel sitio que
me pareció desconocido… ¿Un lugar nuevo? Me pregunté. Tal vez un
lugar tan nuevo como yo; nuevo y desconocido… Tal vez tan
desconocido como yo.
Comencé
a caminar tomando una dirección cualquiera; caminé y caminé
durante no sé cuantos soles y cuantas lunas; un tiempo que se
sucedía el uno al otro ininterrumpidamente.
Mis
piernas ya no me obedecen. Ya no puedo más. Cambié muchas veces de
dirección con el fin de llegar antes, para terminar cuanto antes y
poder descansar…
Allá,
en la distancia está el final. Allá en la lejanía esta el
descanso. Comienzo a andar más y más deprisa y mi caminar se hace
cada vez más lento, más pesado, como si algo o alguien me estuviese
agarrando por detrás; como si alguien me quisiera parar.
Aun
estoy aquí, mirando el final; un final de horizonte inalcanzable
pero, mis piernas ya no pueden más y mi cuerpo no quiere avanzar, no
puedo caminar…
Volví
sobre mis pasos, sobre mis propios pasos, por el camino conocido; el
día se convirtió en noche, me adentré en ella, en la noche, en la
profunda y negra noche y ella me arropó con la ternura de su abrazo.
Allí
me quedé inmóvil, dentro de la noche, allí, en aquel lugar, en
aquel sitio donde antes había una roca, aquella roca que estaba
junto a mí, y que siempre presentí que caminaríamos juntos aunque,
la verdad es que siempre estuvo dentro de mí.
Cuento
2
MOMENTOS
NAVIDEÑOS
Aquellas
clásicas navidades revestían en Andalucía, sobre todo en Sevilla y
aun más en Triana, un carácter típico muy especial, armonioso y
desenfadado debido a aquel medio ambiente bajo un cielo sin par,
siempre alegre y simpático. Frondoso vergel de bellísimas flores
que al igual que en Primavera nacen en las macetas, en Invierno
emergen de la cara de cualquier mujer Trianera; flores estas debidas
a una atmósfera de pura y transparente claridad, y de un carácter
sevillano conservando en la actualidad una relativa alegría que al
fin y al cabo es el común denominador y su nota dominante.
No puedo por menos que recordar aquella alegre y a la vez típica
escena, la cual contemplé embelesado y que se desarrollaba en uno de
los tantos y queridos corrales de la Caba Trianera de siempre.
Ya la víspera de Navidad hacía presencia en nuestro ánimo, en
nuestras calles; recuerdo que era sábado, la noche aunque fría era
espléndida y en aquel patio rezumaba la algarabía.
Los vecinos deambulaban de un lado para otro enfrascados en la tarea
de colocar guirnaldas y un sinfín de farolillos de colores y
cadenetas de papel que para el caso todo venía bien a la hora de
adornar el patio del corralón.
Un grupo de guapas mocitas ensayaban en un lateral de las pilas de
uso común, vestidas con faldas de lana y toquillas del mismo paño
aunque de diferentes y alegres coloridos; tocaban panderetas,
palillos, zambomba y cántaro incluida, como es natural, la consabida
alpargata. Se veían de una riqueza tan alegre como extraordinaria y
encantadores modales, pues los destinos de aquellos villancicos no
eran para menos.
En medio de aquel jolgorio ambiental se respiraba el latir jubiloso
de aquellos corazones jóvenes y algunos menos jóvenes. Aquí, en
este lado de Triana que es la Caba de los Gitanos, ya se sabe,
cualquier fiesta sea de la importancia que sea, rápidamente se
asocia con la Esperanza, y por ello otro grupo se dedicaba a
embellecer el ya de por sí bello retablo que, sin duda alguna,
presidía aquel patio.
En un momento se cortó el bullicio del grupo que ensayaba cuando una
simpática y corralera voz lanzó al aire esta frase:
- ¡Ea,
niñas! Pa jasé tanto ensayo güeno, si teniendo ar niño a la
güerta de lasquina y esta Esperanza de mi arma que la veis puesto
como un canastiyo de flores entoavía no sa oio ninguna copliya.
-
Vamo a ve Anita, tú que ere er ruizeñó de la Caba, échate una
copliya de esa que para lo reloje.
-
Sí, sí; que cante Anita a la Vigen y endispué que le cante ar niño
aunque no haya venío entoavía.
Verdaderamente
Anita era la que cantaba mejor, pero no sólo eso, sino que además
de los dieciocho años, tenía un rostro ovalado que daba cobijo a
unos ojos negros rasgados, una fina nariciya y una boquita de labios
de carmín que podrían ser el emblema de cualquier batalla, amen de
un mata de pelo negro azabache como la misma noche.
No
se dejó Anita de rogar, y saliendo del grupo con la gracia
característica de la gente de Triana, se acercó al retablo, y de su
alma salió esta Soleá con verdadero estilo, y el compás propio
acompañado de su dulce voz:
¡Llena
el Corral de alegría!
Esperanza Soberana,
y con tu luz arma mía
ilumina a tu Triana.
Esperanza Soberana,
y con tu luz arma mía
ilumina a tu Triana.
-
¡Jui, la grasia! Viva tu mare, y ele to lo trianero.
Todos
estos piropos, y más por el estilo, resonaron al unísono, elogiando
la copla, la expresión y el sentimiento conque había cantado Anita.
¿Pero cómo se entiende esto en Triana, y más en el patio de un
corralón? Pues es muy fácil de entender: teniendo en cuenta que ahí
todo es bondad, ayuda y sana convivencia. Aquella copla había hecho
disparar lo que vino a continuación:
-
¡Anda, niña, venga con otra. -dijo una de las más viejas vecinas,
añadiendo: ¡Ay si yo tuviera tusaño!
-
¡Amo allá morena! Que pa ti es la noche, y esta la vamos a viví
como si ya habiera nasió er niño.
-
Po sea lo que uztede digan: aquí vamo a esta hasta que se acaben los
rescordos del baño. ¡allá va!
En
la Caba yo he nasió
y en ella quiero morí,
serquita de mi Esperanza
clavel reventón de Abril.
y en ella quiero morí,
serquita de mi Esperanza
clavel reventón de Abril.
-
¡Ele las mosita con salero! Viva Triana y la mare que te parió.
¡Vivaaaa!
Este
viva salió tan espontáneo, que igual que ocurría siempre al llegar
el alboroto a la puerta de la calle, no se podía, ni quería, evitar
el que algunos vecinos de otros corrales anexos, entraran a compartir
un rato tan delicioso a la luz de aquella candela, la cual se
presentaba ahora con llamas tan vivas, que daba la impresión de que
se había contagiado viendo tanta armonía y disfrute de los
moradores de aquel Corral.
-
¡Anda Carmeliya! Acompáñala, que tú también te canturreas
requetebién cuando quieres.
-
Eso, que cante Carmeliya ese Villansico que ella sabe der niño, y
que siempre está cantando en su partido.
Carmeliya
era otra joven de unos diecisiete años; morena y muy alta que
parecía tener un junco por cintura, y que era de las que tampoco se
hacían de rogar, por lo que se arrancó de esta manera:
Er
niño de la Vigen
viniendo está de camino,
pa jugá con la candela
aquí con tos los vesinos.
Viene a la casa de su mayore,
pa llenarla toa de sueños
alegría y resplandores.
viniendo está de camino,
pa jugá con la candela
aquí con tos los vesinos.
Viene a la casa de su mayore,
pa llenarla toa de sueños
alegría y resplandores.
¡Ay,
niño mio!
Bien sabes tú que deseo
el verte cruzando el río.
Bien sabes tú que deseo
el verte cruzando el río.
Sonaron
un sinfín de aplausos, acompañados de más piropos, cuando una
jovencita de pocos años dijo: ¡Güeno! ¿Pero que va sé, to cantá?
Po yo no sé cantá, pero sé bailá.
-
¿Y quien ta dicho a ti que tú no va a bailá? -dijo la abuela de la
chiquilla. Y añadió: Manolita, cántale argo a la niña; a lo que
la mencionada Manolita respondió: ¡ezosta hecho agüela, amos allá!
Y
mientras la niña hacía bailar a sus no muy ricas enaguas alrededor
de la lumbre, las llamas se reflejaban en algunos rostros agitanados
haciéndoles brotar el bronce de la tez, cual si del color de la
aceituna la noche tratara de hacer brillar.
Con
entusiastas vítores terminó el baile,el cual finalizaba siempre en
una artística postura frente al retablo de la Esperanza, que venía
a ser como un saludo para ella.
En
ese momento se abrió la puerta que se había quedado entornada y
apareció la figura de un guapo mozo de tez morena, cabello
ensortijado, y cuya altura y firmeza hacía temblar el dintel bajo
del cual dijo:
-
¡A la pa e Dio! -A lo que uno de los más viejos del Corral,
respondió: ¡Caramba, el “Caracoles”! Pos que él te guarde.
Adelante, y añadió: ¿Y cómo tú por aquí?
-
Pos ya lo ve uzte, casolidad. Pasaba serca y aloi er jaleo, me dije:
mesta jasiendo farta un traguiyo de aguardiente y echá un rato con
mis amigos.
-
¡Dale un vaso Manué! Y güeno, e de suponé, na ma suponé, que te
echará un cantecito de los tuyo, y no te se vaya orviá que en
nochegüena tesperamo como siempre con tus viejo.
- Ya
veremos, Heredia; los probes este año, no sé; es que la vieja
esta mu mala con eso de la calentura, pero en fin vamo a esperá a
pasao mañana a ve si pue sé. Y es que no estoy cansao de icirle a
los do que sí, que me paece mu bien que den su paseíto tomando er
so, que eso es mu güeno, pero que ya no tien eda pa está sentao
en la zapata tanto tiempo, caquello tie
mucha humedad y lo que jase es que aluego le entra la reuma.
Pa
que viá crusá yo er puente
si lo que quiero es Triana,
donde tengo toa mi gente
y a esa bendita gitana.
si lo que quiero es Triana,
donde tengo toa mi gente
y a esa bendita gitana.
Tan
enamorao de ti,
que me paese que ar mundo
sólo a venío pa sufrí.
que me paese que ar mundo
sólo a venío pa sufrí.
No ta dao cuenta mujé
que cuando cruzo tu calle,
me se escapa to er queré
y corriendo va a buscarte.
Ante
el profundo respeto que en Triana se ha tenido siempre cuando se ha
oído una Soleá bien hecha, y sobre todo sabiendo por donde iban los
tiros de aquella, los allí reunidos guardaron silencio entre
sonrisas y miradas a hurtadillas; sonrisas y miradas que hicieron
resplandecer aun más aquél rostro joven y gitano por quien el
Caracoles se bebía las esquinas quedándose al descubierto.
Merchita,
que así era conocida la morena y linda gitanita, se ruborizó hasta
el extremo de que una de las vecinas de más edad y ya vieja en estos
menesteres, sugirió:
-
¡Güeno, yasta bien de tanto paliqueo! Y a ve quien le canta arguna
cosiya a Rosariyo que está loca por bailá también.
Y
el Caracoles se arrancó por tangos de Triana y bulerías hasta que
una vez más las blanquecinas luces del alba comenzaron a inundar el
patio del Corral, donde el color de las cenizas se confundieron con
los cansados rostros de aquellos vecinos payos y gitanos unidos en
armoniosa convivencia.
Al
día siguiente ya había nacido en Triana un niño diferente, pues
era mezcla de todas las razas conocidas.
Cuento 3
DOS
CALENTURAS
Eran muy buenas
amigas. Siempre andaban por los mismos lugares, con los mismos
entretenimientos por lo que se veían a menudo, muy a menudo. Cuando
llegaba el Invierno rara vez no se encontraban en alguno de aquellos
establecimientos tan sobrios, pero tan alegremente decorados por
dentro, y se contaban cuantas experiencias y peripecias habían
vivido durante el verano. El verano, sobre todo para ellas, era una
tortura pues apenas tenían de que abastecerse, apenas nadie les
ayudaba en mantener su existencia.
Corría el mes
de Diciembre cuando tras una breve separación involuntaria, desde
luego, que habían tenido durante el Otoño a consecuencia de unos
disturbios medioambientales, se volvieron a encontrar a la salida de
una gran ciudad la cual desde la lejanía apenas se podía divisar
dada la gran cantidad de partículas que como si fuera estar nevando
la envolvía, por lo que sus habitantes hacían cantidad de rogativas
para que de una vez por todas se acabara aquella sequía, y que la
lluvia salvadora limpiara aquel ambiente tan enrarecido. Y al fin
llovió.
Tras el saludo
de rigor, ambas amigas se miraron la una a la otra, como si
estuvieran analizándose, pues cada una de la otra, aseguraba
encontrarle “muy mal aspecto”, y era del todo lógico, ya que su
natural era que llegado ese tiempo tuvieran de manera constante
imagen semejantes.
Echaron a andar
por uno de los caminos a través del cual se abandonaba aquella
ciudad ahora tan peligrosa, a la vez que tan moderna pues con tantos
adelantos allí, pensaban, no tendrían gran porvenir por lo que sus
quehaceres duraban bastante poco, aunque a decir verdad, conocían a
algunas colegas que disfrutaban de ella. Ellas también pero, había
llegado un momento en el que tras reflexionar sobre las grandes
pláticas mantenidas, ya no se encontraban muy a gusto con aquellas
situaciones, al menos una de ellas, al parecer no tenía muy claro su
porvenir.
Y así, entre
tanta divagación, tanta duda sin saber que carta elegir, y viendo
que la noche se les echaba encima, se les encendió la bombilla y…
¡eureka! Tomada la decisión mediante el consenso de ambos,
naturalmente, se dijeron que al día siguiente saldrían, de aquel
que en la oscuridad les parecía un pequeño pueblo, a la búsqueda
de nuevos y nutrientes aires.
Apenas faltaba
una legua para llegar al pueblo que les cogía de paso, cuando una de
ellas dijo: Esta noche la pasaré arriba en la montaña, pues he
visto a un cabrero que subía por la vereda que hemos dejado atrás,
y eso quiere decir que ha bajado al pueblo por algo que se le habría
olvidado esta mañana. Bueno, le contestó la compañera. Yo me voy a
dar una vuelta por el pueblo. Mañana nos encontraremos en la Plaza,
junto a la fuente, y así seguiremos el camino hacia, de momento, no
sabemos donde…
A la mañana
siguiente, la que era más valiente, optimista y consecuente, ya
cansada de esperar pensó en buscar a la compañera por lo que
comenzó a recorrer las calles del pueblo. Aun no había clareado por
lo que en algunas ventanas se veía luz. Curiosa, se asomó a una de
ellas y, ¡oh, sorpresa! Allí estaba su compañera, en la cama, con
la hija, precisamente, del boticario del pueblo que no hacía más
que arrimarle, porque se encontraba acatarrada desde que anocheciera;
que si una pastillita para la cabeza, que si un jarabe para la tos, y
sobre todo un vaso de leche calentita y un chorrito de coñac para la
calentura.
Cuando ésta
miró hacia la ventana, y vió a la compañera al otro lado de la
reja, haciéndole unas señas le dio a entender que ella no cambiaba
aquello por todo el oro del mundo, que aquello era gloria bendita y
que de allí no se movería, que el pueblo era muy grande, con una
buena y surtida Botica, unas gentes dedicadas al ganado vacuno y
además un despacho de vinos y licores al lado, que más podía
pedir, mas aun, teniendo un clima tan irregular.
La
compañera lo entendió perfectamente, y aunque se entristeció un
poco al tener que seguir sola, se alegró, ya que comprendió que lo
suyo no era acometer aquella locura de cambiar de “profesión”.
Lo suyo era encontrar algo semejante a lo que su compañera había
encontrado, y que en esos momentos tanto estaba echando de menos…
EL
FRÍO
Aquel
día, como tantos otros, estaba situado en mi altozano, vigilante y
atento. Sabía que iba a venir, sabía que iba a llegar. Recibí una
llamada, una llamada extraña, muy extraña, una llamada única, como
cuando el viento llama hasta que aparecen las nubes, como cuando el
viento llama hasta que aparece la lluvia.
Seguí
esperando, vigilante y atento, hasta su llegada, no sabía cuanto
tiempo tendría que estar allí, no lo sabía pero, esperé situado
en mi altozano hasta que llegó la noche.
Amaneció
con un sol anaranjado y fuerte que poco a poco se fue volviendo
rojizo, más y más rojo, hasta convertirse en amarillo y después en
un blanco brillante.
Volvió
la noche, fría, espesa y negra. El frío era tan intenso que me
convirtió en frío. Pasó la espesa y negra noche. Convertido en
frío, temía que viniese el amanecer, temía que viniese el sol,
temía que viniese el día. Poco a poco comencé a apreciar la
llegada del día, porque un poco de calor entró en mí, un poco de
calor entró en el frío, y una leve luz inundó el sitio, aquel
sitio donde me encontraba, vigilante y atento.
Otra
vez la noche, otra vez el frío. Quizás durante el día, durante el
largo día también fuera yo, también fuera el frío, pero me
gustaba la noche, porque el frío me convertía en frío.
Un
día, durante mi espera, entre el sol y yo, el sol anaranjado, el de
la mañana, se extendió como una larga y blanca alfombra, como un
largo y blanco camino que se elevaba desde el altozano. Empecé a
ascender, a subir despacio, tan despacio que me pareció que era la
alfombra la que se movía y no yo; me empujaba inexorablemente hasta
el sol, a mí, al frío. Poco a poco aquella esfera anaranjada se iba
acercando más y más, cada vez tenía menos frío, cada vez era más
pequeño, cada vez estaba más cerca del sol, cada vez estaba más
lejos del frío. La alfombra de prisa, más deprisa. El disco
naranja, rojo, la alfombra deprisa, el disco rojo, amarillo, deprisa,
más deprisa, el disco amarillo, blanco, deprisa más deprisa hasta…
Estaba
en el disco, dentro de la esfera incandescente, yo, el frío, en el
disco blanco, fundido y aprisionado en él.
Había
estado esperando allá arriba, en mi altozano, vigilante y atento la
llamada, pero no había acudido… había ido yo hacia ella…
Cuento
5
EL
ORO DE LA VERDAD
El
Príncipe Gúnterof y su esposa Ainnia, no formaban un matrimonio
corriente. Estaban compenetrados en todo y no se guardaban ningún
secreto. La docilidad, la obediencia absoluta al esposo, tal cual le
habían enseñado sus mayores, cualidades que le predicaron antes de
casarse, habían sido la iniciación de un hogar en el cual el esposo
era el único eje.
El
Príncipe reunía tantas cualidades personales, que el aceptarla a
ella por esposa, era concederle el mayor de los honores...
Y
Ainnia fue a la boda dispuesta a complacer en todo a su esposo y
Señor. Y su cariño, su habilidad en tratarle, su intuición en
aconsejarle cuando había que que tomar graves decisiones, su
discreción y los hijos sanos, fuertes y hermosos que ella le fue
dando, hicieron que la vida conyugal resultara muy dichosa para
ambos.
La
absoluta compenetración entre ambos esposos era muy feliz y dichosa.
Y en aquellos remotos tiempos en que la mujer, por tradición,
quedaba anulada; en que no se le tenía en cuenta, la conducta del
Príncipe resultaba un tanto extraña. El apuesto y gallardo
guerrero, uno de los hijos del rey Rodolfo, el hombre admirado por su
valentía y su sagacidad, por su tesón y su rectitud, no tenía el
juicio de quienes le escuchaban cuando con toda nobleza expresaba que
su mujer era algo tan suyo, tan inherente a él, que le consultaba a
menudo y se enorgullecía de ello.
Todos
los que se encontraban a sus órdenes; todos aquellos que tenían que
prestarle apoyo en sus empresas (lo mismo los que aportaban sus
fortunas para que pudiera realizarlas, que los que le seguían en
ellas dispuestos a jugarse la vida), sabían que su esposa jamás
confiaba a sus hijos, a sus familiares, ni aun a sus más íntimos,
ninguno de los proyectos o confidencias que les fuera manifestada por
su esposo. A su inteligencia se unía una discreción inigualable.
La
esposa salió un día a recibir a su marido. Ella sabía que el rey
le había mandado llamar para una consulta importante. Le hizo la
acostumbrada reverencia, y luego le miró a los ojos. A través de
ellos adivinó que algo trascendental tenía que decirle:
-
Mi padre, el Rey, querida esposa -inclinóse reverentemente como era
la costumbre en aquel país al nombrarle-, me acaba de distinguir
concediéndome el honor de que emprenda la reconquista de la región
de Braslavia, donde se ha alzado un grupo de rebeldes, ayudado por
unas gentes que han venido de tierras tan lejanas como extrañas...
-
¿Qué te parece, esposa mía?
-
Qué triunfarás, esposo mío. No me cabe la menor duda -contestó la
esposa sin el más mínimo gesto de vacilación-. Serás un héroe.
El
Príncipe, sintíose muy reconfortado. De sobras conocía la
prodigiosa intuición y los aciertos de su mujer. Nunca se había
equivocado en sus predicciones por muy complejas que estas fueran.
-
Tengo que prepararlo todo para que antes de que comience la época de
las tormentas, nos hayamos echado a la mar y podamos poner pie de
nuevo en aquella nuestra tierra que habremos de reconquistar, pues no
podemos perder tiempo.
-
¿Dime a quienes he de mandar a buscar para que te acompañen, y
ayuden en tan difícil campaña? -dijo la Princesa-: Me refiero,
desde luego a tu personal de cámara.
No
era la primera vez que ella también colaboraba en aquellas luchas
que, en ocasiones, la ambición hacía que estas existieran en
algunas de las más lejanas regiones.
El
Príncipe, su esposo, se sentó sobre un escabel, y después de
acabar de escribir le pasó a su mujer un papel.
-
Toma -le dijo-. Aquí tienes una lista con los nombre de mis más
fieles ayudantes. y otra también en la que he puesto a físicos y
armadores y de la que se hará cargo el General. Ellos me acompañarán
en esta campaña, pues en ellos he depositado siempre mi confianza.
Así
la populosa población que gobernaba el príncipe Gúnterof, fue el
centro donde iban trazándose los planes; organizándose la
estrategia a seguir y repartiéndose el trabajo que a cada uno habría
de corresponderle. Se eligieron los jefes más expertos en mandar las
diferentes mesnadas, los cuales y como primera misión habría de ser
la de elegir a los mejores entrenados, y así mismo adiestrar sobre
la marcha a los muchos voluntarios que deseaban estar al lado de su
Príncipe en aquellos días. Eran en su mayoría campesinos que
habían bajado de las montañas, y venido desde los valles y aldeas
cercanas pertenecientes a su región.
Había
que prepararlos para la guerra pues si bien es verdad que eran
hombres fuertes, jóvenes y duchos en las duras labores de la tierra,
dejaban bastante que desear en el manejo de las armas. Pero, ellos
querían ayudar fuera como fuese. Y así, los jefes, con cariño,
comprendiendo la tarea que habría de llevar a cabo, daban órdenes y
más órdenes, sobre todo a aquellos encargados de enseñar a muchos
de los voluntarios, al trabajo propio que exigía la navegación y
cuyos ejercicios requerían no sólo de astucia en el desembarco,
sino en la pericia ante costas de difícil acceso dado lo abrupto del
terreno, los arrecifes, los acantilados y hasta las defensas
naturales, y otras fabricadas por su padre el Rey, casi imposibles
de salvar y que se enclavaban por docenas cercanas a las costas.
El
Palacio de los Príncipes, las mansiones incluidos sus fabulosos y
amplísimos parques ajardinados junto con sus bosques fueron el
Cuartel General de todo aquel ejército que habría de formar en tan
arriesgada expedición, sin que se oyese ni una sola queja, ni la más
mínima protesta o murmullo por parte de los voluntarios ya que estos
no se esperaban tan trabajada y fatigosa instrucción.
Tanto
el Príncipe como la Princesa, estaban todo el día pendientes de los
más mínimos detalles. Cuidaban lo mismo de los que fabricaban el
armamento, así como los armadores y contramaestres en referencia a
sus labores como navegantes. Instalado en la nuevas viviendas
provisionales que se levantaron en la villa, estuvieron atendidas,
como atendidos estuvieron todos los guerreros por orden del Príncipe
quien le pidió al pueblo que a ellos no les faltara de nada ya que
estos sería la vanguardia, la tropa de choque que habría de ser la
que abriera con sus poderosas lanzas los primeros ataques una vez
desembarcados.
Como
Ama de casa experta, que no sólo atiende a lo cotidiano, sino que
previene de peligros y dolores tanto en su familia como en la
servidumbre de Palacio, iba organizando, a la vez que ordenando y
empaquetando material de primeros auxilios y curas: apósitos,
vendajes, desinfectantes, anestesias caseras así como sus remedios
para aquellos voluntariosos guerreros que cayeran heridos durante las
batallas que preveía se iban a producir, y que tuvieran el auxilio a
sus posibles heridas lo antes posible y de la forma más conveniente
por parte de los médicos que los acompañaban, pues no todos podrían
regresar vivos de aquellas expedición, ni todos iban a poder
regresar ilesos.
-
¡Cuánto voy a notar tu ausencia, esposo mío! -dijo la Princesa un
tanto circunspecta-. Y cuánto voy a echarte de menos durante las
noches.
-
Mi pensamiento siempre estará contigo, mi Reina -respondió el
Príncipe al que se le notaba un cierto aturdimiento-. Yo también te
echaré de menos a cada momento.
Una
idea cruzó por la cabeza del noble Príncipe...
-
¡¿Y por qué, pensándolo bien, he de prescindir de tu presencia?!
-dijo el Príncipe abriendo mucho los ojos.
-
¿No querrías acompañarme? -insistió tras unos segundos observando
el posible gesto que se manifestara en el rostro de su esposa-. Yo
desearía que estuvieras a mi lado.
-
Complacer tus deseos ya sabes que es mi mayor alegría. Y presiento
que te podré ser muy útil en esta campaña, y de seguro poder
ayudarte en algún momento.
-
Pues me alegraré que vengas conmigo si mi padre el Rey me concede
esa gracia, que espero que así sea, pues contigo junto a mí mis
fuerzas no flaquearán jamás.
-o0o-
Ya
en el Palacio del Rey Rodolfo, y ante éste se vio compensada la
espera que hubo de soportar ya que su padre se encontraba despachando
con su Secretario, y siempre dio órdenes de no ser interrumpido en
las cuestiones de gobierno. No obstante, cuando fue llamado a su
presencia, el Rey, atendida la petición de su hijo se sintió
satisfecho con la petición. Conocía muy bien las cualidades de su
nuera, las virtudes de la esposa de su heredero, y comprendió que
bajo su atenta vigilancia, sus cuidados y los servicios de socorro
organizados por ella le tranquilizarían durante su ausencia al saber
que estaría atendido con la máxima prudencia y perfección.
Así,
la tropa, fiel, guerrera, bien organizada y disciplinada, experimentó
una más que inmensa satisfacción al conocer la noticia, y un
orgulloso y supremo sentimiento corrió por todo el campamento con su
llegada. Sabían perfectamente que por primera vez en una campaña
bélica, su Princesa iría acompañando al Almirante de la Flota, a
su esposo el Príncipe. Era para ellos muy importante el que ella, su
futura reina, fuera vista junto al ondeante gallardete real de la
nave Capitana.
Con
la óptima marea, al zarpar la numerosa y empavesada Flota, fue
aclamada y otorgándosele el máximo de los honores: El poder izar
sobre el más alto de los mástiles el pabellón Blanco como la
nieve, del Rey, y en él, bordado un Sol en memoria de la diosa
Rakfty, las gentes que ocupaban los muelles y las playas, las
tripulaciones, los altos cargos y dignatarios reales y de la corte
que habían ido a despedirlos, entonaron cánticos guerreros
acompañados de los sones de trompas y atabales que los hacían
vibrar con sus vibrantes a la vez que ensordecedoras notas.
El
mar, inmenso, aunque tranquilo y suave mostraba un camino que podía
llevarlos a la derrota, al cansancio, al fracaso o a la victoria, a
la consagración de lo más alto anhelado: la fama por su propia
fuerza y de la que su pueblo siempre había dudado, pues nunca lo
tuvieron como hombre excesivamente audaz y valiente.
El
mar, se definió, pronto varió su aspecto apacible para convertirse
en una bestia altiva y brava, aunque su naturaleza noble, siempre
confundió al hombre ante el fantasma de su propia ignorancia: los
elementos no jugaban en la Naturaleza un papel por casualidad. La
bravura poderosa de la mar recurría a toda clase de formas con las
que sorprender a bisoños y expertos en el arte de la navegación con
el fin de atemorizarlos una vez concebida la idea de, audazmente,
surcar sus aguas.
Fue
llegado el momento en que la sorpresa inesperada ante aquel brusco
cambio de tiempo, en el que las furias se desataron convirtiendo
aquellas olas en auténticas montañas de peligrosas espumas que,
formando torrentes y cascadas elevadas como el mismo cielo, se
abatían sobre las embarcaciones en espeluznantes estallidos, que
hacían crujir las cuadernas como si de costillares humanos se
tratara ante la embestidas de una manada de búfalos.
Teñidos
de Negro, los nubarrones se esparcían por el firmamento, cegando de
esta forma cualquier intento de encontrar la derrota esperada por los
pilotos y capitanes de las diferentes naves.
Sonidos
estruendosos, rugientes y atronadores destrozaban los tímpanos,
impidiendo la recepción de las órdenes dadas de forma oportuna con
el fin de sortear los mil y un peligros siempre al acecho tras la
monumental ola cambiante. Rayos que provocaban el fuego y la muerte
se lanzaban contra las jarcias, el velamen y sobre todo aquello que
se encontrara en uso de aparejos para las cubiertas.
Llegado
a un punto el desconcierto se hizo presente, Comenzó ha hacer
estragos entre la marinería. La serenidad y la pericia del Piloto de
la nave Capitana bajo las órdenes del Príncipe, lograban sortear
los embate del mar, al mismo tiempo que evitaba el amotinamiento por
parte de una tripulación , cuyo desaliento prosperaba viéndose
inmersa en unas calamidades para las que no estaban preparados en
razón de las ilusiones que les habían imbuído antes de partir,
aunque todos comprendían que su resistencia acabaría doblegando a
no tardar a los elementos, cuyas furias convertidas ahora en sus
aliados, y en razón de sus fuerzas naturales, acabarían anulando
con sus esfuerzos y tenacidad lo que más tarde sería considerado
como audacia.
-“Las
furias se han desatado contra nosotros” -pensaba el Príncipe-. Y
es preciso aplacarlas.
Los
contramaestres, jefes y marinería, y cuantos componían la
expedición a quienes se había confiado una empresa que, de
triunfar, tanta gloria proporcionaría tanto al Reino, y a su cabeza
el Príncipe, como a todos aquellos valerosos guerreros y campesinado
voluntarios que en en ella hubieran intervenido.
-
Es de vital importancia el que alguien haga algo por calmar a los
desatados elementos -dijo la Princesa a su marido -. Es necesario que
hagamos una ofrenda a los dioses de las aguas, de las tormentas, de
los huracanes, galernas y rayos; de la ira, del odio; Y que los
invasores vean lo que hacemos por nuestras vidas, y que estimamos el
triunfo en favor de nuestra raza y nuestras creencias, y sobre todo
que a todo renunciamos con el fin de lograr que nuestro Rey sea
obedecido y respetado-. Y continuaba-:Es necesario que comprendan que
nuestra existencia no importa, que lo importante es la hazaña y el
postrero triunfo. Y para que dejen de saciar sus odios sobre otros
seres humanos; yo misma, por ello ofrecería mi vida, y tú esposo
mío, conseguirás el triunfo; cumplirás la misión encomendada para
gloria de tu casa, tu nombre, ejemplo de tus hijos y orgullo de tu
padre, el Rey, tu pueblo, y de aquellos que hereden tu sangre de
héroe; esa sangre que tras las batallas dejarás sobre la huella de
tus pisadas la marca imborrable de la hermosa tierra Braslaviana.
-o0o-
Ahora
la tripulación, entre cortinas de agua, podía ver con nitidez el
rostro de su Princesa cómo, aunque chorreando, por sus mejillas
corrían lágrimas de aguante, mientras que mirando hacia arriba,
todos con ella observaban como el cielo no era capaz de comenzar a
abrirse en abanico y hacer de la lluvia unos finos encajes, y así
comenzar a aclararse el tiempo a través del cual, el Sol hiciera
intentos por dejarse ver, mientras que poco a poco hasta él iban
llegando los tristes cánticos de la marinería amarrando aun con más
fuerza, si cabe, de nuevo los aparejos de la cubierta.
La
Princesa habló con tal firmeza y enfatizando sus palabras, que
quedaba claramente reflejada en su rostro la decisión que la
animaba. Su mirada relucía, pero, sus palabras no pudieron seguir
brotando. Un trozo de grueso palo, cuya finalidad era sustituir a
otros en caso de necesidad, se había soltado de sus amarras yendo a
golpear a la Princesa en la cabeza la cual perdió el conocimiento,
sin embargo durante el tiempo que estuvo con la conciencia perdida,
el Príncipe y algunos de los jefes la oyeron hablar en estado
semiinconsciente...
-
“Sí, esposo adorado; ahora comprendo porque los dioses buenos
quisieron que te acompañase. Ellos me guiaron hasta aquí. Tú, eras
el predestinado para la victoria, pero, algo tienes que hacer, algo
has de sacrificar para que esta se alíe contigo y así poder
conseguirla. Y mi orgullo y mi alegría en este momento, es que estoy
aquí, a tu lado, contigo, para servirte en la medida que sea
necesario... ¡no es un sacrificio estéril! -decía la Princesa y
continuaba-: Es mi vida, para que así la tuya alcance la cima, lo
más alto que te deparó tu nacimiento... ¡Mi vida, y la tuya,
esposo mío, son una sola! Aunque yo me vaya a aplacar a las furias
tempestuosas del mar para evitar más calamidades, no temas por mí.
Yo me quedo en tu corazón, en tus pensamientos, en tus brazos para
que no decaigas jamás... Sólo mi cuerpo entregaré a la fiera
marina, y te aseguro que la calmará.”
El
Príncipe, cuando su esposa recobró el conocimiento, preguntando
dónde estaba y que había ocurrido, la miró profunda y tiernamente.
La estrechó contra su pecho y le habló dulcemente:
-
Querida esposa. Qué orgulloso estoy de ti y de esos deseos que aún
en tu ausencia has pretendido llevar a cabo con tal de salvar una
grave situación y de la que no conseguimos salir, aunque justo es
reconocer que un nuevo y aun más grave peligro nos acecha en esta
travesía... ¡Cuánto te amo! Y aun en sueños has dicho bien las
furias deben ser aplacadas, pero no de la manera que has
exteriorizado... Por eso no voy a consentir que te lances al mar tu
sola, y mucho menos sin que yo dé a tu conducta el realce que la
misma se merece: Mis tapices y estandartes serán descolgados de mi
camarote de mando, los cofres que contienen las más delicadas y
valiosas joyas; las alfombras de los camarotes de mis jefes y
oficiales te servirán de lecho, para que al caer tu cuerpo sobre las
turbulentas aguas te sepulten en el Océano, dándote la entrada que
merece tu gesto. Y cuando todo se hunda, cuando todo desaparezca, que
a tu presentación ante los dioses malignos te acompañe el honor que
te mereces.
Y
abrazados aún, se miraron intensa, dulcemente, antes de que el
Príncipe ordenase quedar a solas con sus capitanes de más
confianza.
Pronto
corrió la noticia entre las naves a través de las banderolas de
señales que el señalero de turno se encargó de llevar agitándolas
con más entusiasmo que nunca. Así la noticia fue transmitida de
embarcación en embarcación... Y un hálito de pesar a la vez que de
confianza se extendió sobre cada una de las cubiertas de aquellas
naves. Pesar porque la esposa del Príncipe sacrificaba su vida por
todos ellos; confianza, porque presentían que las furias desatadas
de los dioses exigían un sacrificio humano, una víctima, y no
permitían el avance de las naves sin cobrarse su tributo.
Sobre
el encrespado oleaje fueron lanzados tapices, alfombras, cofres y
joyas, y, ¡oh, milagro, sorpresa!. Justo en ese momento, todos
pudieron apreciar como todo quedó de momento ordenado en el espacio
que ocupaban aquellas prendas. Un espacio en el mar, y en el que las
aguas quedaban apaciguadas, lisas y mansas mientras iban recibiendo
unas tras otras las piezas que allí depositaban los hombres de a
bordo.
Se
pudo contemplar cómo en aquella especie de plataforma comenzaba a
emerger una fuente de luz tan diamantina como el propio Sol, y cuya
luminosidad perfilaba cada uno de los objetos de forma cristalina,
dando a los cofres con sus joyas un brillo radiante que hicieron
posible el que de las profundidades emergieran al mismo tiempo
melodías las cuales se dejaban oír por todo el entorno.
La
Princesa, desde lo alto del Castillo de Proa, serena, bellísima,
vestida con sus mejores galas, miró al Blanco pabellón Real de la
nave, que le infundió fe en el triunfo por el cual ella se
sacrificaba; y luego miró, feliz, confortadoramente a su esposo,
como dejándole toda su vida, sus ilusiones y su amor eterno.
Ya
sólo quedaba el cuerpo! ¡Sólo quedaba la materia! Sin vacilar
avanzó por la Amura, y sus pies aletearon en el espacio. Solemne,
sublime, grandiosa, su figura, cual mariposa salida de un cuento de
hadas, voló para quedar en reposo sobre las alfombras, los tapices
de finísimas urdimbres realizadas con los más deslumbrantes hilos
de oro y sedas, la joyería... Y a su peso, de un modo lento,
majestuoso a la vez que ceremonioso y trágico, fue su cuerpo
hundiéndose en las aguas, mientras a bordo de las naves los heraldos
tocaban sus trompetas de largos tubos, y las olas fueron apaciguando
su fuerza y su furia, calmando su bravío ímpetu. Así, los navíos
hasta hace poco agitados y en peligro, avanzaron ahora sobre un mar
en reposo y un viento favorable imposible de describir.
Asombrados
ante esta decisión, amor, arrojo y valentía, los hombres marinos y
guerreros vieron, con lágrimas en los ojos, cómo su Princesa daba
la vida por la gloria de su esposo, de su Rey y de su reino, y por
afinidad por la de ellos.
El
Príncipe y sus hombre al advertir que las aguas ya se volvían
mansas, y que el viento ahora se hacía cómplice de su deseo de que
todo tuviera un buen fin; que en el cielo asomaban las primeras
estrellas, y que no habían vuelto a ver desde que abandonaron sus
costas, experimentaron una seguridad que hizo siembra fructífera
entre las distintas tripulaciones. ¡El triunfo estaba próximo! La
intuición y el sacrificio de la Princesa había hecho comprender que
los dioses apetecían una víctima tan inocente como resignada y
noble.
¡La
victoria no tardaría en llegar! Y, cuando siete días más tarde, en
un mar que seguía en calma y sin ser abandonados por aquellos
favorables vientos que empujaban dulcemente cada uno de los navíos,
la costa, su costa, el Príncipe llamó a asamblea a todos sus jefes
y capitanes, y con su voz ahora más pletórica y abonada por la
seguridad de sus sentimientos, firmemente les anunció:
-
¡Tenemos que vencer, y venceremos! ¡El pabellón del Sol de la gran
Braslavia ha de estar en su lugar de siempre, en la parte más alta
de la costa y que ahora ya divisamos! ¡Por el Rey, por hacernos
dignos de él, con la ayuda invisible pero real de mi esposa, de la
Princesa Ainnia que siempre estará en nuestros corazones...! ¡A la
lucha!
Jamás
el Príncipe desde su calidad de guerrero había arengado a sus
tropas de aquella manera. Sus palabras de aliento fueron un estímulo
sin duda desconocido. Los guerreros, los jefes y capitanes, se
sintieron estimulados con aquel ímpetu absolutamente inusual. Lo
mismo que la Princesa había calmado con su sacrificio la furia de
aquellas aguas, su arenga les infundía un valor sin límites.
-o0o-
Arribados
a la costa, el Príncipe, al poner el pie sobre la arena de aquella
playa tropezó con un diminuto objeto. Se inclinó para recogerlo, y
cuando lo tuvo en la mano... ¡oh, sorpresa! Era uno de los
peinecillos de oro y nácar que su esposa había llevado para recoger
su hermoso cabello antes de dejarse caer sobre la encrespada mar. Por
ello, el Príncipe pensó en que ella estaba presente en aquel
crucial instante. ¡El mar había depositado en la playa el recuerdo
de su esposa... clara demostración de en cuánto había influido su
sacrificio! Los vaticinios de su esposa se habían cumplido una vez
más.
El
Príncipe mostró en alto aquella pequeña prenda, y una corriente de
simpatía, agradecimiento y entusiasmo, se extendió por el
ejercito... ¡Mi esposa está con todos nosotros! -dijo con voz
suficiente para que ello fuera oído más allá de los confines del
mar...
Y
todos, jefes y guerreros, se lanzaron al ataque cegados, convencidos
de su destreza y de su valor; ahora nada temían ni nada los iba a
detener, para ellos la protección de su Princesa aunque invisible
era más que manifiesta.
Y
salvaron arrecifes, vencieron escollos, murallas así como con el
manejo de las espadas y las lanzas, de las flechas y las piedras
lanzadas con grandes correas a modo de hondas las cuales iban
impregnadas de aceite las cuales al igual que las flechas era
incendiadas.
El
pabellón Real, brillando al Sol, ondeaba en el lugar que siempre
tuvo reservado, y tal cual había ordenado el Príncipe. Quería que
esto fuera así antes de que la luna saliera para ver la victoria
absoluta de sus hombres sobre aquel pueblo bárbaro que, llegado de
tierras extrañas y unidos a los rebeldes, quisieron adueñarse de un
vasto territorio del reino Braslaviano. La rendición fue absoluta y
sin condiciones.
Dejada
las leyes que le ordenara su padre, el Rey, para cada uno de los
pueblos de aquella parte del reino en manos de los nobles que lo
acompañaban, y que serían los que provisionalmente se harían cargo
de las diferentes gestiones de gobierno, embarcaron de nuevo para
regresar a la capital. Había transcurrido un mes desde que se
produjera la tan ansiada victoria, tiempo que el príncipe estimó
más que suficiente para que los hombres descansaran y que los pocos
heridos fueran debidamente atendidos.
La
travesía se realizó sobre una balsa de aceite; el mar templado y
suave dio a los hombres la posibilidad del entretenimiento con la
pesca, y así entre risas entusiasmadas y cánticos, arribaron a
aquellos muelles de los que pensaron por algunos momentos tiempo
atrás que jamás volverían a pisar. Muchos ojos se anegaron de
lágrimas al contemplar en la cercanía, cómo una ingente multitud
se arremolinaba sobre las tablazones para, entre griteríos
ensordecedores, cantos y pañuelos al aire, dar la bienvenida más
cálida a los héroes de aquella hazaña.
Fueron
tumultuosos y llenos de sentimientos los distintos encuentros con los
familiares; todo eran abrazos y felicitaciones ante las noticias que
corrían, en las diferentes partes del muelle a donde iban atracando
nave tras nave, acerca de que la región había vuelto a la
normalidad y de que aquellos familiares que allá tuvieran allegados,
estuvieran tranquilos pues todos se encontraban bien y fuera de
peligro.
Atracada
ya la última de las naves, y encontrándose todos los jefes y
capitanes en perfecta formación, no así a la marinería a la que se
le había dado absoluta libertad por orden del Rey a través de las
señales de banderas, debido al conocimiento que le transmitieron de
que la victoria había sido rotunda gracias al valor de aquellos
hombres, y con su Príncipe al frente, el Rey Rodolfo quiso premiar a
su hijo, y, ante su pueblo, otorgándole el más alto de los honores
del Reino, y poniendo a su disposición las más grandes riquezas
jamás conocidas.
Honores
y riquezas fueron aceptadas por el Príncipe, haciendo constar que
sólo y exclusivamente lo aceptaba para sus hijos, para su estirpe,
sus herederos. Él, le aseguro a su padre, no quería nada para sí.
Estas
palabras, que fueron escuchadas con el mayor interés y celo por las
dignísimas autoridades representativas de la corte Braslaviana, así
como por los representantes nobles de alta cuna y realeza de otros
reinos, conocidas las dificultades que hubieron de afrontar, así
como el terrible sacrificio que hubo de realizar la Princesa para que
aquella expedición llevara a feliz término tan peligrosa como
necesaria campaña, todos querían ahora consolar al joven Príncipe
el cual, a un a pesar de haber demostrado sus grandes cualidades como
estratega, y un valor no sólo individual sino, y lo que es más
difícil aún, una valentía que llegó a calar en el ánimo de sus
guerreros. Ya todo eran saludos efusivos y vítores en honor del
héroe. Un grupo de mujeres ataviadas a la antigua usanza, y otro
grupo de jóvenes con blusas anaranjadas y faldas azules, se habrían
paso entre la multitud y todas con canastillos en el cuadril y
repletos de pétalos de rosas blancas y amarillas, iban creando , al
paso del Rey y su hijo, una colorida alfombra haciendo que ambos, no
cupiesen en sí de felicidad.
Aunque
el momento era de gran trascendencia para el reino, el Príncipe
Gunterof no perdía su dominio sobre la situación, como en sus ojos
tampoco se apreciaba la más mínima pena o dolor alguno; tampoco en
su pensamiento había hecho nido la más mínima muestra de
preocupación. Su mente sólo estaba ocupada con el recuerdo de las
palabras de su esposa ante el sacrificio que le prometió a los
dioses, y que sin el más mínimo género de reservas llegó a
cumplir por el bien del su esposo, de la expedición y de todos los
hombres que en aquellos momentos se encontraban en peligro de
sucumbir bajo la furia nunca conocida de aquel mar: “Mi fiel
esposo, estamos tan unidos, tan enamorados, tan compenetrados, que un
cuerpo puede irse al fondo de este mar, pero, mi Espíritu quedará
por siempre contigo: ¡Jamás nunca nada nos separará! Y el triunfo,
tú triunfo, será tan mío, que la vida no me necesitará.
El
destino quiso que te acompañara porque era necesario pagar con una
vida para conseguir el triunfo de tu empresa, para el triunfo de una
empresa de tan alta envergadura como esta. Si hubieras marchado sólo,
tu persona habría sido el pago. Por ello, yendo los dos juntos será
posible el triunfo, no obstante, es necesario sacrificar una vida; Y
la mía no importa. Amar, es compartirlo todo, sin condiciones; sin
tan sólo pedir nada a cambio. Dar algo con Amor y por amor nunca
deberá ser considerado como un sacrificio, sobre todo cuando se da o
se hace para esa persona que, en cierta medida, es parte de nuestra
propia vida”.
Durante
todo el día la ciudad vivió una de sus más grandes fiestas que el
Príncipe no quiso prohibir aun a pesar de que el Consejo del reino
así lo recomendara. En los balcones se colgaron las mejores colchas
cuyo centro quedaba adornado con un lazo negro en honor de la
princesa Ainnia. En el Palacio se vivieron grandes momentos
recordando siempre la entrega de la Princesa, y hasta los trovadores,
a media tarde, ya tenían compuestas hermosas trovas que fueron
cantadas cuando el Sol ya se perdía entre los encajes anaranjados en
los que se convertían las copas de los árboles por allá por el
Poniente
Sería
ese momento el elegido por el Príncipe para ausentándose de los
faustos, dirigirse a uno de sus lugares favoritos y que siempre
visitaba acompañado de su esposa. Una alta colina desde la que se
podía contemplar todo el reino hacia Poniente, mientras que hacia
Levante se divisaba el mar abierto una vez traspasada la salida del
río que daba vida a la ciudad. Desde allí se podía ver el Océano
en toda su grandiosidad y amplitud.
Ahora,
su mirada y su pensamiento, una vez en lo más alto de la cima y
sentado sobre una parte del riscal, se perdían en él, con los ojos
anegados de lágrimas. “Bajo aquellas aguas te encuentras, amor de
mi vida” -decía el Príncipe con un leve susurro-. Parecía como
si de esta manera quisiera sondear en lo más profundo de él, y así
poder encontrarse con la mirada y el pensamiento de su amada,
exclamando lentamente con la más dulce y total veneración: “¡Mi
mujer, mi esposa, mi Princesa!”
Cuento
6
EL
VERDADERO TESORO
Desde
pequeño, un sueño se apoderó de su mente. En sus pasatiempos y
juegos aquel deseo acompañaba sus horas, y los libros y películas
de aventuras donde su sueño aparecía eran sus favoritos.
Poco
importaba el amor que sus padres le demostraban. Poco servía el que
sus amigos rodearan con débiles lazos sus soledades, él quería
lograr evadirse de todo y llevar a cabo su gran hazaña: encontrar
una isla desierta donde, quizás, descubriera un rico e inestimable
tesoro.
Esta
idea, acompañó todos los días de su vida, y cada noche el sueño
lo trasladaba a su soñado paraíso, y era entonces cuando saboreaba
su deseo prohibido. Pero una de esas noches, un sueño vino a
despertar su confusa mente; en esa noche vió como de su lado se
apartaban sus amigos y compañeros llevándose su tortura, y ante su
dolor se sintió solo.
Cuando
despertó, un sudor frío recorría su cuerpo, y el miedo le hacia
murmurar: no puede ser, no puede ser, mis amigos, mis posesiones, mis
sentimientos…
Poco
a poco se fue normalizando, pero la idea se le repetía una y otra
vez en su mente, y esta imagen le agobiaba día y noche, sin dejarlo
descansar ni un solo momento.
Llegó
a tal extremo de agotamiento que pensó luchar contra esta fantasmal
imagen, y así, para vencer aquella segura voz que oyera en esa
extraña noche le contestó altivamente: No, nunca estaré solo, ni
la muerte me arrebatará de la mente de mis amigos, y hoy, de una vez
para siempre te lo demostraré.
Y
sin pensarlo más, llamó a todas las personas que diariamente lo
rodeaban demostrándole su afecto y comprensión, y con el rostro
desencajado por la angustia de las noches pasadas le dijo así: Hoy
mis amigos de vida, me despediré de todos vosotros, una cruel
enfermedad me está aquejando y he de luchar contra ella, con todas
mis fuerzas y riquezas. Pero quiero pediros vuestra ayuda en estos
momentos…
Pero
no pudo acabar su bien estudiada frase, sus ojos aterrorizados
volvían a ver la misma escena: sus amigos y compañeros llevándose
todos sus objetos de valor, apartándose de su lado.
Entonces
la profunda voz habló de nuevo: Al fin te has convencido de que todo
hombre se encuentra solo, solo para luchar por alcanzar su destino.
Por ello, podrás hoy hacer realidad tu sueño, porque la isla
desierta eres tú mismo, aquella en la que tienes enterrado el más
buscado de los tesoros: un corazón de nobles sentimientos. Al
terminar de hablar y levantar la mirada, pudo ver a otro hombre que,
sonriéndole, caminaba junto a él, fueron entonces, dos islas
solitarias en busca de sus escondidos y más preciados de los
tesoros jamás imaginados…
LA
CHINA
Aquel
inmenso y bello mar, bañaba aquella extraordinaria y hermosa playa,
bañaba sus doradas arenas y de vez en cuando las vestía de blancas
gasas con encajes nacarados.
Aquella
tarde y como siempre, rodeada de seres iguales que yo pero, a los que
llamo con el nombre de “guijarros”, me encontraba con aire
expectante, ansiosa, mirando el bello mar.
Recordaba
aquel día en que la marea subió tanto que llegó a bañarme a mí
también; cuan a gusto me sentí, cuanto relax producido por aquellas
espumas.
Que
feliz me sentía. Día tras día, aquellas verdes y acariciantes
aguas aseaban mi lisa superficie, la cual relucía bajo los rayos del
sol ante la mirada impresionada de unos y otros.
Desde
aquella tarde sigo expectante y ansiosa, pues son ya muchas en las
que espero que la marea vuelva a llegar hasta mí nuevamente,
refresque y limpie mi superficie, suciedad producida por la cantidad
de inmundicia que se amontona en mi entorno sobre la playa.
Esta
tarde estoy triste… muy triste, pues la marea ha vuelto a bañarme,
pero no me han limpiado bien; es una marea de un color diferente,
raro y oscuro, carece de espumas y aunque su olor no es del todo
desagradable, a mi no me gusta mucho.
El
sol ya va buscando de nuevo aquella rara y lejana raya tras la cual
se oculta cada día. Ya es tarde… hoy tampoco vendrán a limpiarme,
tal vez mañana…
Cuento 8
LA
MONTAÑA
Ataviado
con mi magnífico equipo de montañismo, con mi buen calzado, mi
tienda y demás elementos propios de un escalador, me dispongo a
subir por el lado Norte de la orgullosa y altiva montaña, y sin que
desde el lugar donde me encontraba, al pie de ella, pudiera ver su
cima pero, no importaba, ya la había visto en Internet y quedé
prendado de su grandiosidad y belleza.
Sabía
por las imágenes vistas, que este lado es el que ofrece mayor
dificultad, mayor y más dura agresividad pero, las empresas que se
acometen en la vida, si son difíciles, son las más dignas de los
seres humanos: A mayor dificultad, si se triunfa en el empeño, mayor
será el premio y aun mayor la emoción.
En
aquellos momentos en los que me encontraba montando la tienda,
comenzaron a caer unos copos de nieve que me parecieron palomitas de
maíz. Mi corazón saltaba con la contemplación de aquellos copos
blancos y tras los cuales yo sabía que se encontraba la montaña,
aquella cara Norte que en cuanto estuviera dispuesto iba a acometer.
Acabo
la faena, me meto en mi saco tras haber dado cuenta de la ración que
previamente tenía estudiada consumir en cada momento del día, y
espero el amanecer... Este llega, como empujando a la noche que
presiente que alguien esta esperando este momento. Me encuentro solo
en esta hazaña que pretendo realizar y, una vez todo dispuesto,
comienzo la ascensión, empiezo a trepar, acompañado por mi gran
mochila, mi buena cordada, un estupendo piolet, regalo de un amigo, y
provisto además de un martillo bien sujeto a un arnés del que
cuelgan una buena dotación de garfios, doy el primer paso con el
corazón a punto de saltar.
Cual
si de un escalador profesional se tratara, despacio, muy despacio y
analizando los salientes, voy ascendiendo, agarrándome a unas y
otras rocas, asiéndome a los pequeños y afilados relieves que
presenta la cara Norte de la orgullosa y altiva montaña, y mirando
hacia abajo veo como me voy alejando de aquel lugar en el que comencé
la escalada. Mis botas claveteadas van hiriendo la piel dela montaña,
al tiempo que me van llevando hacia arriba.
Han
pasado varias horas, no sé cuantas. El sudor, la sequedad de la
garganta y el cansancio comienzan a hacer mella en mi. Me invaden. La
tormenta de nieve amaina y se recupera, viene conmigo, me acompaña
cual fiel amiga que, al parecer, quisiera estar presente por si la
necesitara y así humedeciendo mis rostro, refrescarlo y poder seguir
hacia arriba, hacia la cima.
La
cima, aunque sin poder verla, la siento más cercana; Siento como me
llama... Su voz es cálida, tan cercana como amistosa.
Las
fuerzas me van abandonando, es como si no quisieran seguir a mi
entusiasmo, a mi ánimo cuando todos deben ir juntos, unidos por la
misma idea, por la misma razón, por la misma aventura.
Comienza
a anochecer y busco con ansias un lugar donde pasar la noche, donde
descansar del esfuerzo primero. Busco entre la nieve y las rocas, las
rocas y el manto de nieve. En un saliente veo un especie de nido de
algún ave; me acerco y allí entre ramas secas y hojarascas que en
algún tiempo sirvieron para anidar me amarro, me descuelgo la gran
mochila y dando por terminada esta etapa, doy cuenta de la ración
correspondiente a la noche y me introduzco en el saco de dormir a
esperar la nueva mañana y con ella la nueva oportunidad de seguir
ascendiendo para poder cumplir con mi deseo, cumplir con la promesa
de alcanzar la cima de la montaña, la cima de mi hazaña, la cima de
aquello que un tiempo atrás me propuse cuando la vi por primera vez.
Pasó
el tiempo, el cansancio me pudo, y la luz del amanecer reemplazó a
las sombras.
Todo recogido, de nuevo inicié el ascenso. Mire hacia
abajo y ya no veía el punto de partida, La tormenta de la noche
había cesado en su fuerza y ahora unos delicados copos blancos me
alegraban la subida, unos copos casi transparentes que me permitieron
ver algo más allá... Y fue entonces cuando pude comprobar con
cierta claridad que me encontraba cerca de la cima, cerca de poder
cumplir lo que yo consideraba una hazaña.
Por
fin unas horas después pude contemplarla, allí estaba la cima, el
final... Allí en lo alto se me ofrecía la cumbre. Con una sonrisa
en mis ateridos labios y un gozo que no sabría explicar, mi
entusiasmo pareció dar alas a mis pesadas botas y conseguir que mis
escasas fuerzas se renovaran y de nuevo cobraran ese ímpetu del que
dispuse apenas comencé a escalar la cara Norte de la que ya sería
mi montaña.
Con
unos últimos golpes del piolet, con un avance último de mis
doloridas piernas, con ese último esfuerzo logré saltar a la cima,
conseguí llegar al final de mi sueño.
Mi
amigo el Sol me acarició el rostro, llenó mi cara de su luz. Cuando
me quité la protección de mis gafas, pude ver como delante de mi se
extendía la playa más hermosa que jamás ser humano pudiera
imaginar.
Ya
mi sorpresa no tenía límites, había subido por la cara Norte, la
más dura y difícil; había llegado a la cima, había llegado al mar
de mis sueños. Las gaviotas me saludan, las olas observo como me
sonríen con sus rizados bucles sobre aquellas doradas arenas. Tras
el saludo de bienvenida que me ofrece mi amigo el Sol, y vestido como
estoy con mi equipo de escalada, comienzo a dar un descansado paseo
por la playa.
Cuentan
que hace muchos años un hombre fue visto paseando por aquella playa,
y cómo de vez en cuando se paraba y volviéndose de espaldas al mar,
se quedaba mirando a aquella hermosa, altiva y orgullosa montaña.
Parecía como si de su reflexión se pudiera extraer el que él
quería escalarla pero no sabía como, y que nunca encontró el
camino. Iba ataviado con un completo equipo de escalada.
Cuento
9
ORÍGENES
DE LA PRIMERA MUÑECA
Hace
algunos días, paseando por la calle Regla Sanz, en el Barrio León
(mi Barrio), me detuvo un amigo de la infancia; iba con una de sus
hijas; nos saludamos afectuosamente, y entre variedad de temas
actuales y recuerdos, me comentó que era un asiduo de la Revista
Triana, al tiempo que haciéndose eco de una petición de su hija, me
comentó que porqué no escribía algo para los niños. Por ello y
aprovechando esta Navidad y Reyes, les voy a regalar a todas las
niñas y menos niñas, y porque unas están y otras estuvieron en
edad de ello: “El
origen
de la primera muñeca”;
objeto mágico y maravilloso que a unas ahora las llena, y a otras
continuarán llenando de felicidad.
Con
mi recuerdo especial para María del Pilar Sinué, sin la cual esta
historia es muy posible que hoy no se hubiese llevado a cabo.
El
cuento
Hace
ya muchos años, y bien podría decirse que siglos, que en una
pequeña villa de Sevilla, en Andalucía, y a orillas del rio
Guadalquivir, vivía una familia de artesanos, muy dichosa y que
estaba compuesta por Juan Vázquez, fabricante de juguetes, de su
encantadora esposa Marta y de su hijita pequeña, adorable y risueña,
y a la que llamaban con el nombre de Muñeca. Ésta, contaba sólo
cinco añitos por lo que era un prodigio de inocencia, bondad y
talento además de una belleza y dulzura especial.
¡Qué
linda estaba la niña, y que simpática cuando cogida a la falda de
su madre la seguía por toda la casa como si fuera su sombra! ¡Qué
linda estaba la niña saltando como un pajarillo delante de su puerta
y dando en la palma de su manita miguitas de pan a su gallinita
blanca!
Por
la noche, Muñeca era la que alegraba el hogar con su inquietud y su
charla infantil; y así, entre risas y sonrisas, pasaba de los brazos
de su madre a los de su padre. Luego ya cansada cerraba aquellos
ojitos de un azul de cielo en los que se veía la vida, e inclinando
su cabecita sobre el regazo de su madre se quedaba dormida con la
boquita entre abierta, sonriente y con los cabellos de oro esparcidos
sobre sus pequeños hombros.
¡Ciertamente
que la hubiera creído un Ángel! Y un Ángel debió ser muy pronto
pues un día, Dios al reparar en ella y verla como una delicada y
bellísima flor, la quiso para su Jardín; Hizo volar hasta allí a
un Ángel; Y al pasar por encima de su frente la tocó con una pluma
de sus alas blancas. La pobre Muñeca perdió las fuerzas y la
alegría. Llamaron al médico más famoso de la pequeña ciudad, y
cuando éste llegó y vio a la niña movió tristemente la cabeza
mirando al cielo, saliendo de la pequeña habitación con el paso
lento y lleno de amargura.
Marta,
su madre, encendió una vela blanca que estuvo ardiendo toda la
noche, y apagándose por sí misma con la llegada del alba. Ambas
habían cumplido su misión, pues en ese momento el cuerpecito
material de Muñeca había dejado de existir, y fue justo en ese
instante en que los ángeles bajaron y recogieron su Espíritu entre
danzas y cánticos.
Los
vecinos de aquel pueblo, pronto se olvidaron de la niña; claro,
ellos tenían otros hijos, pero, Marta cayó enferma de tristeza,
quería morir también. Juan, estuvo como loco bastante tiempo y sus
cabellos se pusieron blancos y la cara se le llenó de arrugas hasta
tal punto que en tan corto espacio de tiempo parecía un viejo. El
recuerdo de su pequeña Muñeca hacía que cada noche se convirtiera
en un siglo en la casa; ya no se oían más que los gemidos del
viento, el canto de los grillos y el color del dolor que parecía
lamentarse entre las llamas de la chimenea, y cuando el viento gemía
en las ventanas y movía las hojas, Marta y Juan pensaban en su
preciosa hijita; escuchaban como si la oyesen y miraban en su
alrededor como si esperasen verla. Aunque
esto que os voy a decir es difícil de entender, es muy posible que,
aunque no la vieran, si estuvieran sintiendo su presencia, estuvieran
sintiendo algo…, ése algo que no es más que la energía Blanca
que se desprende de las personas buenas y que, de una forma u otra,
siempre quedan en la casa.
Cada
vez que el Artesano se ponía a trabajar, su corazón se llenaba de
una tristeza infinita y sus ojos se le llenaban de lágrimas, hasta
el extremo de que las herramientas se le caían de las manos, y ni
siquiera las marionetas que fabricaba en épocas de la Navidad tenían
la misma alegría en su terminación. Los perritos de cartón,
temblaban sobre sus patitas, y daba lástima verlos con sus rabitos
caídos y sus ojitos inquietos y tristes como si de perritos
vagabundos se tratase, cuando andan buscando alguien que les recoja
de la calle. Las figuritas de madera también inclinaban sus
cabecitas como si fueran ellas las culpables, y hasta los caballitos
parecían tan fatigados como si hubiesen estado echando carreras.
Todo lo que hacía el bueno de Juan Vazquez con aquel estado de ánimo
llevaba el sello de la nostalgia más triste.
Un
buen día, se hallaba en su taller trabajando en sus juguetes y como
siempre pensando en su hijita; con la vista perdida en la nostalgia y
un trozo de madera entre sus manos labraba como de costumbre; de
repente, miró lo que estaba haciendo y su mirada se iluminó, su
frente se volvió radiante y un grito de alegría nació en su
garganta momentos antes atenazada por la tristeza.
Inspirado
por el dolor, y guiado siempre por el recuerdo, la mano del Artesano
que sostenía una gubia, había tallado el rostro de su hijita Muñeca
en la madera. ¡Era una obra maestra, era, sin duda, una maravilla;
era el prodigio del Amor paternal que había convertido a un pobre
Artesano en un gran Artista.
Juan,
entró corriendo en el cuarto en el que su mujer se hallaba hilando
en el torno, y dando gritos de alegría le mostró el trozo de
madera. Marta alzó la cabeza de la labor que estaba realizando, y
reconociendo al instante la dulce carita de su nenita, la tomó entre
sus manos y con todo ése Amor del que tan sólo es capaz una madre,
la estrechó contra su pecho cubriéndola de besos, y exclamó: ¡Mi
niña, mi nena, nuestra hijita!
Era
en efecto ella. Era Muñeca, con su boquita sonriente, su barbilla
con el hoyuelo, sus ojitos, que le parecieron también de color azul,
sus redondas y sonrosadas mejillas y su nariciya pequeña.
Una
idea atravesó por la mente de Marta. Y sin pestañear, tomó la
linda figurita, apenas sin terminar, y la colocó sobre la mesa de
costura; ella también estaba inspirada por la luz del Amor, y para
hacer aun más perfecta la semejanza se puso a vestirla como vestía
a su hijita. Al momento se puso a la obra; su rápida aguja voló
como si recibiera el impulso de la mano de un Hada.
Poco
después, la figurita llevaba un corpiño rojo y una faldita de
flores celestes, sus pequeñas manos estaban cubiertas con flecos
blancos; en el cuello llevaba la crucecita de plata que su hijita
usaba en las fiestas, y sus cabellos hechos de lana fina eran rubios
y estaban sujetos con una cintita de color verde.
Cuando
estuvo terminada, Juan y Marta abrazados sonrieron ante la querida
imagen exclamando los dos a la vez: ¡La llamaremos… Muñeca!
Marta
tomó la figurita y la colocó encima de la repisa de la chimenea.
Pasando
el tiempo la casa de Juan y Marta había cambiado, reinaba otra
alegría. Cierto día un comerciante de Valencia que se encontraba de
paso y que alguna vez había visitado al Artesano por motivos
comerciales, vio la figurita de Juan; la copió discreta y
diestramente e hizo fabricar miles de ellas que fueron vendidas por
todo el mundo.
Cuento
10
UN
PEDAZO DE AZUL
Había
una distancia considerable, una distancia casi infinita; Me parecía
que el espacio no se pudiera abarcar, como cuando miras desde arriba
y el horizonte, allá en el otro lado, se te convierte en una línea
que, al parecer, une o separa el cielo de la tierra, del mar, de la
montaña, no podía definir al cielo del valle, a la campiña del
cielo...
¿Cómo
poder subir hasta allí, me preguntaba...?
El
camino era estrecho y angosto, rodeado de luminosos y altos álamos
blancos. Recorriendo con la mirada el enorme tronco de uno de ellos,
comienzo a subir por él con la intención de poder llegar a una
parte de aquel misterioso lado que existía encima o casi encima de
la copa, allá en lo más alto, allá en lo más lejano; Un trozo
azulado, grande y a la vez pequeño que me atraía, que me había
atraído desde que era pequeño, desde que empecé a sentir, desde
aquellos primeros días en que comencé a vivir...
Trepé
hacía arriba por el tronco, por aquel cuerpo del árbol, por el
Álamo Blanco y hermoso que se me ofrecía como un don, por aquella
especie de camino que desde siempre creí que era de mi propiedad,
por eso estaba convencido de que era el mejor.
No
lo tuve muy claro pero, aproximadamente en la mitad del recorrido la
causalidad hizo que encontrara un hueco en el tronco, en aquel
hermoso y audaz Álamo Blanco que sabe Dios cuantos años llevaba
allí luchando en armonía con su madre Tierra, con su Madre la
Naturaleza.
Indeciso,
sin saber si seguir hacia arriba o entrar en el hueco, estuve
pensando y meditando sobre cual sería la decisión que me reportaría
mayor satisfacción.
Se
levantó una brisa suave, un airecillo que al besar mis rostro
refrescó mi sudorosa piel, refrescó mi rostro indeciso, un rostro
que, a veces, no puedo definir el porqué de aquellas dudas...
El
aire no llegó solo, traía de la mano a su inseparable compañero:
el viento. Momentos después ya era un viento fuerte, muy fuerte que
azotaba mi rostro ya cansado, por lo que mi fatigado cuerpo comenzó
a sufrir un episodio de temblores naturales. Tenía delante de mi
aquel hueco, un hueco que me sorprendió por su oscuridad, por su
negrura pero, que al mismo tiempo, me ofrecía amoroso un resguardo,
que al mismo tiempo me ofrecía su calor.
Miré
hacia arriba, hacia aquel trozo preñado de un Azul grande y a la vez
pequeño que me atraía, sin embargo me daba la impresión de que aun
estaba lejos, muy lejos de poderlo alcanzar, de llegar a él.
Delante
de mi, cerca, muy cerca estaba aquel hueco donde cobijarme, aquel
lugar donde podría burlar al viento, aquel fuerte viento que
entorpecía mi caminar, que no me dejaba ascender.
El
viento trajo unos enormes nubarrones, que con sus negras y grises
panzas, taparon aquel trozo de azulado espacio que antes viera;
Taparon el lugar hacía donde desde hacía un buen rato yo me
dirigía. Comenzaron a caer gruesas gotas de lluvia que poco a poco
me iban haciendo daño y colándose entre mis ropas hasta llegar a mi
piel.
Brisa,
aire, viento, agua, frío y camino es todo lo que pasaba por mi
pequeña y a la vez gran mente pero, sobre todo... camino largo, muy
largo.
Todos
se unieron en un enorme y gran abrazo; en su enorme y gran esfuerzo
por impedirme avanzar, por impedirme llegar. Pero, todo ello ¿Por
qué?
Miré
de nuevo y por última vez el hueco, a la gran entrada que parecía
llamarme, de hecho me llamaba con voz fuerte, con una voz que me
pareció terrible.
Aquella
voz tiró de mi y me llevó hasta dentro del hueco...
Casi
sin querer o sin darme cuenta, casi sin pensar en que era lo que
había ocurrido momentos antes, me encontré de nuevo en el camino,
ese camino estrecho y angosto, largo muy largo que llega hasta aquel
trozo de color Azul allá, cercano a la copa de aquel hermoso y
Blanco Álamo.
Cuento 11
LA
ORIENTADORA
En
el amanecer del siguiente día estábamos mi amigo y yo en las
afueras de nuestra ciudad dispuestos a caminar, una ciudad pequeña y
oblonga situada en la falda de la sierra, una ciudad en parte
conocida y en otra, desconocida aunque siempre amiga, amiga como todo
aquello que una vez conocido, a veces se torna en enemigo.
El
sinuoso, elegido y apreciable camino desde abajo se veía que era
largo, e iba lejos, muy lejos, iba hacia arriba, a la alta cresta de
la sierra.
De
pronto nos quedamos sorprendidos ante la majestuosidad de una sombra.
Se presentó, posada y sin inmutarse ante nosotros, era de un azul
muy azul, casi negro, de extrañas dimensiones pero, fuerte e
inquieta. Una azulada águila que se limitó a extender sus largas y
poderosas alas en señal, quisimos pensar, que de bienvenida. Un poco
asombrados, y a un gesto de ella que quisimos entender habríamos
interpretado correctamente, nos subimos sobre su sólida y
maravillosa espalda.
Una
vez felizmente acomodados mi amigo y yo, remontó el vuelo en
dirección a la sierra, a la parte más alta de aquella encrespada y
ahora desconocida sierra.
Nalia,
que así se llamaba el águila mientras volaban y volaba hacia
nuestro extraño destino, nos iba relatando las características del
camino, sus lugares y nombres, sus hombres, sus costumbres...
Pasó
un corto espacio de tiempo y Nalia se posó en el suelo, al pie de
una enorme pared de pizarra, nos bajamos sorprendidos de cómo
naturaleza nos deleitaba con aquella maravillosa obra.
Nalia
nos contó que allí, por aquella pared, a la que en aquel lugar se
le llama tranco, los numerosos escaladores de la comarca, trepan por
sus escarpadas rutas, como preparándose, como ensayándose para una
escalada mayor.
Me
sorprendí cuando poco a poco, lentamente el águila azulada se fue
transformando en un hermoso hombre, la cabeza de bellas plumas hacia
atrás se tornó en cabeza humana, las alas se tornaron en brazos y
manos, las garras se convirtieron en poderosas piernas y pies. Nos
dijo que aguardáramos un momento, lo hicimos; al poco, volvió con
toda la indumentaria de escalada, picolas, garfios, pinchos, cuerdas,
poleas y argollas así como todo lo necesario para subir por aquella
escarpada ladera, todo lo necesario para llegar arriba.
Comenzamos
la escalada dirigidos por Nalia, y casi sin ningún efuerzo por
nuestra parte llegamos arriba, llegamos a lo alto, llegamos al final.
Un
poco cansados, nos sentamos sobre una peña, admirando el maravilloso
paisaje; se divisaban desde allí montañas y valles, gargantas y
diminutos, debido a la distancia, blancos caseríos, nubes en la
ollas más profundas y tierras, y más lejos, más allá todavía,
incluso podíamos ver algún que otro lejano país.
Estabamos
deleitándonos con tan agradables y sobrecogedoras vistas, cuando
poco a poco y casi sin notarlo, vi como Nalia comenzó de nuevo a
transformarse: empezó de nuevo a convertirse en águila. Una vez
terminó su transformación, nos invitó de nuevo a subir.
Desplegó
sus enormes alas, y doblegando las corrientes continuamos el vuelo,
continuamos el viaje, el viaje hacia arriba, un más arriba que ya
todo era espacio.
Nalia
siguió hablándonos de cómo era su país, de cómo era su entorno,
de cómo era ella misma.
Llegamos
a un hermoso valle por el que serpentea un cantarino río; desde
arriba, desde nuestra posición, se veían multitud de parcelas
verdes, ocres y marrones, coloridos propios de huertas y naranjales
así como el serpenteante cordón plateado que el río formaba sobre
los campos; campiñas que al ser conscientes de que la estábamos
observando, al saber que lo estábamos admirando parecía que se
hubiesen arreglado y dejada toda su superficie limpia de rastrojos.
Nalia
en un descenso tan vertiginoso como hábil, había llegado al final
de su camino, había llegado al final de su, para nosotros,
desconocido trayecto.
Plegando
sus alas tan dulce como suavemente se posó en un esmerado claro.
Cuando estuvo posada en el suelo nos apeamos, y sin mediar palabra,
remontó el vuelo hacia otro lugar, remontó el vuelo hacia otro
destino, su destino.
Mi
amigo y yo, sin apenar darnos cuenta, nos quedamos solos, allí, al
lado del río plateado, al lado del verde valle y del plateado río;
mi amigo y yo nos miramos y coincidimos en que parecía que ambos:
río y valle valle y río estaban echos el uno para el otro.
Caminamos
hacia arriba, hacia lo alto, hacia nuestro final...
A
medio caminio, entramos en un viejo edificio, en una antigua y vieja
mansión, que llevaba siglos y siglos esperándonos. Cuando
penetramos en ella todo en su interior, espacio, y muros nos
sonrieron...
Después
de tan lejana a la vez que paradójica corta espera nos tendió las
llaves, nos tendió las dos llaves que nos servirían para abrir las
puertas de un hermoso y nuevo país.
En
el amanecer del siguiente día, mi amigo y yo, nos encontrábamos en
las afueras de aquella otra ciudad...
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