miércoles

UN LUGAR DE CUENTOS Y RELATOS (Libro XVII - 2ª)


 
LOS CUENTOS

 
Es posible distinguir entre dos grandes tipos de cuentos: el cuento popular y el cuento literario, que en ocasiones no deja de ser también popular.

El cuento popular suele estar asociado a las narraciones tradicionales que se trasmiten de generación en generación por la vía oral, salvando el que el literario puede, con el tiempo, llegar a ser también popular. Pueden existir versiones de un mismo cuento, ya que hay cuentos que mantienen una estructura similar pero con diferentes detalles.

El cuento literario, en cambio, es asociado con el cuento moderno. Se trata de relatos concebidos por la escritura y transmitidos de la misma forma. Mientras que la mayoría de los cuentos populares no presentan un autor diferenciado, el caso de los cuentos literarios es diferentes, ya que su creador suele ser, aunque no siempre, conocido.

 
 
 
Cuento 1





CAMINANDO CONMIGO


Había pasado tiempo, mucho tiempo desde que lo vi por vez primera; desde ese mismo momento y aunque no lo veía, lo presentía, presentía que estaba a mi lado, junto a mí, hasta tal punto que llegué a creer que era un desdoble de mi persona. El sol de la tarde me daba en la espalda, y mirando al frente, hacia el suelo: dos siluetas se enmarcaban sobre el terrizo camino.; dos siluetas que, curiosamente, tenían la misma forma, incluso la larga sombra producida por el sol.

En una mañana gris y oscura, como esas mañanas del otoño en que no se sabe bien si es mañana o tarde, o si acaso fuera demasiado tarde para ser mañana, paseaba por el viejo lugar, tan viejo, quizás, como yo, viejo conocido, una especie de parque que lindaba con un hermoso bosque en el que se encontraba, como nacida de su suelo, una hermosa y verdeante roca ocupando su centro. Todos los días iba a verla; era como un gran imán que me atraía, por lo que cada vez que podía, mis pasos se dirigían hacia ella, tenía que verla, pues me daba, continuamente, la impresión de que me hablaba en susurros invitándome a verla una y otra vez.

Allí, en aquel lugar, en aquella roca lo ví… Me acerqué, rocé la roca con mis dedos y todo quedó en silencio, ya no se oían los sonidos rumorosos del bosque, el trinar de los pájaros, el susurro del viento, el murmullo de las ramas de los árboles al ser mecidas, el deslizar de las hojas buscando el remanso del suelo boscoso; Sólo oía el silencio, majestuoso aunque sutil, potente aunque leve, espeso a la vez que delicado.

No me dio tiempo a poder ver como, ni de que parte de la roca salió pero, el caso es que salió como un torbellino, en silencio me rodeó y comenzó a dar vueltas a mi alrededor; primero lentamente, después rápido, más rápido, cada vez más rápido, y fue que, sin darme cuenta, yo comencé a dar vueltas junto a él, los dos dábamos vueltas y vueltas alrededor de la roca.

El silencio cesó de repente; volvieron los trinos, los cantos, unos cantos que me parecieron ancestrales, y los murmullos; dejé de dar vueltas, caí al suelo… Me incorporé sobresaltado tras despertarme; el sol me volvía a dar en la espalda. Ahora no sabía donde estaba, ni que hacía allí, en aquel lugar, en aquel sitio que me pareció desconocido… ¿Un lugar nuevo? Me pregunté. Tal vez un lugar tan nuevo como yo; nuevo y desconocido… Tal vez tan desconocido como yo.

Comencé a caminar tomando una dirección cualquiera; caminé y caminé durante no sé cuantos soles y cuantas lunas; un tiempo que se sucedía el uno al otro ininterrumpidamente.

Mis piernas ya no me obedecen. Ya no puedo más. Cambié muchas veces de dirección con el fin de llegar antes, para terminar cuanto antes y poder descansar…

Allá, en la distancia está el final. Allá en la lejanía esta el descanso. Comienzo a andar más y más deprisa y mi caminar se hace cada vez más lento, más pesado, como si algo o alguien me estuviese agarrando por detrás; como si alguien me quisiera parar.

Aun estoy aquí, mirando el final; un final de horizonte inalcanzable pero, mis piernas ya no pueden más y mi cuerpo no quiere avanzar, no puedo caminar…

Volví sobre mis pasos, sobre mis propios pasos, por el camino conocido; el día se convirtió en noche, me adentré en ella, en la noche, en la profunda y negra noche y ella me arropó con la ternura de su abrazo.

Allí me quedé inmóvil, dentro de la noche, allí, en aquel lugar, en aquel sitio donde antes había una roca, aquella roca que estaba junto a mí, y que siempre presentí que caminaríamos juntos aunque, la verdad es que siempre estuvo dentro de mí.


 Cuento 2



MOMENTOS NAVIDEÑOS


Aquellas clásicas navidades revestían en Andalucía, sobre todo en Sevilla y aun más en Triana, un carácter típico muy especial, armonioso y desenfadado debido a aquel medio ambiente bajo un cielo sin par, siempre alegre y simpático. Frondoso vergel de bellísimas flores que al igual que en Primavera nacen en las macetas, en Invierno emergen de la cara de cualquier mujer Trianera; flores estas debidas a una atmósfera de pura y transparente claridad, y de un carácter sevillano conservando en la actualidad una relativa alegría que al fin y al cabo es el común denominador y su nota dominante.

No puedo por menos que recordar aquella alegre y a la vez típica escena, la cual contemplé embelesado y que se desarrollaba en uno de los tantos y queridos corrales de la Caba Trianera de siempre.

Ya la víspera de Navidad hacía presencia en nuestro ánimo, en nuestras calles; recuerdo que era sábado, la noche aunque fría era espléndida y en aquel patio rezumaba la algarabía.

Los vecinos deambulaban de un lado para otro enfrascados en la tarea de colocar guirnaldas y un sinfín de farolillos de colores y cadenetas de papel que para el caso todo venía bien a la hora de adornar el patio del corralón.

Un grupo de guapas mocitas ensayaban en un lateral de las pilas de uso común, vestidas con faldas de lana y toquillas del mismo paño aunque de diferentes y alegres coloridos; tocaban panderetas, palillos, zambomba y cántaro incluida, como es natural, la consabida alpargata. Se veían de una riqueza tan alegre como extraordinaria y encantadores modales, pues los destinos de aquellos villancicos no eran para menos.

En medio de aquel jolgorio ambiental se respiraba el latir jubiloso de aquellos corazones jóvenes y algunos menos jóvenes. Aquí, en este lado de Triana que es la Caba de los Gitanos, ya se sabe, cualquier fiesta sea de la importancia que sea, rápidamente se asocia con la Esperanza, y por ello otro grupo se dedicaba a embellecer el ya de por sí bello retablo que, sin duda alguna, presidía aquel patio.

En un momento se cortó el bullicio del grupo que ensayaba cuando una simpática y corralera voz lanzó al aire esta frase:

- ¡Ea, niñas! Pa jasé tanto ensayo güeno, si teniendo ar niño a la güerta de lasquina y esta Esperanza de mi arma que la veis puesto como un canastiyo de flores entoavía no sa oio ninguna copliya.

- Vamo a ve Anita, tú que ere er ruizeñó de la Caba, échate una copliya de esa que para lo reloje.

- Sí, sí; que cante Anita a la Vigen y endispué que le cante ar niño aunque no haya venío entoavía.

Verdaderamente Anita era la que cantaba mejor, pero no sólo eso, sino que además de los dieciocho años, tenía un rostro ovalado que daba cobijo a unos ojos negros rasgados, una fina nariciya y una boquita de labios de carmín que podrían ser el emblema de cualquier batalla, amen de un mata de pelo negro azabache como la misma noche.

No se dejó Anita de rogar, y saliendo del grupo con la gracia característica de la gente de Triana, se acercó al retablo, y de su alma salió esta Soleá con verdadero estilo, y el compás propio acompañado de su dulce voz:

¡Llena el Corral de alegría!
Esperanza Soberana,
y con tu luz arma mía
ilumina a tu Triana.

- ¡Jui, la grasia! Viva tu mare, y ele to lo trianero.

Todos estos piropos, y más por el estilo, resonaron al unísono, elogiando la copla, la expresión y el sentimiento conque había cantado Anita. ¿Pero cómo se entiende esto en Triana, y más en el patio de un corralón? Pues es muy fácil de entender: teniendo en cuenta que ahí todo es bondad, ayuda y sana convivencia. Aquella copla había hecho disparar lo que vino a continuación:

- ¡Anda, niña, venga con otra. -dijo una de las más viejas vecinas, añadiendo: ¡Ay si yo tuviera tusaño!

- ¡Amo allá morena! Que pa ti es la noche, y esta la vamos a viví como si ya habiera nasió er niño.

- Po sea lo que uztede digan: aquí vamo a esta hasta que se acaben los rescordos del baño. ¡allá va!

En la Caba yo he nasió
y en ella quiero morí,
serquita de mi Esperanza
clavel reventón de Abril.

- ¡Ele las mosita con salero! Viva Triana y la mare que te parió. ¡Vivaaaa!

Este viva salió tan espontáneo, que igual que ocurría siempre al llegar el alboroto a la puerta de la calle, no se podía, ni quería, evitar el que algunos vecinos de otros corrales anexos, entraran a compartir un rato tan delicioso a la luz de aquella candela, la cual se presentaba ahora con llamas tan vivas, que daba la impresión de que se había contagiado viendo tanta armonía y disfrute de los moradores de aquel Corral.

- ¡Anda Carmeliya! Acompáñala, que tú también te canturreas requetebién cuando quieres.

- Eso, que cante Carmeliya ese Villansico que ella sabe der niño, y que siempre está cantando en su partido.

Carmeliya era otra joven de unos diecisiete años; morena y muy alta que parecía tener un junco por cintura, y que era de las que tampoco se hacían de rogar, por lo que se arrancó de esta manera:

Er niño de la Vigen
viniendo está de camino,
pa jugá con la candela
aquí con tos los vesinos.
Viene a la casa de su mayore,
pa llenarla toa de sueños
alegría y resplandores.

¡Ay, niño mio!
Bien sabes tú que deseo
el verte cruzando el río.

Sonaron un sinfín de aplausos, acompañados de más piropos, cuando una jovencita de pocos años dijo: ¡Güeno! ¿Pero que va sé, to cantá? Po yo no sé cantá, pero sé bailá.

- ¿Y quien ta dicho a ti que tú no va a bailá? -dijo la abuela de la chiquilla. Y añadió: Manolita, cántale argo a la niña; a lo que la mencionada Manolita respondió: ¡ezosta hecho agüela, amos allá!

Y mientras la niña hacía bailar a sus no muy ricas enaguas alrededor de la lumbre, las llamas se reflejaban en algunos rostros agitanados haciéndoles brotar el bronce de la tez, cual si del color de la aceituna la noche tratara de hacer brillar.

Con entusiastas vítores terminó el baile,el cual finalizaba siempre en una artística postura frente al retablo de la Esperanza, que venía a ser como un saludo para ella.

En ese momento se abrió la puerta que se había quedado entornada y apareció la figura de un guapo mozo de tez morena, cabello ensortijado, y cuya altura y firmeza hacía temblar el dintel bajo del cual dijo:

- ¡A la pa e Dio! -A lo que uno de los más viejos del Corral, respondió: ¡Caramba, el “Caracoles”! Pos que él te guarde. Adelante, y añadió: ¿Y cómo tú por aquí?

- Pos ya lo ve uzte, casolidad. Pasaba serca y aloi er jaleo, me dije: mesta jasiendo farta un traguiyo de aguardiente y echá un rato con mis amigos.

- ¡Dale un vaso Manué! Y güeno, e de suponé, na ma suponé, que te echará un cantecito de los tuyo, y no te se vaya orviá que en nochegüena tesperamo como siempre con tus viejo.

      - Ya veremos, Heredia; los probes este año, no sé; es que la vieja esta mu mala con eso de la calentura, pero en fin vamo a esperá a pasao mañana a ve si pue sé. Y es que no estoy cansao de icirle a los do que sí, que me paece mu bien que den su paseíto tomando er so, que eso es mu güeno, pero que ya no tien eda pa está sentao en la zapata tanto tiempo, caquello tie mucha humedad y lo que jase es que aluego le entra la reuma.
Pa que viá crusá yo er puente
si lo que quiero es Triana,
donde tengo toa mi gente
y a esa bendita gitana.

Tan enamorao de ti,
que me paese que ar mundo
sólo a venío pa sufrí.


No ta dao cuenta mujé
que cuando cruzo tu calle,
me se escapa to er queré
y corriendo va a buscarte.

Ante el profundo respeto que en Triana se ha tenido siempre cuando se ha oído una Soleá bien hecha, y sobre todo sabiendo por donde iban los tiros de aquella, los allí reunidos guardaron silencio entre sonrisas y miradas a hurtadillas; sonrisas y miradas que hicieron resplandecer aun más aquél rostro joven y gitano por quien el Caracoles se bebía las esquinas quedándose al descubierto.

Merchita, que así era conocida la morena y linda gitanita, se ruborizó hasta el extremo de que una de las vecinas de más edad y ya vieja en estos menesteres, sugirió:

- ¡Güeno, yasta bien de tanto paliqueo! Y a ve quien le canta arguna cosiya a Rosariyo que está loca por bailá también.

Y el Caracoles se arrancó por tangos de Triana y bulerías hasta que una vez más las blanquecinas luces del alba comenzaron a inundar el patio del Corral, donde el color de las cenizas se confundieron con los cansados rostros de aquellos vecinos payos y gitanos unidos en armoniosa convivencia.

Al día siguiente ya había nacido en Triana un niño diferente, pues era mezcla de todas las razas conocidas.
 
 Cuento 3

DOS CALENTURAS 

Eran muy buenas amigas. Siempre andaban por los mismos lugares, con los mismos entretenimientos por lo que se veían a menudo, muy a menudo. Cuando llegaba el Invierno rara vez no se encontraban en alguno de aquellos establecimientos tan sobrios, pero tan alegremente decorados por dentro, y se contaban cuantas experiencias y peripecias habían vivido durante el verano. El verano, sobre todo para ellas, era una tortura pues apenas tenían de que abastecerse, apenas nadie les ayudaba en mantener su existencia.
Corría el mes de Diciembre cuando tras una breve separación involuntaria, desde luego, que habían tenido durante el Otoño a consecuencia de unos disturbios medioambientales, se volvieron a encontrar a la salida de una gran ciudad la cual desde la lejanía apenas se podía divisar dada la gran cantidad de partículas que como si fuera estar nevando la envolvía, por lo que sus habitantes hacían cantidad de rogativas para que de una vez por todas se acabara aquella sequía, y que la lluvia salvadora limpiara aquel ambiente tan enrarecido. Y al fin llovió.
Tras el saludo de rigor, ambas amigas se miraron la una a la otra, como si estuvieran analizándose, pues cada una de la otra, aseguraba encontrarle “muy mal aspecto”, y era del todo lógico, ya que su natural era que llegado ese tiempo tuvieran de manera constante imagen semejantes.
Echaron a andar por uno de los caminos a través del cual se abandonaba aquella ciudad ahora tan peligrosa, a la vez que tan moderna pues con tantos adelantos allí, pensaban, no tendrían gran porvenir por lo que sus quehaceres duraban bastante poco, aunque a decir verdad, conocían a algunas colegas que disfrutaban de ella. Ellas también pero, había llegado un momento en el que tras reflexionar sobre las grandes pláticas mantenidas, ya no se encontraban muy a gusto con aquellas situaciones, al menos una de ellas, al parecer no tenía muy claro su porvenir.
Y así, entre tanta divagación, tanta duda sin saber que carta elegir, y viendo que la noche se les echaba encima, se les encendió la bombilla y… ¡eureka! Tomada la decisión mediante el consenso de ambos, naturalmente, se dijeron que al día siguiente saldrían, de aquel que en la oscuridad les parecía un pequeño pueblo, a la búsqueda de nuevos y nutrientes aires.
Apenas faltaba una legua para llegar al pueblo que les cogía de paso, cuando una de ellas dijo: Esta noche la pasaré arriba en la montaña, pues he visto a un cabrero que subía por la vereda que hemos dejado atrás, y eso quiere decir que ha bajado al pueblo por algo que se le habría olvidado esta mañana. Bueno, le contestó la compañera. Yo me voy a dar una vuelta por el pueblo. Mañana nos encontraremos en la Plaza, junto a la fuente, y así seguiremos el camino hacia, de momento, no sabemos donde…
A la mañana siguiente, la que era más valiente, optimista y consecuente, ya cansada de esperar pensó en buscar a la compañera por lo que comenzó a recorrer las calles del pueblo. Aun no había clareado por lo que en algunas ventanas se veía luz. Curiosa, se asomó a una de ellas y, ¡oh, sorpresa! Allí estaba su compañera, en la cama, con la hija, precisamente, del boticario del pueblo que no hacía más que arrimarle, porque se encontraba acatarrada desde que anocheciera; que si una pastillita para la cabeza, que si un jarabe para la tos, y sobre todo un vaso de leche calentita y un chorrito de coñac para la calentura.
Cuando ésta miró hacia la ventana, y vió a la compañera al otro lado de la reja, haciéndole unas señas le dio a entender que ella no cambiaba aquello por todo el oro del mundo, que aquello era gloria bendita y que de allí no se movería, que el pueblo era muy grande, con una buena y surtida Botica, unas gentes dedicadas al ganado vacuno y además un despacho de vinos y licores al lado, que más podía pedir, mas aun, teniendo un clima tan irregular.
La compañera lo entendió perfectamente, y aunque se entristeció un poco al tener que seguir sola, se alegró, ya que comprendió que lo suyo no era acometer aquella locura de cambiar de “profesión”. Lo suyo era encontrar algo semejante a lo que su compañera había encontrado, y que en esos momentos tanto estaba echando de menos…


Cuento 4

EL FRÍO

Aquel día, como tantos otros, estaba situado en mi altozano, vigilante y atento. Sabía que iba a venir, sabía que iba a llegar. Recibí una llamada, una llamada extraña, muy extraña, una llamada única, como cuando el viento llama hasta que aparecen las nubes, como cuando el viento llama hasta que aparece la lluvia.
Seguí esperando, vigilante y atento, hasta su llegada, no sabía cuanto tiempo tendría que estar allí, no lo sabía pero, esperé situado en mi altozano hasta que llegó la noche.
Amaneció con un sol anaranjado y fuerte que poco a poco se fue volviendo rojizo, más y más rojo, hasta convertirse en amarillo y después en un blanco brillante.
Volvió la noche, fría, espesa y negra. El frío era tan intenso que me convirtió en frío. Pasó la espesa y negra noche. Convertido en frío, temía que viniese el amanecer, temía que viniese el sol, temía que viniese el día. Poco a poco comencé a apreciar la llegada del día, porque un poco de calor entró en mí, un poco de calor entró en el frío, y una leve luz inundó el sitio, aquel sitio donde me encontraba, vigilante y atento.
Otra vez la noche, otra vez el frío. Quizás durante el día, durante el largo día también fuera yo, también fuera el frío, pero me gustaba la noche, porque el frío me convertía en frío.
Un día, durante mi espera, entre el sol y yo, el sol anaranjado, el de la mañana, se extendió como una larga y blanca alfombra, como un largo y blanco camino que se elevaba desde el altozano. Empecé a ascender, a subir despacio, tan despacio que me pareció que era la alfombra la que se movía y no yo; me empujaba inexorablemente hasta el sol, a mí, al frío. Poco a poco aquella esfera anaranjada se iba acercando más y más, cada vez tenía menos frío, cada vez era más pequeño, cada vez estaba más cerca del sol, cada vez estaba más lejos del frío. La alfombra de prisa, más deprisa. El disco naranja, rojo, la alfombra deprisa, el disco rojo, amarillo, deprisa, más deprisa, el disco amarillo, blanco, deprisa más deprisa hasta…
Estaba en el disco, dentro de la esfera incandescente, yo, el frío, en el disco blanco, fundido y aprisionado en él.
Había estado esperando allá arriba, en mi altozano, vigilante y atento la llamada, pero no había acudido… había ido yo hacia ella…

Cuento 5

EL ORO DE LA VERDAD

El Príncipe Gúnterof y su esposa Ainnia, no formaban un matrimonio corriente. Estaban compenetrados en todo y no se guardaban ningún secreto. La docilidad, la obediencia absoluta al esposo, tal cual le habían enseñado sus mayores, cualidades que le predicaron antes de casarse, habían sido la iniciación de un hogar en el cual el esposo era el único eje.
El Príncipe reunía tantas cualidades personales, que el aceptarla a ella por esposa, era concederle el mayor de los honores...
Y Ainnia fue a la boda dispuesta a complacer en todo a su esposo y Señor. Y su cariño, su habilidad en tratarle, su intuición en aconsejarle cuando había que que tomar graves decisiones, su discreción y los hijos sanos, fuertes y hermosos que ella le fue dando, hicieron que la vida conyugal resultara muy dichosa para ambos.
La absoluta compenetración entre ambos esposos era muy feliz y dichosa. Y en aquellos remotos tiempos en que la mujer, por tradición, quedaba anulada; en que no se le tenía en cuenta, la conducta del Príncipe resultaba un tanto extraña. El apuesto y gallardo guerrero, uno de los hijos del rey Rodolfo, el hombre admirado por su valentía y su sagacidad, por su tesón y su rectitud, no tenía el juicio de quienes le escuchaban cuando con toda nobleza expresaba que su mujer era algo tan suyo, tan inherente a él, que le consultaba a menudo y se enorgullecía de ello.
Todos los que se encontraban a sus órdenes; todos aquellos que tenían que prestarle apoyo en sus empresas (lo mismo los que aportaban sus fortunas para que pudiera realizarlas, que los que le seguían en ellas dispuestos a jugarse la vida), sabían que su esposa jamás confiaba a sus hijos, a sus familiares, ni aun a sus más íntimos, ninguno de los proyectos o confidencias que les fuera manifestada por su esposo. A su inteligencia se unía una discreción inigualable.
La esposa salió un día a recibir a su marido. Ella sabía que el rey le había mandado llamar para una consulta importante. Le hizo la acostumbrada reverencia, y luego le miró a los ojos. A través de ellos adivinó que algo trascendental tenía que decirle:
- Mi padre, el Rey, querida esposa -inclinóse reverentemente como era la costumbre en aquel país al nombrarle-, me acaba de distinguir concediéndome el honor de que emprenda la reconquista de la región de Braslavia, donde se ha alzado un grupo de rebeldes, ayudado por unas gentes que han venido de tierras tan lejanas como extrañas...
- ¿Qué te parece, esposa mía?
- Qué triunfarás, esposo mío. No me cabe la menor duda -contestó la esposa sin el más mínimo gesto de vacilación-. Serás un héroe.
El Príncipe, sintíose muy reconfortado. De sobras conocía la prodigiosa intuición y los aciertos de su mujer. Nunca se había equivocado en sus predicciones por muy complejas que estas fueran.
- Tengo que prepararlo todo para que antes de que comience la época de las tormentas, nos hayamos echado a la mar y podamos poner pie de nuevo en aquella nuestra tierra que habremos de reconquistar, pues no podemos perder tiempo.
- ¿Dime a quienes he de mandar a buscar para que te acompañen, y ayuden en tan difícil campaña? -dijo la Princesa-: Me refiero, desde luego a tu personal de cámara.
No era la primera vez que ella también colaboraba en aquellas luchas que, en ocasiones, la ambición hacía que estas existieran en algunas de las más lejanas regiones.
El Príncipe, su esposo, se sentó sobre un escabel, y después de acabar de escribir le pasó a su mujer un papel.
- Toma -le dijo-. Aquí tienes una lista con los nombre de mis más fieles ayudantes. y otra también en la que he puesto a físicos y armadores y de la que se hará cargo el General. Ellos me acompañarán en esta campaña, pues en ellos he depositado siempre mi confianza.
Así la populosa población que gobernaba el príncipe Gúnterof, fue el centro donde iban trazándose los planes; organizándose la estrategia a seguir y repartiéndose el trabajo que a cada uno habría de corresponderle. Se eligieron los jefes más expertos en mandar las diferentes mesnadas, los cuales y como primera misión habría de ser la de elegir a los mejores entrenados, y así mismo adiestrar sobre la marcha a los muchos voluntarios que deseaban estar al lado de su Príncipe en aquellos días. Eran en su mayoría campesinos que habían bajado de las montañas, y venido desde los valles y aldeas cercanas pertenecientes a su región.
Había que prepararlos para la guerra pues si bien es verdad que eran hombres fuertes, jóvenes y duchos en las duras labores de la tierra, dejaban bastante que desear en el manejo de las armas. Pero, ellos querían ayudar fuera como fuese. Y así, los jefes, con cariño, comprendiendo la tarea que habría de llevar a cabo, daban órdenes y más órdenes, sobre todo a aquellos encargados de enseñar a muchos de los voluntarios, al trabajo propio que exigía la navegación y cuyos ejercicios requerían no sólo de astucia en el desembarco, sino en la pericia ante costas de difícil acceso dado lo abrupto del terreno, los arrecifes, los acantilados y hasta las defensas naturales, y otras fabricadas por su padre el Rey, casi imposibles de salvar y que se enclavaban por docenas cercanas a las costas.
El Palacio de los Príncipes, las mansiones incluidos sus fabulosos y amplísimos parques ajardinados junto con sus bosques fueron el Cuartel General de todo aquel ejército que habría de formar en tan arriesgada expedición, sin que se oyese ni una sola queja, ni la más mínima protesta o murmullo por parte de los voluntarios ya que estos no se esperaban tan trabajada y fatigosa instrucción.
Tanto el Príncipe como la Princesa, estaban todo el día pendientes de los más mínimos detalles. Cuidaban lo mismo de los que fabricaban el armamento, así como los armadores y contramaestres en referencia a sus labores como navegantes. Instalado en la nuevas viviendas provisionales que se levantaron en la villa, estuvieron atendidas, como atendidos estuvieron todos los guerreros por orden del Príncipe quien le pidió al pueblo que a ellos no les faltara de nada ya que estos sería la vanguardia, la tropa de choque que habría de ser la que abriera con sus poderosas lanzas los primeros ataques una vez desembarcados.
Como Ama de casa experta, que no sólo atiende a lo cotidiano, sino que previene de peligros y dolores tanto en su familia como en la servidumbre de Palacio, iba organizando, a la vez que ordenando y empaquetando material de primeros auxilios y curas: apósitos, vendajes, desinfectantes, anestesias caseras así como sus remedios para aquellos voluntariosos guerreros que cayeran heridos durante las batallas que preveía se iban a producir, y que tuvieran el auxilio a sus posibles heridas lo antes posible y de la forma más conveniente por parte de los médicos que los acompañaban, pues no todos podrían regresar vivos de aquellas expedición, ni todos iban a poder regresar ilesos.
- ¡Cuánto voy a notar tu ausencia, esposo mío! -dijo la Princesa un tanto circunspecta-. Y cuánto voy a echarte de menos durante las noches.
- Mi pensamiento siempre estará contigo, mi Reina -respondió el Príncipe al que se le notaba un cierto aturdimiento-. Yo también te echaré de menos a cada momento.
Una idea cruzó por la cabeza del noble Príncipe...
- ¡¿Y por qué, pensándolo bien, he de prescindir de tu presencia?! -dijo el Príncipe abriendo mucho los ojos.
- ¿No querrías acompañarme? -insistió tras unos segundos observando el posible gesto que se manifestara en el rostro de su esposa-. Yo desearía que estuvieras a mi lado.
- Complacer tus deseos ya sabes que es mi mayor alegría. Y presiento que te podré ser muy útil en esta campaña, y de seguro poder ayudarte en algún momento.
- Pues me alegraré que vengas conmigo si mi padre el Rey me concede esa gracia, que espero que así sea, pues contigo junto a mí mis fuerzas no flaquearán jamás.
-o0o-

Ya en el Palacio del Rey Rodolfo, y ante éste se vio compensada la espera que hubo de soportar ya que su padre se encontraba despachando con su Secretario, y siempre dio órdenes de no ser interrumpido en las cuestiones de gobierno. No obstante, cuando fue llamado a su presencia, el Rey, atendida la petición de su hijo se sintió satisfecho con la petición. Conocía muy bien las cualidades de su nuera, las virtudes de la esposa de su heredero, y comprendió que bajo su atenta vigilancia, sus cuidados y los servicios de socorro organizados por ella le tranquilizarían durante su ausencia al saber que estaría atendido con la máxima prudencia y perfección.
Así, la tropa, fiel, guerrera, bien organizada y disciplinada, experimentó una más que inmensa satisfacción al conocer la noticia, y un orgulloso y supremo sentimiento corrió por todo el campamento con su llegada. Sabían perfectamente que por primera vez en una campaña bélica, su Princesa iría acompañando al Almirante de la Flota, a su esposo el Príncipe. Era para ellos muy importante el que ella, su futura reina, fuera vista junto al ondeante gallardete real de la nave Capitana.
Con la óptima marea, al zarpar la numerosa y empavesada Flota, fue aclamada y otorgándosele el máximo de los honores: El poder izar sobre el más alto de los mástiles el pabellón Blanco como la nieve, del Rey, y en él, bordado un Sol en memoria de la diosa Rakfty, las gentes que ocupaban los muelles y las playas, las tripulaciones, los altos cargos y dignatarios reales y de la corte que habían ido a despedirlos, entonaron cánticos guerreros acompañados de los sones de trompas y atabales que los hacían vibrar con sus vibrantes a la vez que ensordecedoras notas.
El mar, inmenso, aunque tranquilo y suave mostraba un camino que podía llevarlos a la derrota, al cansancio, al fracaso o a la victoria, a la consagración de lo más alto anhelado: la fama por su propia fuerza y de la que su pueblo siempre había dudado, pues nunca lo tuvieron como hombre excesivamente audaz y valiente.
El mar, se definió, pronto varió su aspecto apacible para convertirse en una bestia altiva y brava, aunque su naturaleza noble, siempre confundió al hombre ante el fantasma de su propia ignorancia: los elementos no jugaban en la Naturaleza un papel por casualidad. La bravura poderosa de la mar recurría a toda clase de formas con las que sorprender a bisoños y expertos en el arte de la navegación con el fin de atemorizarlos una vez concebida la idea de, audazmente, surcar sus aguas.
Fue llegado el momento en que la sorpresa inesperada ante aquel brusco cambio de tiempo, en el que las furias se desataron convirtiendo aquellas olas en auténticas montañas de peligrosas espumas que, formando torrentes y cascadas elevadas como el mismo cielo, se abatían sobre las embarcaciones en espeluznantes estallidos, que hacían crujir las cuadernas como si de costillares humanos se tratara ante la embestidas de una manada de búfalos.
Teñidos de Negro, los nubarrones se esparcían por el firmamento, cegando de esta forma cualquier intento de encontrar la derrota esperada por los pilotos y capitanes de las diferentes naves.
Sonidos estruendosos, rugientes y atronadores destrozaban los tímpanos, impidiendo la recepción de las órdenes dadas de forma oportuna con el fin de sortear los mil y un peligros siempre al acecho tras la monumental ola cambiante. Rayos que provocaban el fuego y la muerte se lanzaban contra las jarcias, el velamen y sobre todo aquello que se encontrara en uso de aparejos para las cubiertas.
Llegado a un punto el desconcierto se hizo presente, Comenzó ha hacer estragos entre la marinería. La serenidad y la pericia del Piloto de la nave Capitana bajo las órdenes del Príncipe, lograban sortear los embate del mar, al mismo tiempo que evitaba el amotinamiento por parte de una tripulación , cuyo desaliento prosperaba viéndose inmersa en unas calamidades para las que no estaban preparados en razón de las ilusiones que les habían imbuído antes de partir, aunque todos comprendían que su resistencia acabaría doblegando a no tardar a los elementos, cuyas furias convertidas ahora en sus aliados, y en razón de sus fuerzas naturales, acabarían anulando con sus esfuerzos y tenacidad lo que más tarde sería considerado como audacia.
-“Las furias se han desatado contra nosotros” -pensaba el Príncipe-. Y es preciso aplacarlas.
Los contramaestres, jefes y marinería, y cuantos componían la expedición a quienes se había confiado una empresa que, de triunfar, tanta gloria proporcionaría tanto al Reino, y a su cabeza el Príncipe, como a todos aquellos valerosos guerreros y campesinado voluntarios que en en ella hubieran intervenido.
- Es de vital importancia el que alguien haga algo por calmar a los desatados elementos -dijo la Princesa a su marido -. Es necesario que hagamos una ofrenda a los dioses de las aguas, de las tormentas, de los huracanes, galernas y rayos; de la ira, del odio; Y que los invasores vean lo que hacemos por nuestras vidas, y que estimamos el triunfo en favor de nuestra raza y nuestras creencias, y sobre todo que a todo renunciamos con el fin de lograr que nuestro Rey sea obedecido y respetado-. Y continuaba-:Es necesario que comprendan que nuestra existencia no importa, que lo importante es la hazaña y el postrero triunfo. Y para que dejen de saciar sus odios sobre otros seres humanos; yo misma, por ello ofrecería mi vida, y tú esposo mío, conseguirás el triunfo; cumplirás la misión encomendada para gloria de tu casa, tu nombre, ejemplo de tus hijos y orgullo de tu padre, el Rey, tu pueblo, y de aquellos que hereden tu sangre de héroe; esa sangre que tras las batallas dejarás sobre la huella de tus pisadas la marca imborrable de la hermosa tierra Braslaviana.
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Ahora la tripulación, entre cortinas de agua, podía ver con nitidez el rostro de su Princesa cómo, aunque chorreando, por sus mejillas corrían lágrimas de aguante, mientras que mirando hacia arriba, todos con ella observaban como el cielo no era capaz de comenzar a abrirse en abanico y hacer de la lluvia unos finos encajes, y así comenzar a aclararse el tiempo a través del cual, el Sol hiciera intentos por dejarse ver, mientras que poco a poco hasta él iban llegando los tristes cánticos de la marinería amarrando aun con más fuerza, si cabe, de nuevo los aparejos de la cubierta.
La Princesa habló con tal firmeza y enfatizando sus palabras, que quedaba claramente reflejada en su rostro la decisión que la animaba. Su mirada relucía, pero, sus palabras no pudieron seguir brotando. Un trozo de grueso palo, cuya finalidad era sustituir a otros en caso de necesidad, se había soltado de sus amarras yendo a golpear a la Princesa en la cabeza la cual perdió el conocimiento, sin embargo durante el tiempo que estuvo con la conciencia perdida, el Príncipe y algunos de los jefes la oyeron hablar en estado semiinconsciente...
- “Sí, esposo adorado; ahora comprendo porque los dioses buenos quisieron que te acompañase. Ellos me guiaron hasta aquí. Tú, eras el predestinado para la victoria, pero, algo tienes que hacer, algo has de sacrificar para que esta se alíe contigo y así poder conseguirla. Y mi orgullo y mi alegría en este momento, es que estoy aquí, a tu lado, contigo, para servirte en la medida que sea necesario... ¡no es un sacrificio estéril! -decía la Princesa y continuaba-: Es mi vida, para que así la tuya alcance la cima, lo más alto que te deparó tu nacimiento... ¡Mi vida, y la tuya, esposo mío, son una sola! Aunque yo me vaya a aplacar a las furias tempestuosas del mar para evitar más calamidades, no temas por mí. Yo me quedo en tu corazón, en tus pensamientos, en tus brazos para que no decaigas jamás... Sólo mi cuerpo entregaré a la fiera marina, y te aseguro que la calmará.”
El Príncipe, cuando su esposa recobró el conocimiento, preguntando dónde estaba y que había ocurrido, la miró profunda y tiernamente. La estrechó contra su pecho y le habló dulcemente:
- Querida esposa. Qué orgulloso estoy de ti y de esos deseos que aún en tu ausencia has pretendido llevar a cabo con tal de salvar una grave situación y de la que no conseguimos salir, aunque justo es reconocer que un nuevo y aun más grave peligro nos acecha en esta travesía... ¡Cuánto te amo! Y aun en sueños has dicho bien las furias deben ser aplacadas, pero no de la manera que has exteriorizado... Por eso no voy a consentir que te lances al mar tu sola, y mucho menos sin que yo dé a tu conducta el realce que la misma se merece: Mis tapices y estandartes serán descolgados de mi camarote de mando, los cofres que contienen las más delicadas y valiosas joyas; las alfombras de los camarotes de mis jefes y oficiales te servirán de lecho, para que al caer tu cuerpo sobre las turbulentas aguas te sepulten en el Océano, dándote la entrada que merece tu gesto. Y cuando todo se hunda, cuando todo desaparezca, que a tu presentación ante los dioses malignos te acompañe el honor que te mereces.
Y abrazados aún, se miraron intensa, dulcemente, antes de que el Príncipe ordenase quedar a solas con sus capitanes de más confianza.
Pronto corrió la noticia entre las naves a través de las banderolas de señales que el señalero de turno se encargó de llevar agitándolas con más entusiasmo que nunca. Así la noticia fue transmitida de embarcación en embarcación... Y un hálito de pesar a la vez que de confianza se extendió sobre cada una de las cubiertas de aquellas naves. Pesar porque la esposa del Príncipe sacrificaba su vida por todos ellos; confianza, porque presentían que las furias desatadas de los dioses exigían un sacrificio humano, una víctima, y no permitían el avance de las naves sin cobrarse su tributo.
Sobre el encrespado oleaje fueron lanzados tapices, alfombras, cofres y joyas, y, ¡oh, milagro, sorpresa!. Justo en ese momento, todos pudieron apreciar como todo quedó de momento ordenado en el espacio que ocupaban aquellas prendas. Un espacio en el mar, y en el que las aguas quedaban apaciguadas, lisas y mansas mientras iban recibiendo unas tras otras las piezas que allí depositaban los hombres de a bordo.
Se pudo contemplar cómo en aquella especie de plataforma comenzaba a emerger una fuente de luz tan diamantina como el propio Sol, y cuya luminosidad perfilaba cada uno de los objetos de forma cristalina, dando a los cofres con sus joyas un brillo radiante que hicieron posible el que de las profundidades emergieran al mismo tiempo melodías las cuales se dejaban oír por todo el entorno.
La Princesa, desde lo alto del Castillo de Proa, serena, bellísima, vestida con sus mejores galas, miró al Blanco pabellón Real de la nave, que le infundió fe en el triunfo por el cual ella se sacrificaba; y luego miró, feliz, confortadoramente a su esposo, como dejándole toda su vida, sus ilusiones y su amor eterno.
Ya sólo quedaba el cuerpo! ¡Sólo quedaba la materia! Sin vacilar avanzó por la Amura, y sus pies aletearon en el espacio. Solemne, sublime, grandiosa, su figura, cual mariposa salida de un cuento de hadas, voló para quedar en reposo sobre las alfombras, los tapices de finísimas urdimbres realizadas con los más deslumbrantes hilos de oro y sedas, la joyería... Y a su peso, de un modo lento, majestuoso a la vez que ceremonioso y trágico, fue su cuerpo hundiéndose en las aguas, mientras a bordo de las naves los heraldos tocaban sus trompetas de largos tubos, y las olas fueron apaciguando su fuerza y su furia, calmando su bravío ímpetu. Así, los navíos hasta hace poco agitados y en peligro, avanzaron ahora sobre un mar en reposo y un viento favorable imposible de describir.
Asombrados ante esta decisión, amor, arrojo y valentía, los hombres marinos y guerreros vieron, con lágrimas en los ojos, cómo su Princesa daba la vida por la gloria de su esposo, de su Rey y de su reino, y por afinidad por la de ellos.
El Príncipe y sus hombre al advertir que las aguas ya se volvían mansas, y que el viento ahora se hacía cómplice de su deseo de que todo tuviera un buen fin; que en el cielo asomaban las primeras estrellas, y que no habían vuelto a ver desde que abandonaron sus costas, experimentaron una seguridad que hizo siembra fructífera entre las distintas tripulaciones. ¡El triunfo estaba próximo! La intuición y el sacrificio de la Princesa había hecho comprender que los dioses apetecían una víctima tan inocente como resignada y noble.
¡La victoria no tardaría en llegar! Y, cuando siete días más tarde, en un mar que seguía en calma y sin ser abandonados por aquellos favorables vientos que empujaban dulcemente cada uno de los navíos, la costa, su costa, el Príncipe llamó a asamblea a todos sus jefes y capitanes, y con su voz ahora más pletórica y abonada por la seguridad de sus sentimientos, firmemente les anunció:
- ¡Tenemos que vencer, y venceremos! ¡El pabellón del Sol de la gran Braslavia ha de estar en su lugar de siempre, en la parte más alta de la costa y que ahora ya divisamos! ¡Por el Rey, por hacernos dignos de él, con la ayuda invisible pero real de mi esposa, de la Princesa Ainnia que siempre estará en nuestros corazones...! ¡A la lucha!
Jamás el Príncipe desde su calidad de guerrero había arengado a sus tropas de aquella manera. Sus palabras de aliento fueron un estímulo sin duda desconocido. Los guerreros, los jefes y capitanes, se sintieron estimulados con aquel ímpetu absolutamente inusual. Lo mismo que la Princesa había calmado con su sacrificio la furia de aquellas aguas, su arenga les infundía un valor sin límites.
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Arribados a la costa, el Príncipe, al poner el pie sobre la arena de aquella playa tropezó con un diminuto objeto. Se inclinó para recogerlo, y cuando lo tuvo en la mano... ¡oh, sorpresa! Era uno de los peinecillos de oro y nácar que su esposa había llevado para recoger su hermoso cabello antes de dejarse caer sobre la encrespada mar. Por ello, el Príncipe pensó en que ella estaba presente en aquel crucial instante. ¡El mar había depositado en la playa el recuerdo de su esposa... clara demostración de en cuánto había influido su sacrificio! Los vaticinios de su esposa se habían cumplido una vez más.
El Príncipe mostró en alto aquella pequeña prenda, y una corriente de simpatía, agradecimiento y entusiasmo, se extendió por el ejercito... ¡Mi esposa está con todos nosotros! -dijo con voz suficiente para que ello fuera oído más allá de los confines del mar...
Y todos, jefes y guerreros, se lanzaron al ataque cegados, convencidos de su destreza y de su valor; ahora nada temían ni nada los iba a detener, para ellos la protección de su Princesa aunque invisible era más que manifiesta.
Y salvaron arrecifes, vencieron escollos, murallas así como con el manejo de las espadas y las lanzas, de las flechas y las piedras lanzadas con grandes correas a modo de hondas las cuales iban impregnadas de aceite las cuales al igual que las flechas era incendiadas.
El pabellón Real, brillando al Sol, ondeaba en el lugar que siempre tuvo reservado, y tal cual había ordenado el Príncipe. Quería que esto fuera así antes de que la luna saliera para ver la victoria absoluta de sus hombres sobre aquel pueblo bárbaro que, llegado de tierras extrañas y unidos a los rebeldes, quisieron adueñarse de un vasto territorio del reino Braslaviano. La rendición fue absoluta y sin condiciones.
Dejada las leyes que le ordenara su padre, el Rey, para cada uno de los pueblos de aquella parte del reino en manos de los nobles que lo acompañaban, y que serían los que provisionalmente se harían cargo de las diferentes gestiones de gobierno, embarcaron de nuevo para regresar a la capital. Había transcurrido un mes desde que se produjera la tan ansiada victoria, tiempo que el príncipe estimó más que suficiente para que los hombres descansaran y que los pocos heridos fueran debidamente atendidos.
La travesía se realizó sobre una balsa de aceite; el mar templado y suave dio a los hombres la posibilidad del entretenimiento con la pesca, y así entre risas entusiasmadas y cánticos, arribaron a aquellos muelles de los que pensaron por algunos momentos tiempo atrás que jamás volverían a pisar. Muchos ojos se anegaron de lágrimas al contemplar en la cercanía, cómo una ingente multitud se arremolinaba sobre las tablazones para, entre griteríos ensordecedores, cantos y pañuelos al aire, dar la bienvenida más cálida a los héroes de aquella hazaña.
Fueron tumultuosos y llenos de sentimientos los distintos encuentros con los familiares; todo eran abrazos y felicitaciones ante las noticias que corrían, en las diferentes partes del muelle a donde iban atracando nave tras nave, acerca de que la región había vuelto a la normalidad y de que aquellos familiares que allá tuvieran allegados, estuvieran tranquilos pues todos se encontraban bien y fuera de peligro.
Atracada ya la última de las naves, y encontrándose todos los jefes y capitanes en perfecta formación, no así a la marinería a la que se le había dado absoluta libertad por orden del Rey a través de las señales de banderas, debido al conocimiento que le transmitieron de que la victoria había sido rotunda gracias al valor de aquellos hombres, y con su Príncipe al frente, el Rey Rodolfo quiso premiar a su hijo, y, ante su pueblo, otorgándole el más alto de los honores del Reino, y poniendo a su disposición las más grandes riquezas jamás conocidas.
Honores y riquezas fueron aceptadas por el Príncipe, haciendo constar que sólo y exclusivamente lo aceptaba para sus hijos, para su estirpe, sus herederos. Él, le aseguro a su padre, no quería nada para sí.
Estas palabras, que fueron escuchadas con el mayor interés y celo por las dignísimas autoridades representativas de la corte Braslaviana, así como por los representantes nobles de alta cuna y realeza de otros reinos, conocidas las dificultades que hubieron de afrontar, así como el terrible sacrificio que hubo de realizar la Princesa para que aquella expedición llevara a feliz término tan peligrosa como necesaria campaña, todos querían ahora consolar al joven Príncipe el cual, a un a pesar de haber demostrado sus grandes cualidades como estratega, y un valor no sólo individual sino, y lo que es más difícil aún, una valentía que llegó a calar en el ánimo de sus guerreros. Ya todo eran saludos efusivos y vítores en honor del héroe. Un grupo de mujeres ataviadas a la antigua usanza, y otro grupo de jóvenes con blusas anaranjadas y faldas azules, se habrían paso entre la multitud y todas con canastillos en el cuadril y repletos de pétalos de rosas blancas y amarillas, iban creando , al paso del Rey y su hijo, una colorida alfombra haciendo que ambos, no cupiesen en sí de felicidad.
Aunque el momento era de gran trascendencia para el reino, el Príncipe Gunterof no perdía su dominio sobre la situación, como en sus ojos tampoco se apreciaba la más mínima pena o dolor alguno; tampoco en su pensamiento había hecho nido la más mínima muestra de preocupación. Su mente sólo estaba ocupada con el recuerdo de las palabras de su esposa ante el sacrificio que le prometió a los dioses, y que sin el más mínimo género de reservas llegó a cumplir por el bien del su esposo, de la expedición y de todos los hombres que en aquellos momentos se encontraban en peligro de sucumbir bajo la furia nunca conocida de aquel mar: “Mi fiel esposo, estamos tan unidos, tan enamorados, tan compenetrados, que un cuerpo puede irse al fondo de este mar, pero, mi Espíritu quedará por siempre contigo: ¡Jamás nunca nada nos separará! Y el triunfo, tú triunfo, será tan mío, que la vida no me necesitará.
El destino quiso que te acompañara porque era necesario pagar con una vida para conseguir el triunfo de tu empresa, para el triunfo de una empresa de tan alta envergadura como esta. Si hubieras marchado sólo, tu persona habría sido el pago. Por ello, yendo los dos juntos será posible el triunfo, no obstante, es necesario sacrificar una vida; Y la mía no importa. Amar, es compartirlo todo, sin condiciones; sin tan sólo pedir nada a cambio. Dar algo con Amor y por amor nunca deberá ser considerado como un sacrificio, sobre todo cuando se da o se hace para esa persona que, en cierta medida, es parte de nuestra propia vida”.
Durante todo el día la ciudad vivió una de sus más grandes fiestas que el Príncipe no quiso prohibir aun a pesar de que el Consejo del reino así lo recomendara. En los balcones se colgaron las mejores colchas cuyo centro quedaba adornado con un lazo negro en honor de la princesa Ainnia. En el Palacio se vivieron grandes momentos recordando siempre la entrega de la Princesa, y hasta los trovadores, a media tarde, ya tenían compuestas hermosas trovas que fueron cantadas cuando el Sol ya se perdía entre los encajes anaranjados en los que se convertían las copas de los árboles por allá por el Poniente
Sería ese momento el elegido por el Príncipe para ausentándose de los faustos, dirigirse a uno de sus lugares favoritos y que siempre visitaba acompañado de su esposa. Una alta colina desde la que se podía contemplar todo el reino hacia Poniente, mientras que hacia Levante se divisaba el mar abierto una vez traspasada la salida del río que daba vida a la ciudad. Desde allí se podía ver el Océano en toda su grandiosidad y amplitud.
Ahora, su mirada y su pensamiento, una vez en lo más alto de la cima y sentado sobre una parte del riscal, se perdían en él, con los ojos anegados de lágrimas. “Bajo aquellas aguas te encuentras, amor de mi vida” -decía el Príncipe con un leve susurro-. Parecía como si de esta manera quisiera sondear en lo más profundo de él, y así poder encontrarse con la mirada y el pensamiento de su amada, exclamando lentamente con la más dulce y total veneración: “¡Mi mujer, mi esposa, mi Princesa!”
Cuento 6

EL VERDADERO TESORO
Desde pequeño, un sueño se apoderó de su mente. En sus pasatiempos y juegos aquel deseo acompañaba sus horas, y los libros y películas de aventuras donde su sueño aparecía eran sus favoritos.
Poco importaba el amor que sus padres le demostraban. Poco servía el que sus amigos rodearan con débiles lazos sus soledades, él quería lograr evadirse de todo y llevar a cabo su gran hazaña: encontrar una isla desierta donde, quizás, descubriera un rico e inestimable tesoro.
Esta idea, acompañó todos los días de su vida, y cada noche el sueño lo trasladaba a su soñado paraíso, y era entonces cuando saboreaba su deseo prohibido. Pero una de esas noches, un sueño vino a despertar su confusa mente; en esa noche vió como de su lado se apartaban sus amigos y compañeros llevándose su tortura, y ante su dolor se sintió solo.
Cuando despertó, un sudor frío recorría su cuerpo, y el miedo le hacia murmurar: no puede ser, no puede ser, mis amigos, mis posesiones, mis sentimientos…
Poco a poco se fue normalizando, pero la idea se le repetía una y otra vez en su mente, y esta imagen le agobiaba día y noche, sin dejarlo descansar ni un solo momento.
Llegó a tal extremo de agotamiento que pensó luchar contra esta fantasmal imagen, y así, para vencer aquella segura voz que oyera en esa extraña noche le contestó altivamente: No, nunca estaré solo, ni la muerte me arrebatará de la mente de mis amigos, y hoy, de una vez para siempre te lo demostraré.
Y sin pensarlo más, llamó a todas las personas que diariamente lo rodeaban demostrándole su afecto y comprensión, y con el rostro desencajado por la angustia de las noches pasadas le dijo así: Hoy mis amigos de vida, me despediré de todos vosotros, una cruel enfermedad me está aquejando y he de luchar contra ella, con todas mis fuerzas y riquezas. Pero quiero pediros vuestra ayuda en estos momentos…
Pero no pudo acabar su bien estudiada frase, sus ojos aterrorizados volvían a ver la misma escena: sus amigos y compañeros llevándose todos sus objetos de valor, apartándose de su lado.
Entonces la profunda voz habló de nuevo: Al fin te has convencido de que todo hombre se encuentra solo, solo para luchar por alcanzar su destino. Por ello, podrás hoy hacer realidad tu sueño, porque la isla desierta eres tú mismo, aquella en la que tienes enterrado el más buscado de los tesoros: un corazón de nobles sentimientos. Al terminar de hablar y levantar la mirada, pudo ver a otro hombre que, sonriéndole, caminaba junto a él, fueron entonces, dos islas solitarias en busca de sus escondidos y más preciados de los tesoros jamás imaginados…

Cuento 7

LA CHINA
 
Aquel inmenso y bello mar, bañaba aquella extraordinaria y hermosa playa, bañaba sus doradas arenas y de vez en cuando las vestía de blancas gasas con encajes nacarados.
Aquella tarde y como siempre, rodeada de seres iguales que yo pero, a los que llamo con el nombre de “guijarros”, me encontraba con aire expectante, ansiosa, mirando el bello mar.
Recordaba aquel día en que la marea subió tanto que llegó a bañarme a mí también; cuan a gusto me sentí, cuanto relax producido por aquellas espumas.
Que feliz me sentía. Día tras día, aquellas verdes y acariciantes aguas aseaban mi lisa superficie, la cual relucía bajo los rayos del sol ante la mirada impresionada de unos y otros.
Desde aquella tarde sigo expectante y ansiosa, pues son ya muchas en las que espero que la marea vuelva a llegar hasta mí nuevamente, refresque y limpie mi superficie, suciedad producida por la cantidad de inmundicia que se amontona en mi entorno sobre la playa.
Esta tarde estoy triste… muy triste, pues la marea ha vuelto a bañarme, pero no me han limpiado bien; es una marea de un color diferente, raro y oscuro, carece de espumas y aunque su olor no es del todo desagradable, a mi no me gusta mucho.
El sol ya va buscando de nuevo aquella rara y lejana raya tras la cual se oculta cada día. Ya es tarde… hoy tampoco vendrán a limpiarme, tal vez mañana…

Cuento 8



LA MONTAÑA


Ataviado con mi magnífico equipo de montañismo, con mi buen calzado, mi tienda y demás elementos propios de un escalador, me dispongo a subir por el lado Norte de la orgullosa y altiva montaña, y sin que desde el lugar donde me encontraba, al pie de ella, pudiera ver su cima pero, no importaba, ya la había visto en Internet y quedé prendado de su grandiosidad y belleza.
Sabía por las imágenes vistas, que este lado es el que ofrece mayor dificultad, mayor y más dura agresividad pero, las empresas que se acometen en la vida, si son difíciles, son las más dignas de los seres humanos: A mayor dificultad, si se triunfa en el empeño, mayor será el premio y aun mayor la emoción.
En aquellos momentos en los que me encontraba montando la tienda, comenzaron a caer unos copos de nieve que me parecieron palomitas de maíz. Mi corazón saltaba con la contemplación de aquellos copos blancos y tras los cuales yo sabía que se encontraba la montaña, aquella cara Norte que en cuanto estuviera dispuesto iba a acometer.
Acabo la faena, me meto en mi saco tras haber dado cuenta de la ración que previamente tenía estudiada consumir en cada momento del día, y espero el amanecer... Este llega, como empujando a la noche que presiente que alguien esta esperando este momento. Me encuentro solo en esta hazaña que pretendo realizar y, una vez todo dispuesto, comienzo la ascensión, empiezo a trepar, acompañado por mi gran mochila, mi buena cordada, un estupendo piolet, regalo de un amigo, y provisto además de un martillo bien sujeto a un arnés del que cuelgan una buena dotación de garfios, doy el primer paso con el corazón a punto de saltar.
Cual si de un escalador profesional se tratara, despacio, muy despacio y analizando los salientes, voy ascendiendo, agarrándome a unas y otras rocas, asiéndome a los pequeños y afilados relieves que presenta la cara Norte de la orgullosa y altiva montaña, y mirando hacia abajo veo como me voy alejando de aquel lugar en el que comencé la escalada. Mis botas claveteadas van hiriendo la piel dela montaña, al tiempo que me van llevando hacia arriba.
Han pasado varias horas, no sé cuantas. El sudor, la sequedad de la garganta y el cansancio comienzan a hacer mella en mi. Me invaden. La tormenta de nieve amaina y se recupera, viene conmigo, me acompaña cual fiel amiga que, al parecer, quisiera estar presente por si la necesitara y así humedeciendo mis rostro, refrescarlo y poder seguir hacia arriba, hacia la cima.
La cima, aunque sin poder verla, la siento más cercana; Siento como me llama... Su voz es cálida, tan cercana como amistosa.
Las fuerzas me van abandonando, es como si no quisieran seguir a mi entusiasmo, a mi ánimo cuando todos deben ir juntos, unidos por la misma idea, por la misma razón, por la misma aventura.
Comienza a anochecer y busco con ansias un lugar donde pasar la noche, donde descansar del esfuerzo primero. Busco entre la nieve y las rocas, las rocas y el manto de nieve. En un saliente veo un especie de nido de algún ave; me acerco y allí entre ramas secas y hojarascas que en algún tiempo sirvieron para anidar me amarro, me descuelgo la gran mochila y dando por terminada esta etapa, doy cuenta de la ración correspondiente a la noche y me introduzco en el saco de dormir a esperar la nueva mañana y con ella la nueva oportunidad de seguir ascendiendo para poder cumplir con mi deseo, cumplir con la promesa de alcanzar la cima de la montaña, la cima de mi hazaña, la cima de aquello que un tiempo atrás me propuse cuando la vi por primera vez.
Pasó el tiempo, el cansancio me pudo, y la luz del amanecer reemplazó a las sombras.
Todo recogido, de nuevo inicié el ascenso. Mire hacia abajo y ya no veía el punto de partida, La tormenta de la noche había cesado en su fuerza y ahora unos delicados copos blancos me alegraban la subida, unos copos casi transparentes que me permitieron ver algo más allá... Y fue entonces cuando pude comprobar con cierta claridad que me encontraba cerca de la cima, cerca de poder cumplir lo que yo consideraba una hazaña.
Por fin unas horas después pude contemplarla, allí estaba la cima, el final... Allí en lo alto se me ofrecía la cumbre. Con una sonrisa en mis ateridos labios y un gozo que no sabría explicar, mi entusiasmo pareció dar alas a mis pesadas botas y conseguir que mis escasas fuerzas se renovaran y de nuevo cobraran ese ímpetu del que dispuse apenas comencé a escalar la cara Norte de la que ya sería mi montaña.
Con unos últimos golpes del piolet, con un avance último de mis doloridas piernas, con ese último esfuerzo logré saltar a la cima, conseguí llegar al final de mi sueño.
Mi amigo el Sol me acarició el rostro, llenó mi cara de su luz. Cuando me quité la protección de mis gafas, pude ver como delante de mi se extendía la playa más hermosa que jamás ser humano pudiera imaginar.
Ya mi sorpresa no tenía límites, había subido por la cara Norte, la más dura y difícil; había llegado a la cima, había llegado al mar de mis sueños. Las gaviotas me saludan, las olas observo como me sonríen con sus rizados bucles sobre aquellas doradas arenas. Tras el saludo de bienvenida que me ofrece mi amigo el Sol, y vestido como estoy con mi equipo de escalada, comienzo a dar un descansado paseo por la playa.
Cuentan que hace muchos años un hombre fue visto paseando por aquella playa, y cómo de vez en cuando se paraba y volviéndose de espaldas al mar, se quedaba mirando a aquella hermosa, altiva y orgullosa montaña. Parecía como si de su reflexión se pudiera extraer el que él quería escalarla pero no sabía como, y que nunca encontró el camino. Iba ataviado con un completo equipo de escalada.

 

Cuento 9



ORÍGENES DE LA PRIMERA MUÑECA



Hace algunos días, paseando por la calle Regla Sanz, en el Barrio León (mi Barrio), me detuvo un amigo de la infancia; iba con una de sus hijas; nos saludamos afectuosamente, y entre variedad de temas actuales y recuerdos, me comentó que era un asiduo de la Revista Triana, al tiempo que haciéndose eco de una petición de su hija, me comentó que porqué no escribía algo para los niños. Por ello y aprovechando esta Navidad y Reyes, les voy a regalar a todas las niñas y menos niñas, y porque unas están y otras estuvieron en edad de ello: “El origen de la primera muñeca”; objeto mágico y maravilloso que a unas ahora las llena, y a otras continuarán llenando de felicidad.

Con mi recuerdo especial para María del Pilar Sinué, sin la cual esta historia es muy posible que hoy no se hubiese llevado a cabo.

El cuento

Hace ya muchos años, y bien podría decirse que siglos, que en una pequeña villa de Sevilla, en Andalucía, y a orillas del rio Guadalquivir, vivía una familia de artesanos, muy dichosa y que estaba compuesta por Juan Vázquez, fabricante de juguetes, de su encantadora esposa Marta y de su hijita pequeña, adorable y risueña, y a la que llamaban con el nombre de Muñeca. Ésta, contaba sólo cinco añitos por lo que era un prodigio de inocencia, bondad y talento además de una belleza y dulzura especial.

¡Qué linda estaba la niña, y que simpática cuando cogida a la falda de su madre la seguía por toda la casa como si fuera su sombra! ¡Qué linda estaba la niña saltando como un pajarillo delante de su puerta y dando en la palma de su manita miguitas de pan a su gallinita blanca!

Por la noche, Muñeca era la que alegraba el hogar con su inquietud y su charla infantil; y así, entre risas y sonrisas, pasaba de los brazos de su madre a los de su padre. Luego ya cansada cerraba aquellos ojitos de un azul de cielo en los que se veía la vida, e inclinando su cabecita sobre el regazo de su madre se quedaba dormida con la boquita entre abierta, sonriente y con los cabellos de oro esparcidos sobre sus pequeños hombros.

¡Ciertamente que la hubiera creído un Ángel! Y un Ángel debió ser muy pronto pues un día, Dios al reparar en ella y verla como una delicada y bellísima flor, la quiso para su Jardín; Hizo volar hasta allí a un Ángel; Y al pasar por encima de su frente la tocó con una pluma de sus alas blancas. La pobre Muñeca perdió las fuerzas y la alegría. Llamaron al médico más famoso de la pequeña ciudad, y cuando éste llegó y vio a la niña movió tristemente la cabeza mirando al cielo, saliendo de la pequeña habitación con el paso lento y lleno de amargura.

Marta, su madre, encendió una vela blanca que estuvo ardiendo toda la noche, y apagándose por sí misma con la llegada del alba. Ambas habían cumplido su misión, pues en ese momento el cuerpecito material de Muñeca había dejado de existir, y fue justo en ese instante en que los ángeles bajaron y recogieron su Espíritu entre danzas y cánticos.

Los vecinos de aquel pueblo, pronto se olvidaron de la niña; claro, ellos tenían otros hijos, pero, Marta cayó enferma de tristeza, quería morir también. Juan, estuvo como loco bastante tiempo y sus cabellos se pusieron blancos y la cara se le llenó de arrugas hasta tal punto que en tan corto espacio de tiempo parecía un viejo. El recuerdo de su pequeña Muñeca hacía que cada noche se convirtiera en un siglo en la casa; ya no se oían más que los gemidos del viento, el canto de los grillos y el color del dolor que parecía lamentarse entre las llamas de la chimenea, y cuando el viento gemía en las ventanas y movía las hojas, Marta y Juan pensaban en su preciosa hijita; escuchaban como si la oyesen y miraban en su alrededor como si esperasen verla. Aunque esto que os voy a decir es difícil de entender, es muy posible que, aunque no la vieran, si estuvieran sintiendo su presencia, estuvieran sintiendo algo…, ése algo que no es más que la energía Blanca que se desprende de las personas buenas y que, de una forma u otra, siempre quedan en la casa.

Cada vez que el Artesano se ponía a trabajar, su corazón se llenaba de una tristeza infinita y sus ojos se le llenaban de lágrimas, hasta el extremo de que las herramientas se le caían de las manos, y ni siquiera las marionetas que fabricaba en épocas de la Navidad tenían la misma alegría en su terminación. Los perritos de cartón, temblaban sobre sus patitas, y daba lástima verlos con sus rabitos caídos y sus ojitos inquietos y tristes como si de perritos vagabundos se tratase, cuando andan buscando alguien que les recoja de la calle. Las figuritas de madera también inclinaban sus cabecitas como si fueran ellas las culpables, y hasta los caballitos parecían tan fatigados como si hubiesen estado echando carreras. Todo lo que hacía el bueno de Juan Vazquez con aquel estado de ánimo llevaba el sello de la nostalgia más triste.

Un buen día, se hallaba en su taller trabajando en sus juguetes y como siempre pensando en su hijita; con la vista perdida en la nostalgia y un trozo de madera entre sus manos labraba como de costumbre; de repente, miró lo que estaba haciendo y su mirada se iluminó, su frente se volvió radiante y un grito de alegría nació en su garganta momentos antes atenazada por la tristeza.

Inspirado por el dolor, y guiado siempre por el recuerdo, la mano del Artesano que sostenía una gubia, había tallado el rostro de su hijita Muñeca en la madera. ¡Era una obra maestra, era, sin duda, una maravilla; era el prodigio del Amor paternal que había convertido a un pobre Artesano en un gran Artista.

Juan, entró corriendo en el cuarto en el que su mujer se hallaba hilando en el torno, y dando gritos de alegría le mostró el trozo de madera. Marta alzó la cabeza de la labor que estaba realizando, y reconociendo al instante la dulce carita de su nenita, la tomó entre sus manos y con todo ése Amor del que tan sólo es capaz una madre, la estrechó contra su pecho cubriéndola de besos, y exclamó: ¡Mi niña, mi nena, nuestra hijita!

Era en efecto ella. Era Muñeca, con su boquita sonriente, su barbilla con el hoyuelo, sus ojitos, que le parecieron también de color azul, sus redondas y sonrosadas mejillas y su nariciya pequeña.

Una idea atravesó por la mente de Marta. Y sin pestañear, tomó la linda figurita, apenas sin terminar, y la colocó sobre la mesa de costura; ella también estaba inspirada por la luz del Amor, y para hacer aun más perfecta la semejanza se puso a vestirla como vestía a su hijita. Al momento se puso a la obra; su rápida aguja voló como si recibiera el impulso de la mano de un Hada.

Poco después, la figurita llevaba un corpiño rojo y una faldita de flores celestes, sus pequeñas manos estaban cubiertas con flecos blancos; en el cuello llevaba la crucecita de plata que su hijita usaba en las fiestas, y sus cabellos hechos de lana fina eran rubios y estaban sujetos con una cintita de color verde.

Cuando estuvo terminada, Juan y Marta abrazados sonrieron ante la querida imagen exclamando los dos a la vez: ¡La llamaremos… Muñeca!

Marta tomó la figurita y la colocó encima de la repisa de la chimenea.

Pasando el tiempo la casa de Juan y Marta había cambiado, reinaba otra alegría. Cierto día un comerciante de Valencia que se encontraba de paso y que alguna vez había visitado al Artesano por motivos comerciales, vio la figurita de Juan; la copió discreta y diestramente e hizo fabricar miles de ellas que fueron vendidas por todo el mundo.


Cuento 10


UN PEDAZO DE AZUL


Había una distancia considerable, una distancia casi infinita; Me parecía que el espacio no se pudiera abarcar, como cuando miras desde arriba y el horizonte, allá en el otro lado, se te convierte en una línea que, al parecer, une o separa el cielo de la tierra, del mar, de la montaña, no podía definir al cielo del valle, a la campiña del cielo...

¿Cómo poder subir hasta allí, me preguntaba...?

El camino era estrecho y angosto, rodeado de luminosos y altos álamos blancos. Recorriendo con la mirada el enorme tronco de uno de ellos, comienzo a subir por él con la intención de poder llegar a una parte de aquel misterioso lado que existía encima o casi encima de la copa, allá en lo más alto, allá en lo más lejano; Un trozo azulado, grande y a la vez pequeño que me atraía, que me había atraído desde que era pequeño, desde que empecé a sentir, desde aquellos primeros días en que comencé a vivir...

Trepé hacía arriba por el tronco, por aquel cuerpo del árbol, por el Álamo Blanco y hermoso que se me ofrecía como un don, por aquella especie de camino que desde siempre creí que era de mi propiedad, por eso estaba convencido de que era el mejor.

No lo tuve muy claro pero, aproximadamente en la mitad del recorrido la causalidad hizo que encontrara un hueco en el tronco, en aquel hermoso y audaz Álamo Blanco que sabe Dios cuantos años llevaba allí luchando en armonía con su madre Tierra, con su Madre la Naturaleza.

Indeciso, sin saber si seguir hacia arriba o entrar en el hueco, estuve pensando y meditando sobre cual sería la decisión que me reportaría mayor satisfacción.

Se levantó una brisa suave, un airecillo que al besar mis rostro refrescó mi sudorosa piel, refrescó mi rostro indeciso, un rostro que, a veces, no puedo definir el porqué de aquellas dudas...

El aire no llegó solo, traía de la mano a su inseparable compañero: el viento. Momentos después ya era un viento fuerte, muy fuerte que azotaba mi rostro ya cansado, por lo que mi fatigado cuerpo comenzó a sufrir un episodio de temblores naturales. Tenía delante de mi aquel hueco, un hueco que me sorprendió por su oscuridad, por su negrura pero, que al mismo tiempo, me ofrecía amoroso un resguardo, que al mismo tiempo me ofrecía su calor.

Miré hacia arriba, hacia aquel trozo preñado de un Azul grande y a la vez pequeño que me atraía, sin embargo me daba la impresión de que aun estaba lejos, muy lejos de poderlo alcanzar, de llegar a él.

Delante de mi, cerca, muy cerca estaba aquel hueco donde cobijarme, aquel lugar donde podría burlar al viento, aquel fuerte viento que entorpecía mi caminar, que no me dejaba ascender.

El viento trajo unos enormes nubarrones, que con sus negras y grises panzas, taparon aquel trozo de azulado espacio que antes viera; Taparon el lugar hacía donde desde hacía un buen rato yo me dirigía. Comenzaron a caer gruesas gotas de lluvia que poco a poco me iban haciendo daño y colándose entre mis ropas hasta llegar a mi piel.

Brisa, aire, viento, agua, frío y camino es todo lo que pasaba por mi pequeña y a la vez gran mente pero, sobre todo... camino largo, muy largo.

Todos se unieron en un enorme y gran abrazo; en su enorme y gran esfuerzo por impedirme avanzar, por impedirme llegar. Pero, todo ello ¿Por qué?

Miré de nuevo y por última vez el hueco, a la gran entrada que parecía llamarme, de hecho me llamaba con voz fuerte, con una voz que me pareció terrible.

Aquella voz tiró de mi y me llevó hasta dentro del hueco...

Casi sin querer o sin darme cuenta, casi sin pensar en que era lo que había ocurrido momentos antes, me encontré de nuevo en el camino, ese camino estrecho y angosto, largo muy largo que llega hasta aquel trozo de color Azul allá, cercano a la copa de aquel hermoso y Blanco Álamo.



Cuento 11





LA ORIENTADORA
En el amanecer del siguiente día estábamos mi amigo y yo en las afueras de nuestra ciudad dispuestos a caminar, una ciudad pequeña y oblonga situada en la falda de la sierra, una ciudad en parte conocida y en otra, desconocida aunque siempre amiga, amiga como todo aquello que una vez conocido, a veces se torna en enemigo.
El sinuoso, elegido y apreciable camino desde abajo se veía que era largo, e iba lejos, muy lejos, iba hacia arriba, a la alta cresta de la sierra.
De pronto nos quedamos sorprendidos ante la majestuosidad de una sombra. Se presentó, posada y sin inmutarse ante nosotros, era de un azul muy azul, casi negro, de extrañas dimensiones pero, fuerte e inquieta. Una azulada águila que se limitó a extender sus largas y poderosas alas en señal, quisimos pensar, que de bienvenida. Un poco asombrados, y a un gesto de ella que quisimos entender habríamos interpretado correctamente, nos subimos sobre su sólida y maravillosa espalda.
Una vez felizmente acomodados mi amigo y yo, remontó el vuelo en dirección a la sierra, a la parte más alta de aquella encrespada y ahora desconocida sierra.
Nalia, que así se llamaba el águila mientras volaban y volaba hacia nuestro extraño destino, nos iba relatando las características del camino, sus lugares y nombres, sus hombres, sus costumbres...
Pasó un corto espacio de tiempo y Nalia se posó en el suelo, al pie de una enorme pared de pizarra, nos bajamos sorprendidos de cómo naturaleza nos deleitaba con aquella maravillosa obra.
Nalia nos contó que allí, por aquella pared, a la que en aquel lugar se le llama tranco, los numerosos escaladores de la comarca, trepan por sus escarpadas rutas, como preparándose, como ensayándose para una escalada mayor.
Me sorprendí cuando poco a poco, lentamente el águila azulada se fue transformando en un hermoso hombre, la cabeza de bellas plumas hacia atrás se tornó en cabeza humana, las alas se tornaron en brazos y manos, las garras se convirtieron en poderosas piernas y pies. Nos dijo que aguardáramos un momento, lo hicimos; al poco, volvió con toda la indumentaria de escalada, picolas, garfios, pinchos, cuerdas, poleas y argollas así como todo lo necesario para subir por aquella escarpada ladera, todo lo necesario para llegar arriba.
Comenzamos la escalada dirigidos por Nalia, y casi sin ningún efuerzo por nuestra parte llegamos arriba, llegamos a lo alto, llegamos al final.
Un poco cansados, nos sentamos sobre una peña, admirando el maravilloso paisaje; se divisaban desde allí montañas y valles, gargantas y diminutos, debido a la distancia, blancos caseríos, nubes en la ollas más profundas y tierras, y más lejos, más allá todavía, incluso podíamos ver algún que otro lejano país.
Estabamos deleitándonos con tan agradables y sobrecogedoras vistas, cuando poco a poco y casi sin notarlo, vi como Nalia comenzó de nuevo a transformarse: empezó de nuevo a convertirse en águila. Una vez terminó su transformación, nos invitó de nuevo a subir.
Desplegó sus enormes alas, y doblegando las corrientes continuamos el vuelo, continuamos el viaje, el viaje hacia arriba, un más arriba que ya todo era espacio.
Nalia siguió hablándonos de cómo era su país, de cómo era su entorno, de cómo era ella misma.
Llegamos a un hermoso valle por el que serpentea un cantarino río; desde arriba, desde nuestra posición, se veían multitud de parcelas verdes, ocres y marrones, coloridos propios de huertas y naranjales así como el serpenteante cordón plateado que el río formaba sobre los campos; campiñas que al ser conscientes de que la estábamos observando, al saber que lo estábamos admirando parecía que se hubiesen arreglado y dejada toda su superficie limpia de rastrojos.
Nalia en un descenso tan vertiginoso como hábil, había llegado al final de su camino, había llegado al final de su, para nosotros, desconocido trayecto.
Plegando sus alas tan dulce como suavemente se posó en un esmerado claro. Cuando estuvo posada en el suelo nos apeamos, y sin mediar palabra, remontó el vuelo hacia otro lugar, remontó el vuelo hacia otro destino, su destino.
Mi amigo y yo, sin apenar darnos cuenta, nos quedamos solos, allí, al lado del río plateado, al lado del verde valle y del plateado río; mi amigo y yo nos miramos y coincidimos en que parecía que ambos: río y valle valle y río estaban echos el uno para el otro.
Caminamos hacia arriba, hacia lo alto, hacia nuestro final...
A medio caminio, entramos en un viejo edificio, en una antigua y vieja mansión, que llevaba siglos y siglos esperándonos. Cuando penetramos en ella todo en su interior, espacio, y muros nos sonrieron...
Después de tan lejana a la vez que paradójica corta espera nos tendió las llaves, nos tendió las dos llaves que nos servirían para abrir las puertas de un hermoso y nuevo país.
En el amanecer del siguiente día, mi amigo y yo, nos encontrábamos en las afueras de aquella otra ciudad...








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