LOS
RELATOS
El
concepto relato y que tiene su origen en el vocablo latino relatus,
también permite nombrar a los cuentos y a las narraciones que no son
demasiado extensas, incluidos los opúsculos, a veces, estos,
considerados cercanos a la novela corta.
De
esta forma, como género literario, un relato es una formación
narrativa cuya extensión es inferior a la novela corta. Por eso, el
autor de un relato debe salvar la dificultad existente al tener que
sintetizar lo más importante, así como enfatizar aquellas
situaciones que son esenciales para el desarrollo del mismo.
Si
en una novela el escritor puede ahondar en descripciones, en un
relato el autor se ve obligado a la búsqueda del impacto deseado con
el subsiguiente problema de tener que verse obligado a acortar
palabras. Un relato es un conocimiento que transmite, por lo general
en detalle, respecto a un cierto hecho, una inquietud, incertidumbre,
y a veces, porque no, a un sueño.
Relato 1
A VEINTICUATRO HORAS DEL CAOS
Hubo un tiempo en el que el ser humano fue completamente libre, hasta el extremo de que tan sólo él ejercitaba el derecho sobre sus propias decisiones. Era dueño y señor de todo lo que para él había sido creado. ¿Qué le faltó pues para cambiar, para encontrarse infeliz, insatisfecho…? Le faltó aceptar las reglas del completo orden, las Leyes Universales. Cuando dejó de respetarlas, su mente se llenó de imágenes que sólo estaban en ella, y fue así como vio a un supuesto semejante más feliz que él, más poderoso…
Hubo otro tiempo después en el que el humano empezó a vestirse de
diferente manera, varias prendas constituían ahora su nueva
indumentaria: la Soberbia, la Avaricia, la Envidia, el Egoísmo, la
Vanidad, el Orgullo… Su forma de vivir varió, se alió con todo
aquello que le proporcionaba comodidad sin esfuerzo alguno; el
desinterés ante el trabajo que demandara un mínimo de sacrificio se
hizo patente. En su ilusa carrera evolutiva, apareció el fantasma
del estancamiento envolviéndolo en sus sombras. Los deseos se
adueñaron de su Voluntad y el mal, a través de su mente, se
manifestó como su único e incondicional “amigo y protector”.
Un río de pasiones comenzó a circular por su corazón, convirtiendo
el sentimiento en un náufrago ante las embestidas de los feroces
pensamientos enemigos de la Naturaleza. El placer paradisíaco de
aquel tiempo se truncó en un desenfrenado e incontrolado estado
lujurioso, el vicio hizo cuna en él, y ante tan cómodo estar ya
nunca se quiso ir.
En
su triste paseo por el sendero negativo de la vida, el ser humano va
sembrando cada vez más y en mejor tierra la semilla desprendida de
la energía negra qué el mismo genera con su manera de ser y actuar,
con su forma de entender su propio comportamiento.
Las fuerzas que rigen las disciplinas universales, las reglas
cósmicas hacen prevalecer periódicamente la Ley de Causa y Efecto.
La Naturaleza, cansada del desamor al que el ser humano la tiene
sometida, también se despereza y blande su única arma cual es la
alteración espontánea de su propio curso.
La
cómoda ignorancia le ha llevado a no querer saber nada de sus
orígenes, como tampoco, saber qué hace aquí, y dónde va después
de la muerte física; nada de ello le interesa, circunstancia esta
que le hace desconocedor de la dinámica que mueve la rueda de su
propio destino, un destino escrito por él y por él dirigido e
interpretado.
Hubo un tiempo en el que el ser humano comenzó a sufrir el efecto de
una causa correspondiente a otro tiempo, e inmerso en la incredulidad
abonada con la desidia llegó a nuestros días cargado con el fardo
de todos los errores cometidos a lo largo de su peregrinaje por la
Tierra. Así cada vez con más afán se aferra a la materia como
supuesta sólida base sobre la que apoyar su pobre y decadente teoría
de la vida y su realidad. Lucha por no creer, porque sabe que en ese
conocimiento vislumbra un arduo trabajo de expiación,
independientemente del tributo a pagar ante otro tipo de orden.
Cuando pasados o actuales errores requieren capacidad de solución y
rectificación, y esta no se encuentra por motivos de una falta de
práctica total, es llegado el momento de dar preferencia al abandono
o a la indolencia. No consigue ver otra salida, dado que la única
que conoció fue la que a lo largo del tiempo engendró su propio
comportamiento… Su alianza con el mal, antepuesta a una lucha
abierta y encarnizada contra él.
En la actualidad, nos hayamos con la reciente apertura de una nueva
Era, nuestra, para muchos, segunda Era, y una gran e inmensa parte de
la Humanidad continua igual. De cero a dos mil, y, algo más, han
sido años más que suficientes para que el ser humano haya tomado
profundamente conciencia del daño que hizo, que hace y lo que es más
triste: el que se sigue haciendo así mismo.
Casi llegado a ese final, ya no habrá más subidas a la cumbre desde
la cual se divisan y alcanzan todos los reinos de la Tierra. Ya sólo
le queda el estancamiento en las simas pantanosas de la aflicción,
donde las tribulaciones son el único lenguaje. Sin embargo, siempre
se podrá ver cómo una soga aparentemente imaginaria, pende sobre la
suciedad de las negras y fétidas aguas, para quien alzado por su
propio convencimiento de que si quiere puede, trepe por ella en cuyo
final encontrará aquel lejano lugar en el que sólo se viste con los
colores del Arco iris, y en cuyo recomenzar habrá de enfrentarse con
el primero y a veces más difícil de llevar… ¡el Violeta!
¡Y
el caos desapareció, encontró su orden cuando el ser humano tomó
conciencia de que: Si no vive para servir a los demás, no sirve para
vivir con los demás!
Relato 2
AL
AIRE DE SUEÑOS CADUCOS
A la hora en que el Sol todavía no ha podido vencer a la negra noche, a la hora en que el alba asoma su rostro por encima del oscuro monte, a esa hora, diariamente comienzo mi temprano y tranquilo paseo.
La playa, como
siempre, está totalmente desierta. En bajamar, huele a arena, y a
algas, y a rocas brillantes; huele a playa, y a mar...
Una de las veces
que miro hacia la mar, esa mar inmensa que viene de nuevo una y otra
vez hacia mi, que está como dentro de mi, veo un pequeño mástil
perpendicular al horizonte, que, extrañamente, permanece inmóvil,
sin dejarse mecer por el ir y venir de las olas. Mi curiosidad se
inclina hacia él.
Empiezo a
caminar: primero sobre la arena vacía, llena de conchas, pequeñas
plantas, moluscos y guijarros. Después camino adentrándome un poco
en el agua, abriéndome paso, no sin esfuerzo ya que ella se abraza y
se contorsiona a mi alrededor, como sabiendo que mis trémulos pasos
me pudieran abandonar, como sabiendo que en cualquier momento puedo
ser su prisionero.
El pequeño
mástil sigue allí, delante de mi. Después de una incruenta lucha
contra las blancas olas, llego hasta él.
No salía de mi
asombro ¡era un cañón! Un oxidado y antiguo cañón, de aquellos
que armaban las antiguas naos, de aquellos que protagonizaron
antiguas luchas, aquellos de los que se les introducía pólvora y
munición por su redonda boca, y por la misma boca expulsaban:
batalla, fuego y muerte...
Corrí, saltando
de alegría, hacia la tierra firme. Volví con una larga y fuerte
cuerda para poder arrastrarlo hasta la orilla donde ahora yo me
encontraba, y así poder arrastrarlo hacia mí, jalando de él.
Me acerqué y lo
amarré fuertemente por el estribo de sujeción; con cuerda
fuertemente atado y trabajo jalé una y otra vez hasta que al final
de tanto esfuerzo cedió.
Lo arrastré con
tal impulso que me hizo estremecer, entonces me encontré
deslizándome hacia abajo, hacia el fondo.
“El aire me
falta, no puedo resistir más” -me dije-. De pronto, un tirón
fuerte de la cuerda, me hace salir a la superficie, me hace emerger
de las aguas y salir a la vida.
Cuando mis ojos
se limpian de agua y de mar, veo cerca, muy cerca, un bote de remos,
tripulado por cuatro robustos marineros que, llevando ahora el cañón
a bordo, reman silenciosamente hacia un apuesto y hermoso velero,
hacia un velero que iza sus velas y las pone en manos del viento, que
pone su alma en manos del mar.
Izaron el cañón
por la amura de babor, y lo colocaron sobre una base móvil, con unas
ruedas para poder moverlo fácilmente hacia adelante y hacia atrás,
para poder dirigir el hipotético disparo de una forma certera.
La cuerda se pone
tensa ¡me han visto! Tiran de mi, como hicieran con el cañón y me
suben a cubierta.
El Capitán,
después de dar unas órdenes en un idioma que no entendí, me hizo
abrir una escotilla. Bajé hacia otro tipo de noche por una escala
rota. Mi cuerpo chocó contra el suelo, un suelo mitad árbol, mitad
mar, contra un suelo mitad vida, mitad monte, contra un suelo negro y
húmedo que se me clavó en la vida.
Después de no sé
cuánto tiempo de rodar, de subir, de subir y bajar al compás de las
negras olas, se hizo la calma, y una enorme y silenciosa quietud
inundó el velero.
La tenue luz que
se filtra a través de un sucio ojo de buey, me indicó que había
amanecido; miré hacia afuera no sin alguna sorpresa y entonces me
doy cuenta de que estamos remontando un río. Ya hemos pasado la
desembocadura y el velero se desliza dulcemente río arriba, por
entre sus aguas dulces y mansas, por entre sus aguas quietas.
Una algarabía de
voces; voces de mando y voces de obediencia llegan hasta mis oídos
desde la cubierta. La maniobra de atraque se realiza a la perfección.
Hemos atracado al muelle de una hermosa ciudad, a la sombra de una
torre regordeta, casi circular y cuya parte superior es del color del
oro, es dorada bajo los rayos de un sol que ahora brilla con fuerza
inusitada, una torre levantada con hermosos sillares y rematados con
esos azulejos que hacen que parezca un faro realizado con el más
costoso de los metales.
La escotilla se
abre y un marino baja por un par de cabos. Es tal el ajetreo que hay
en el velero que se olvidan de mi existencia a bordo.
Sigilosamente
subo a cubierta en el momento en que están desembarcando un ataúd,
un rico, labrado y negro ataúd, al que le espera en tierra un negro
y rico cortejo fúnebre.
Tirando de mi ya
experimentada astucia, me uno discretamente al cortejo de gentes bien
ataviadas de negros y serios ropajes tal cual corresponde al momento.
La mancha negra y
seria avanza por las calles de la ciudad, por calles y plazas dejando
atrás un halo de tremendas tristezas, dejando atrás un ambiente de
inmensa y triste soledad.
Poco tiempo
después llegamos a una iglesia que se encuentra no muy lejos de la
regordeta torre. La cripta se encuentra en el atrio, en el exterior.
Después de una delicada ceremonia, el ataúd es introducido,
sepultado de uno de los lados de la cripta, prácticamente en la
parte inferior de la puerta de entrada a la iglesia.
Mi curiosidad sin
límites, me empuja al interior de la cripta. La losa se cierra.
Estoy dentro -pienso-, dentro de la más absoluta oscuridad. Hace
mucho frío allí dentro, un frío intenso que hace que me hiele por
momentos. Hay muchos cadáveres que, debido al inmenso frío
reinante, debido a la cercanía del río, debido al mármol, están
todos incorruptos. Ignoro porqué están al descubierto.
Todos juntos:
río, agua, mármol y frío, hacen que los cuerpos no se
descompongan, que se mantengan... Tanto es así que al desenterrar
uno de ellos -el que está debajo de la puerta-, los altos cargos del
cortejo, y que son los mismos que los de la ciudad, creyeron que su
incorruptibilidad podría ser debida a su santidad, cambiándolo de
lugar y volviéndolo a enterrar debajo del altar mayor, donde,
naturalmente, se convirtió en la nada pues aunque era un gran
caballero no resultó ser tan gran santo.
Con el paso del
tiempo y el espacio, los demás de aquella alta sociedad que deseaban
contraer matrimonio en aquella iglesia han de entrar en ella por un
pequeño portillo enrejado que hay a la izquierda de la puerta
principal, han de pasar y pisar por encima de las losas, y una vez
dentro han de enfrentarse nuevamente a la muerte para, de esta forma,
encontrar de nuevo sus vidas.
De pronto, sin
saber cómo, de nuevo tiré con todas mis fuerzas de la cuerda; el
cañón siguió quieto, enhiesto, en su sitio. Al fin desistí y,
alejándome, proseguí con mi temprano y tranquilo paseo. Eso sí,
ahora iba pensando que había sucedido desde que me asomé a aquel
impresionante balcón que es el mar y pisé aquella mañana los
encajes que dejan sus olas cuando besan la arena de la playa.
Relato 3
AQUELLO QUE SE NOS FUE
Por
encima de la frondosidad del valle, y cercano a un precioso lugar por
donde discurre un arroyuelo de juguetonas y transparentes aguas, se
divisa un hermoso Palacio de cortada y soberbia arquitectura en
fábrica de mármol blanco como la leche, y brillante como el espejo
del río cuando los rayos del Sol le invaden hasta los más afilados
de sus perfiles.
Una puerta inmensa de forma ojival, con dos hojas de maderas nobles
ricamente labradas y al parecer siempre abiertas, daba acceso a un
majestuoso vestíbulo lleno de tapices, terciopelos, cojines y
almohadones de las más puras sedas de Oriente, y sobre los que
descansaba un hombre de mediana edad. De gentil atractivo por su bien
cuidada barba blanca y dulce mirada, era más conocido por su Bondad,
y por ser el más rico de cuantos el mundo conociera en muchas leguas
a la redonda. El, no sólo estaba entregado a la Felicidad de su
pueblo, sino que atendía cuanto de necesidad podía manifestarse en
cualquiera de los muchos visitantes y caminantes que, de una manera o
de otra, se acercaban hasta su Reino en demanda de trabajo, consuelo,
consejo, etc.
Tantos y tantos momentos venturosos gracias a su Generosidad,
riquezas incalculables en todos los órdenes, y dispuestas con una
inmensa humildad, habían hecho que fueran conocidos todos sus actos
más allá de sus fronteras.
Esta era la causa de que en las tierras de aquél hombre se vieran
cada vez más y más gente trabajando satisfecha pues raro era el que
alguno acudiera a pedir ayuda y no se quedara a vivir allí, causa
que a aquél rico señor le agradaba sobremanera, facilitándole
cuanto fuera necesario para su felicidad y la de sus familias.
Pero la Bondad se manifiesta a veces de diversas maneras, y como de
distintas formas puede ser interpretada, ya que no siempre la virtud,
desgraciadamente, se copia en su justa medida.
Tanta
era la sencillez y sabiduría de éste hombre, y tan extraordinaria
su entrega y cariño hacia los demás, que todo aquel comportamiento
llegó a oídos de otro rico señor que, aunque vecinos, ambos
pueblos se encontraban a varias jornadas de viaje.
Este otro rico y poderoso señor, lejos de pensar incluso en ampliar
sus inmensas riquezas conquistando en duras peleas botines y tesoros,
dedicaba su vida a vegetar por palacio cuidando de que sus flores
estuvieran bien atendidas. No se podía decir de él que fuera
persona de carácter perverso para con su pueblo, aunque sí, muchas
de las familias que componían su reino no estaban de acuerdo con su
comportamiento en lo que a atenciones hacia ellos se refería. No
siempre era así, pues, principalmente, estos altibajos que sufría
su forma de actuar, era debido a que al carecer de una fuerza de
voluntad regular, se dejaba arrastrar por unos momentos de ira que
hasta a él mismo, muchas veces, le sorprendía.
Por aquellos días pasó por allí un viajero que a pie, zurrón al
hombro y un cayado como compañero, se detuvo una noche compartiendo
con una de las familias, cena al amor de la lumbre y disfrutando de
amena conversación, basada esencialmente en las artes y costumbres
de algunos de los pueblos que llevaba ya recorrido.
A la mañana siguiente el acontecimiento de la noche anterior era la
“comidilla” de toda la gente, tanto los hombres como las mujeres
cada uno en su labor, se maravillaban de los pormenores puestos en su
conocimiento sobre cierto señor que vive muy unido a su pueblo, más
allá de su frontera.
El señor de esta gente, muchas veces contrariado por su falta de
iniciativa, pero maravillado por cuanto aquél criado le contaba
acerca de aquél otro señor, le dijo: Vete allá, estate unos días
y vuelves para informarme de todo cuanto veas y oigas.
Partió aquél criado, y al quedarse el señor sólo, en sus ojos
comenzaron a brillar las lucecitas de la ilusión que estaba poniendo
en la esperanza de conseguir cómo mantener estable su voluntad, pues
esperaba que la inmensa felicidad que su gente disfrutaba era debido
a que conocían el secreto, y él muy pronto lo sabría también.
Pasado un tiempo después que hubiera vuelto el criado, el pueblo
comenzaba a ser más feliz de lo que ya lo fuera antes; así con la
información que tenía, estaba en todo momento dedicado a atender
necesidades materiales, aunque no podía ayudar de otra forma porque
carecía de elementos para ello y esto no sólo le entristecía, sino
que en ocasiones lo hacía enfadar haciéndole caer en su propia
trampa, pues terminaba diciéndose que no había variado, que se
encontraba igual, sin iniciativa porque cuanto hacía realmente no
era más que copiar, limitándose a hacer parte de lo que del otro
señor conocía. Y tanto pensó en ello que no sólo comenzó de
nuevo a encontrarse mal, sino que ya lo llamaba “extranjero”.
Cierta tarde fue a verlo a palacio un campesino manifestándole la
necesidad de comprar dos bueyes, y dándole la cantidad que
necesitaba, el campesino se marchó, pero no había salido del
palacio cuando oyó que el señor lo llamaba. De nuevo en su
presencia, le preguntó: ¿Cuánta familia tienes? Mujer y dos hijos
-respondió el campesino-.
Entonces,
y poco menos que enfurecido aun a pesar de que ante la respuesta no
había preguntado nada más, volvió a insistir: ¿Y con tan poca
familia necesitas aún más bueyes? El campesino, que también cayó
en la trampa que nos tiende nuestra propia incomprensión, le
contestó: Tomad vuestro dinero y en mi casa podréis recoger cuanto
me disteis porque me marcharé de aquí, ya que tengo entendido que
existen otras tierras y otros señores a quien servir y que estarían
toda la vida dándome con el sólo fin de que todos vivamos en
armonía.
Tan
mal le cayó esta manifestación a su ya de por sí crecida envidia,
que decidió partir a conocerlo personalmente e intentar encontrar la
forma de eliminarlo pues había vuelto a no ser feliz al no pensar
más que en lo que le fastidiaba aquél otro señor.
Al día siguiente tomó un carretón, unas bolsas de oro y unas ropas
viejas, y se puso en marcha… Tras varias jornadas de viaje llegó
al palacio no encontrando a nadie ni en la puerta ni en el vestíbulo
por lo que decidió entrar y asomarse a un hermoso patio. Entrando en
el, se acercó a un hombre que mojaba sus manos en uno de los
estanques al tiempo que quitaba unas hojas de su superficie.
Cuando
estuvo a su lado le preguntó: ¿Eres criado de este palacio? a lo
que el hombre respondió: Si así lo entiendes…, aunque saber me
gustaría, ¿Quién eres y que se te ofrece? Verás… Y sin
preocuparse absolutamente de nada le contó una pequeña historia, y
continuó diciéndole que necesitaba hablar a solas con su señor.
Metió una mano entre sus ropas y extrajo una bolsa, prometiéndole
otra más si le ayudaba. Seguidamente le preguntó: ¿Cómo puedo
verlo a solas? Muy bien –dijo el hombre sin inmutarse-. Escuchad:
dentro de un rato él tomará esa barquilla y se irá al centro de
aquel gran estanque donde pasará dos horas dedicado a la meditación.
Nadie le molesta, pero si quieres puedes tomar aquella otra barquilla
y al tiempo llegar donde se encontrará dedicado a sus meditaciones.
El
hombre desapareció por una de las puertas de acceso a los aposentos
privados, mientras el viajero y tras un tiempo de acecho tomó la
barquilla, y adentrándose en el estanque se acercó sigilosamente a
la frágil embarcación ahora quieta en la quietud del atardecer; la
abordó en silencio y pasó a ella. Se acercó con el puñal en la
mano al hombre que allí se encontraba aparentemente absorto consigo
mismo.
Ante
aquél enemigo –según él-, levantó el brazo armado con la daga
para descargar el golpe, al tiempo justo en que el hombre alzaba su
rostro, y al ver en él la cara del criado con el que momentos antes
había estado planeando el encuentro, el puñal le cayó de la mano.
¿Qué
te pasa? –le preguntó el hombre con dulzura-. Venías a darme la
muerte, pero, ¿por qué? ¡Porque hasta que tú no mueras yo no
podré ser feliz en mi reino! ¡Pues hazlo pronto, dame si es tu
necesidad, la muerte que ardo en deseos de concluir mi vida con una
obra de caridad! ¿A que obra te refieres? ¡A cual va a ser…! ¿No
dices que con mi muerte tendrás la felicidad? pues a esa me refiero,
no deseo más en el mundo que ver felices a aquellos que me rodean o
tienen necesidad de ello…
¿Es
posible que tu corazón sea tan grande y tu Bondad tan inmensa que
eres capaz hasta de dar la vida por quien sabes que sólo alberga
envidias y odios hacia ti?
Inclinándose
ante él en una humilde y sincera petición de misericordia, le
preguntó: ¿Podrías perdonarme? porque si quisieras hacerlo, uniría
al tuyo mi reino y enriquecido aun más con tu sabiduría, cuántas y
cuántas obras podríamos realizar en favor de nuestros pueblos. Por
ello, si me concedes tu perdón, me atrevería a pedirte que fueras
mi amigo, pues en este momento no deseo en el mundo más que tu
amistad. A lo que aquél hombre respondió con el rostro iluminado:
¡Cómo
voy a negarte mi perdón, y sobre todo mi amistad si hace un momento
te estaba dando mi vida!
Relato 4
CRISOPEYA
La constitución, elaboración y posterior destrucción de los cuerpos; la restitución de la naturaleza corpórea, la separación del espíritu del cuerpo y la fijación de este en aquél, no es en modo alguno un procedimiento casual, sino causal y perfecto, tanto en los duros minerales, como en la húmedas plantas, o en los animales fueren o no racionales.
En
esta transformación de la Naturaleza rige la Luna y el inexistente e
inexacto tiempo.
Necesitamos
pues, ineludiblemente, un Matraz, un Matraz de angosto cuello y
exuberante panza.
“Estaba
yo dentro del Matraz, en la panza. Pasó tan cerca que casi me rozó.
Era un arrogante jinete sobre un poderoso caballo Negro. Su vestidura
era Blanca, tan Blanca que deslumbraba, y su escudo y lanza de un
Rojo fuerte. Y todo el conjunto cabalgando sobre su también Roja
montura.
Empezó
a subir por la escalera, la de los siete grandes escalones; le
costaba trabajo, tanto que daba la sensación que bajaba más que
subía.
Comencé
a correr con todas mis fuerzas para tratar de alcanzarlo; le quise
advertir del peligro que corría si empezaba a subir sin saber a
dónde llevaba. Me paré. Pensé que yo tampoco sabía a dónde iba.
El
caballero subía después de no sé cuánto tiempo. Por fin había
podido llegar hasta el primer escalón. No lo distinguí bien, pero
casi vi que caballo, caballero y escudo habían, aunque suave y
levemente, cambiado de color.
Ahora
el caballo Negro no me pareció tan Negro; las vestiduras blancas
estaban, si cabe, aún más blancas, y la impedimenta unida a la
montura habían tornado su color Rojo intenso por un rosado, como la
Rosa que florece en Primavera.
Corrí
con todos mis fuerzas con ánimo de advertir a aquel desconocido de
lo que había al final de la escalera, y no sé por qué porque ya
dije antes que yo tampoco sabía que podía haber allí.
Una
gran puerta Negra, muy Negra y grande, muy grande que me pareció muy
antigua se cruzó en mi camino. Me detuve tan rápidamente que casi
caigo de bruces sobre un piso sin suelo. Miré hacia arriba y no vi
más que negrura. Todo había desaparecido: escalera, caballo,
caballero, y ante mí, la enorme puerta Negra.
No
sé cuánto tiempo estuve allí. De pronto la puerta empezó a girar
sobre sí misma y me dejó ver un interior tan Negro como ella. Sentí
miedo, pero obedeciendo a un extraño impulso penetré hacia ese
interior Negro sin tener conciencia de que este principio podía ser
el final”.
-
Hola. -Me saludó una figura azulada que allí se encontraba.
“No
sé si era hombre o mujer, o más bien un ser extraño que no había
visto jamás. Un ser semihumano, semianimal, semivegetal me miró con
ojos viejos, rojos, fuertes y encendidos como ascuas.
Empecé
a temblar. El sudor invadía todo mi cuerpo. Aquel ser extraño, sin
humanidad y sin animalidad, me indicó que le siguiera. Con paso
temblón y sin saber lo que hacía fui detrás de él.
Todo
eran tinieblas, como las tinieblas cuando están en tinieblas. Me
perdí, corrí como siempre, temblando y allí estaba el ser azulado.
No
andaba, estaba quieto, siempre en el mismo sitio. Corrí hasta que
mis fuerzas se agotaron y no pude alcanzarlo. Caí extenuado a un
suelo sin suelo; los ojos se me cerraron en un sueño de angustia y
cansancio, lleno de temor y pánico.
El
ser azulado seguía allí, también en mi sueño, también en mi
sopor. Me indicaba otra vez con un fuerte ademán que le siguiera. No
puedo, estoy agotado, lleno de sopor y sueño, lleno de angustia y
cansancio, lleno de temor y pánico.
Él
seguía allí, llamándome. De nuevo el sueño se convirtió, no sé
si de pronto en día o en años, en un sueño profundo del que no
pude despertar.
Estaba
en mi Matraz, en la panza. Intenté subir por el angosto cuello, para
poder escapar de allí. Lo intenté una y otra vez, pero no pude.
Dejé
de insistir. Supe que no se trataba de una evasión. Lo que estaba
intentando era escapar de mi mismo, cosa imposible en esta
Naturaleza.
Aprendí
que en vez de escapar tengo que convertirme en mi mismo.
En
la transformación de la naturaleza, de mi Naturaleza, rige la Luna y
el inexistente e inexacto tiempo.
Necesitamos
un Matraz para...
Relato 5
EL ESFUERZO DE UNA REBELDÍA
La tempestad arreciaba cada vez con más fuerza, cada vez con más coraje, cada vez con más furia.
Aquél
marinero, de pie sobre el Castillo de la Proa de aquella frágil
embarcación, se sacudía violentamente cada vez que aquellos embates
le desplazaban de su vano intento de mantener la Caña en la posición
correcta para poder hacer frente a aquella horrible y –para él
hasta entonces- desconocida tormenta.
Una
y otra vez atenazaba la caña, y esta, en un girar y girar
desenfrenado, fuera de todo control escapaba escurriéndose de su
manos.
Empapado
por el fuerte aguacero, y desbordado por los golpes de la mar que,
irrazonablemente tanto le entraban en cubierta por la banda de Babor
como por la de Estribor, hacían inútiles sus titánicos esfuerzos
por mantener aquel Velero equilibrado.
Miró
hacia arriba en un acto de súplica rebelde…
Decenas
de gotas, cientos de gotas, millares de gotas frías y desnudas, se
abalanzaban sobre él, cejando el intento de vislumbrar un trozo de
Cielo Azul, un trozo de Esperanza.
Ya
eran pocas sus esperanzas, y mucha la negrura de aquel mar cada vez
más embravecido; y él lo sabía, lo había sabido siempre pero,
tenía que intentarlo, tenía, debía intentar una nueva ruta a
través de la cual poder conseguir aquella meta, su meta…
Desafiando
a la tormenta, tomó un cabo y se lo ató a la cintura. Colocó sus
brazos y manos sobre la Caña y comenzó a sujetarla con todas sus
fuerzas. El viento huracanado continuó golpeando a aquel Velero,
golpeando las entrañas de aquél osado marinero.
¡Aun
mantengo los palos enteros! –pensó.
En
su dura lucha contra aquellos elementos, aun prevalecía el orgullo
de un dominio. Era mucho lo que -pensaba- se debía así mismo...
Había sido él el que quiso crear una nueva ruta, alcanzar una nueva
meta, poder recibir nuevos honores…
La
tarde iba cayendo pero él no la veía; el Sol continuaba su lento
caminar hacia su Ocaso pero, él no lo veía. La noche sería la que
tuviera por compañera; la noche y la tormenta; la tormenta y la
noche, y junto a ellas la mar embravecida. Ambas confundidas y
aliadas, hacían su juego, un juego en el que aquél marinero no
podía tomar baza alguna, estaba demasiado atareado en poner en
orden: Caña y Velamen, Velamen y Caña.
Los
vientos, escoraban el Velero hasta hacer besar la Cofa los abismos
negros que las gigantescas olas dejaban al ir a chocar contra alguno
de sus costados. Una y otra vez golpeaban
su maltrecho casco.
De
pronto, el rugido del mar quedó tapado por el crujir de uno de los
maderos. Las altas velas arrastradas en su caída sobre la cubierta,
dejaron a la vista el palo mayor que a un metro de su altura había
sido quebrado por el fuerte oleaje, por un desmedido golpe de la mar.
Por
aquellas costas, aun a algún viejo lobo de mar se le oye en la
Taberna del Puerto una leyenda acerca de cierto marinero que fue
encontrado exhausto en una de aquellas ensenadas, sobre la que se
comenta: casi nadie puede llegar; de una que, al parecer, es como si
estuviera guardada por peligrosos y afilados arrecifes que nadie vio
nunca.
Lo
más sorprendente de esa leyenda, es que según cuenta aquél viejo
lobo, cuando después de las negras y tormentosas noches amaina el
temporal, él, se asoma al malecón casi destruido de aquella vieja
ensenada, y allí, a sus pies, y sólo a unos metros de profundidad
cree ver la figura plateada de un desvencijado Velero, y es en ese
momento cuando mirando fijamente hacia arriba, asegura como ese
reflejo también se deja ver por entre el primer claro de
Azul-Blanco-Celeste, que en el Cielo da entrada a un nuevo, tranquilo
y espléndido día de Sol y calma total.
Relato 6
EL
HOMBRE QUE NUNCA LLORABA
Aunque se consideraba amigo, muy amigo, de aquél al que estaba viendo en sus últimos momentos, pues ya el ataúd estaba siendo introducido en la fosa, y cuyos familiares mostraban un desconsuelo, una pena, un llanto que, cual flor que se deshoja al ser castigada por el vendaval, y que, a veces, de mañana se encuentra bañaba por el rocío de la noche, él en el fondo de su ser no conseguía hacer florecer.
Así, cual mudo e inexpresivo
espectador, pensaba cómo en tantos y tantos acontecimientos en los
que a las personas junto a él se les veía esa emoción que a veces
raya en el supremo hito de hacer aflorar unas lágrimas: “¿por qué
yo no manifiesto este sentimiento que me embarga, de la misma manera
que a los demás?” Y eso le creaba un vacío interior del que, en
ocasiones, tenía que recurrir a algún tipo de medicamento con el
que combatir aquella profunda ansiedad, pues no en vano se sentía
mal, dañado interiormente ante, para los demás, aquella manifiesta
frialdad, aquella aparente falta de un sentimiento que le llevaba a
traspasar la frontera de la indiferencia.
Y no era así, y él lo sabía
perfectamente. Y sufría, y se devanaba lo sesos buscándole una
razón a aquel tan extraordinario como raro comportamiento suyo,
conociendo como conocía el comportamiento natural observado hasta la
saciedad en sus congéneres. Pero, “¿por qué a mi no me sucede
como a cualquiera?” Ello era para él un sin vivir. Una asignatura
pendiente a la que no conseguía encontrarle aprobación, ya que
durante, a veces, casi las veinticuatro horas las tenía dedicadas a
desentrañar aquella incógnita, aquel hecho misterioso del que no
sabía como salir.
-o0o-
Comenzaba a lloviznar cuando atravesaba la puerta hermosamente enrejada que separaba aquel campo santo del mundanal ruido, aquella verja divisoria entre los vivos y los muertos. El frescor de un airecillo otoñal le hizo sacar el pañuelo. Le picaban los ojos. Se quitó las gafas y se limpió la típica lagrimilla que, a veces, nos produce un leve escozor. Pero no, no tenía nada que ver este hecho con el que a él le inquietaba, y ello le hacía apuntar una callada y amarga sonrisa.
Había caminado todo el
tiempo. Su coche lo había dejado aparcado cercano al cementerio y
allí lo dejó. La idea: estudiar una fórmula gracias a la cual
poder salir de aquella tortura. Encontrarle una solución. Él tenía
que conseguir llorar, lo necesitaba, lo ansiaba con todas sus
fuerzas, no quería ser diferente, y muchos menos en aquello que era
común de todos los mortales.
Cuando atravesó el vestíbulo
de su casa iba tan ensimismado que ni tan siquiera se dio cuenta de
que el portero lo saludaba dándole las buenas noches. Entró en el
ascensor. Una sonrisa de satisfacción invadía su rostro cuando
introdujo la llave en la puerta de su vivienda.
-o0o-
Corría la madrugada...
Descolgó el teléfono que se hallaba sobre la mesita del recibidor.
Marcó el número dedicado a
emergencias, y una voz sonó al otro lado de la línea. -
¡Emergencias, dígame!
- ¡He matado a mi mujer! - Se le
oyó comunicar con una voz tan serena que sorprendió notablemente a
su interlocutora.
- ¿Puede darme su dirección,
señor?
Diez minutos más tarde llegaría
el equipo de emergencias, el cual y tras el correspondiente examen,
confirmó el fallecimiento de la mujer.
Al tiempo que el cadáver era
trasladado en ambulancia al departamento Anatómico Forense, el
equipo policial bajo la dirección del inspector de guardia, procede
a un primer interrogatorio, y del que el policía tras escuchar el
que entendería como el más inaudito y extraño de los motivos que
pudiera llevar a un ser humano a quitarle la vida a otro, tan sólo
se limitó a comentarle tras haberle leído los derechos marcados
por la ley...
- ¡No entiendo cómo ha podido
llegar a estos extremos! Me cuesta creer el que asesinara a su propia
mujer, a la que según me asegura Vd. amaba profundamente, tan sólo
con el fin de conseguir llorar alguna vez. ¿No le pasó nunca por la
imaginación meterse en la cocina y pelar unas cebollas?
Relato 7
EL PODER ES ROJO
Debajo de aquella frondosa rama por cuyo extremo tomaba vida en la hermosa Encina, el Sol comenzaba a calentarme las piernas al haberse desplazado; al parecer con más rapidez de lo acostumbrado, noté cómo un cosquilleo hacía que me sintiera un poco nervioso; mucho me había costado fabricarme aquel delicioso sillón vegetal al pie del árbol entre el perfumado Romero y el no menos oloroso Poleo, para que la faja ultravioleta que alteraba mi tranquilidad, hiciera que tuviese que variar de postura.
Aquello
me incomodó, por lo que volví a buscar nueva forma y postura con el
fin de que el extremo del lecho quedara nuevamente bajo la protección
del magnifico brazo.
En
aquella actitud reflexiva, a si el Sol había corrido más que de
costumbre, o si había sido la rama que al haber envejecido más de
prisa que otras tardes, y perdida su fuerza, había languidecido unos
centímetros, me llamó la atención una paloma, que, posada justo
unos metros delante de mi parecía como si quisiera hablarme…
Me sorprendió sobremanera su plumaje, pensé que
no era propio de un animal como aquél, simplemente porque todos los
animales tienden a poseer en gran medida y por naturaleza, un
colorido propio para poder camuflarse ante sus posibles depredadores;
pero éste no, era una paloma y en cambio su plumaje era de un Rojo
intenso y bellísimo, como bello e intenso es el color natural de su
hábitat; no podía haber más contraste entre el Rojo de su pluma y
el Azul Celeste del espacio en el que se desenvuelve.
Estuvimos –creo recordar- durante algunos
minutos observándonos; era extraño su comportamiento, al menos para
mí, y en aquel momento alcé el brazo y lo agité: ¡nada…! Allí
seguía mirándome. No sé exactamente cuanto tiempo estuvimos así,
me pareció esa fracción de segundo en la cual nos vemos obligados
–a veces- a tomar una decisión definitiva –en ocasiones
negativa- en una situación no prevista, aunque sí archivada. El
caso es que cuando me di cuenta ella se había dormido sobre el mismo
lugar en el que se encontraba, y yo me dormí sobre el mismo sitial
en el que en un tiempo al parecer conscientemente descansaba y ahora
inconscientemente habría de pasar la noche.
Muy pronto, como siempre que se es ajeno a ello
llegó la mañana. Abrí los ojos y allí estaba, justo en el mismo
lugar, justo en la misma postura, no podría decir cual de los dos
despertó primero, cierto que cuando desperté ella tenía los ojos
abiertos, pero pudiera haber ocurrido que como la paloma los abre “al
golpe”, hubiéramos coincidido; y así en esta divagación caí en
la cuenta de que ayer, el disco Solar hizo mella en mi piel, y sin
embargo no había sentido la más mínima gelidez nocturna.
Nuevamente aparecía en desafío el cálido
círculo brillante por encima de las crestas cerreñas, y al chocar
contra el plumaje de mi silenciosa y espectadora compañía, lo hacía
encender más y más cual si de una antorcha se tratara.
De
nuevo comenzamos a clavar nuestras pupilas en espera de que alguno de
los dos hiciera al menos algún gesto; transcurría el tiempo, la
mañana, y nada sucedía. ¿Sería posible que volviéramos a dormir
otra vez sin…?
Me estaba preguntando esto, cuando observé que el
animalito sacudió una de sus alas. En ese momento me sentí dichoso,
algo iba a suceder, lo ansiaba, pero cual fue mi sorpresa al oír un
segundo después, un seco y corto ruido ensordecedor, giré la cabeza
hacia donde aun el eco resonaba y un amargo presentimiento inundó de
amargura el más pequeño y hondo rincón de mis entrañas.
Raudamente volví la cabeza hacia la paloma y la vi con dolor caída
de su pequeña atalaya mortalmente herida; su plumaje cobraba ahora,
curiosamente, un color Verde, hermoso como no lo había visto nunca,
y observé como su pico al haber inclinado la cabecita sobre la
tierra aun húmeda, había dejado una marca en su recorrido de
agonía, la cual dio la sensación que debía ser interpretada como
una especia de flecha, indicación que estaba en dirección hacia un
bellísimo y no muy lejano Lirio aun bañado por diminuta gotas de
rocío.
Como
desgajado del conjunto de pensamientos; como si en ese momento me
hubiese quedado desconectado de mi mundo, me levanté y lentamente me
acerqué a ella tomándola entre mis manos, aun su frágil cuerpecito
estaba caliente; un instante después en mis células sensitivas se
registró la impresión de que pesaba aun menos. De dónde llegó esa
impresión, no lo sé, lo cierto es que nunca había tenido entre mis
manos a una paloma…
Hice,
como pude, un pequeño agujero al pie del Lirio y la deposité
dulcemente, lo cubrí de tierra y mis ojos se inundaron de lágrimas.
Lleno de un más que extraño cansancio comencé a
alejarme del lugar; descendía por la sinuosa falda del monte cuando
al mirar hacia arriba contemplé una Paloma de Alma tan Blanca como
la nieve, la seguí con la mirada hasta que desapareció en la
lejanía, sin embargo, cuando su vuelo se interpuso entre mis ojos y
el Sol, su plumaje cobró un encendido color Rojo…
Relato 8
EL TESORO DEL EQUILIBRIO
Tenía la espalda chepada por los años, cargada por el tiempo que llevaba caminando por aquel sendero. A cada paso, a cada trecho el mismo pensamiento: ¿Cuándo llegaré? Hacía mucho tiempo que la idea de llegar hasta el final de aquel sendero, se metió en su cabeza… ¿Cuánto ha transcurrido desde entonces? Recordaba de cómo se comportó aquella noche; recordó, cómo ya muy alta la madrugada sintió el deseo de saltar de la cama y salir corriendo. Al principio se dijo: Sí, pero… ¿Hacia dónde? Más tarde, cuando ya tenía los pies en el suelo y se encontraba vestido, supo por aquel resplandor, hacia donde dirigir sus pasos; salió y se encontró en el camino, en ese camino por donde de forma incansable continuaba en este mismo momento. Quiso sentarse un poco, pero no pudo; ¿Qué se lo impedía…, acaso no le vendría bien un rato de descanso?
Una vez más entendió que no, algo le decía muy
dentro de él, que no podía perder ni un segundo.
Ella
estaba allí, al final, casi podía verla en toda su inmensidad…
¡la tenía tan cerca!
La angostura de la forma le hacía perderse entre
sus propios pensamientos…
“Hace
mucho tiempo que no le doy cuerda a mi corazón, pero sé que me
llama cada día antes del alba y me obliga a pensar, y a darle
vueltas a un millar de cosas, de momentos vividos, de tiempos por
vivir. Vivo en la ciudad, pero desde la ventana de mi cuarto no veo
el campo acunando al bosque y a la pradera, con su hermoso amanecer
preñado de aromas y escandalosos cantos… y un camino; así la vida
tantas veces, sin dejar claro con frecuencia si es Otoño o
Primavera, si es Ocaso o Alborada. El tiempo, las personas, las
cosas, las situaciones, son como una flor más en la gran maceta del
gran patio; a veces tengo la impresión debido a mi pequeñez, que
esa tierra la voy cruzando por algún sitio, hacia el misterio…”
El rápido y asustadizo vuelo de una Mirla entre
retamas le hizo volver en sí. El camino a veces se estrechaba, a
veces se ensanchaba, aunque poco pues a ambos lados habitaban gran
cantidad de plantas silvestres, unas dulces y otras amargas pero,
todas bellísimas. El aroma era de lo más variado y ninguna requería
de su necesidad, aunque sí, todas de su atención, esto colmaba y
relajaba en cierta medida su impaciente caminar, más difícil cuando
llegaba a algunos trozos en los que el firme del sendero era un mar
de guijarros y piedras, a veces desprendidas de las orillas y que en
su rodar quedaban presas en el centro de la vereda. Inmerso en sus
propias e infantiles protestas, se perdió entre sus pensamientos
cuando miraba la tierra…
“Con estas manos trabajé la tierra, y ahora,
que orgulloso me siento de ello. Recuerdo como sentía en la yema de
mi Alma, su frescura y el olor de la hierba recién cortada, y como
la acariciaba cuando la dejaba limpia de la maleza siempre acechante.
Yo la cuidé, ella me dio plantas, luego hermosos frutos y más tarde
semillas; ahora te la ofrezco, ahora que es mi nostalgia; esa tierra
que ayer fue mi tarea y que mañana será mi destino. A través de
ella me llegó el Pan; a través de ella me llegó el Vino; con ambas
vestía de Domingo la mesa de mi casa, junto a los míos; ella fue el
Agua y la Sal de mi partida y ojalá sea el aceite de la arcusa en mi
llegada…”
Nuevamente,
algo debió de llamar su atención, y aunque lastimado por lo
incómodo del terreno cuando en ocasiones pequeñas piedrecitas se
clavaban en las ya desgastadas suelas, y cansado por días y días
del continuado esfuerzo, no sentía el peso de sus botas.
Ya la tarde estaba comenzando a hacerse un sitial
entre los helechos pespunteados del Horizonte, y cuando, y como por
arte de magia se convierta en noche, habrá comenzado un nuevo
proceso en el infinito reciclar de la Vida y de la Muerte.
El cansancio se apoderó de él, y aunque se
resistió, no consiguió ganar la pelea cayendo en un profundo,
apacible y reparador sueño.
“Estoy muy cansado, muy cansado… ¡Aquí me
tienes! Esta noche no quiero huir, no tengo tanto que hacer, ni
tantos planes, ni tanta soberbia, nada de importancia que te pueda
ofrecer, aunque sí, la oportunidad de seguir mañana… Sin embargo
ahora, después de este atardecer estoy tranquilo, sé que me queda
mucho tiempo por delante para remover recuerdos, para recordar lo que
fui en otro tiempo, para buscar en qué rincón de mi alforja dejé
olvidado tu mensaje.
“Cuando
todo pase, todo estará más claro. De nuevo vendrá el Alba y
entonces todo estará listo. Pero, ahora estoy observando como vuela
mi cometa, y veo como su cola está hecha con esa infinitud de
tonterías mías que, amarradas con el largo hilo de mis errores
terrenos me llenan de compasión”.
-o0o-
La quietud de su cuerpo templado y recostado sobre
la hierba a un lado del camino, sólo se vio acariciada por los
primeros rayos del viejo Sol que una mañana más hacía su aparición
dispuesto a cumplir con la misión que le fuera encomendada el día
en que fueron rotas las tinieblas. El conocía muy bien aquel
significado, sabía categóricamente qué, la misión de la noche es
recordar continuamente, cada día que de no practicar un buen
comportamiento, de no practicar la ética en todo su esplendor, la
Misericordia infinita del Padre puede un día convertirse en finita,
y sumergir a gran parte de la Humanidad en la más oscura de las
tinieblas, en la más larga y lúgubre de las noches.
Como enfadado consigo mismo se puso de pie, se
adentró unos metros y se refrescó en el chorro un pequeño
Manantial; de nuevo se abrió paso entre las aceitosas jaras, y se
encaminó una vez más hacia el sendero. Una vez en él, algo le
llamó poderosamente la atención: era como si aquel trozo del camino
en el que se encontraba, y dispuesto a continuar, ya lo conociera,
era como si ya hubiese pasado por él, y se preguntó: “¿Es
posible que en algún momento haya retrocedido sin darme cuenta?”
Anduvo unos pasos en ambas direcciones y comprobó que en ninguna de
las dos había estado antes. Se detuvo un buen rato y estuvo
analizando la extraña y sorprendente situación.
Un mar de pensamientos le desvió del centro de su
atención y se encontró inmerso en cómo estuvo llenando
su Vida de años, en lugar de haber estado llenando sus años de
Vida,
o quizás sí lo hizo…
“Después
de años y años de peleas constantes contra todo y contra todos, de
angustias; a pesar de tantas y tantas pruebas… Y ver la luz, y ese
amanecer en el jardín de sólo tú sabes qué lugar. Haz que pueda
ver, pues lo que veo no me sirve; haz que vea, en las situaciones
dudosas y difíciles, y sobre todo en aquellos momentos en que todo
se me aparece Negro, y lo extraordinario ya no existe. Deseo ver en
la sombra, en la duda, en el silencio, en este mundo que casi sin ser
nuevo para mí, no entiendo o acaso no quiero entender porque estoy
demasiado aferrado a mi torpe egoísmo; deseo ver en las preguntas
que me hice y en las que aun tengo en el Aire, pendiente de provocar
una firme contestación, y de las que me quedaron sin respuesta por
temor a que me pidieran demasiado, como aquellas flores que están
por ultimar su floración y no me atrevo a cortarlas porque es
estúpido pretender, que sea una flor quien adorne a la flor”.
La
refrescante brisa de la mañana lo hizo regresar de su ostracismo, y
recordó que tenía algo pendiente que resolver…
Al final del análisis comprendió que no había
entrado en el camino por el mismo lugar que lo abandonó sino que lo
había hecho por unos metros más adelante. Esto le tranquilizó pues
se dio cuenta de que al menos seguía la dirección correcta, no
obstante no las tenía todas consigo por lo que determinó seguir, ya
que intuía que en aquel cercano horizonte, y en la hora del mediodía
se haría presente Ella.
El Sol comenzaba a marcar casi una línea vertical
entre él y aquel lugar del sendero por el que caminar en ese
momento; de vez en cuando se quitaba la gorra y se secaba el sudor
que le producía el esfuerzo al llegar a algunos repechos más
pronunciados; él sabía que siempre era cuesta arriba, el mínimo
desnivel engañaba, sin embargo, la fatiga le recordaba continuamente
la ascensión.
Desde
la última vez, había transcurrido un buen rato, tanto que el Sol,
ahora a su espalda le hacía proyectar sobre el suelo, delante de él
su propia sombra; seguía caminando al tiempo que, meditando y fijo
en la silueta, pensaba que una vez más, la tarde estaba a punto de
entrar nuevamente en su vida, era como si por su fino olfato entraran
los aromas de las nieves, color de vestido inmaculado para el crudo
Invierno a cuyo banquete acuden encinas y castañales…
Todo
pasa, transcurre, se olvida, pierde y se desvanece cual hoja seca por
su inevitable condición de caduca. Con el resto el final, y con él
el Invierno, y así se olvida que hubo flor de Primavera.
“Deseo
hacer fácil mi tarea, preparar el nuevo camino sin las tontas
alforjas cargadas de vanidades; lograr una despedida más tolerable,
más coherente para que en esa Primavera que siempre te llevé
promesas y que en Otoño te traje desengaños, pueda sembrar un
recuerdo, y que en la próxima cosecha sean abundantes sus frutos”.
Una bandada de chorlos en busca del habitual
refugio donde pasar la noche llamó su atención, y se dio cuenta de
que el Ocaso comenzaba a vestir la tarde de un Crepúsculo Cárdeno y
Anaranjado; observó cómo ante sus ojos la sombra se desvanecía, y
fue, justo en ese momento cuando sin poder seguir caminando se
encontró como envuelto por Ella. Aquel resplandor era como un manto
que lo protegía. Fue mucho tiempo el que estuvo allí, estático,
sin moverse ante su propio asombro, tanto que cuando volvió en sí,
estaba amaneciendo, no recordaba haber movido absolutamente nada de
su cuerpo, ni uno sólo de sus músculos se había alterado; sus ojos
seguían perdidos en la visión de aquel hermoso y para él, puro
resplandor. Cuando miró de nuevo sobre el plano del sendero, se dio
cuenta de cómo delante de él ya no quedaba sendero, ya no quedaba
camino, sólo había el vacío…
Relato 9
MALDITO OLVIDO
En un pasillo cualquiera, de un hospital cualquiera, de una ciudad cualquiera.
- ¿Que hace un abogado como tú, sentado al lado de una camilla con un enfermo?
Ha dejado de ser un
enfermo... ¡Está muerto!
- ¿Y eso...?
Verás, pasaba por aquí en dirección a la cafetería, cuando observé que esté hombre con poca voz y el brazo levantado llamaba mi atención. Me dirigí hacia él y con voz muy leve me solicitó un móvil o mejor una grabadora. Sabes que siempre, por mi actividad dentro del hospital, llevo una conmigo. Se la acerqué, y tomándola con las pocas fuerzas que le quedaban, imagino, me dijo que quería dejar dicho algo. Ya he dado aviso para que venga el médico Forense pero, hace dos horas que lo estoy esperando...
Me llamo Saltman Distriek, comenzó diciendo, y soy húngaro. No tengo a nadie. Soy un inmigrante llegado hace dos años. Vivo solo, en un pequeño apartamento, y no sé como he venido a parar aquí. Supongo que habrá sido por lo que voy a contar:
“Esta madrugada, en mi casa, comencé a encontrarme mal. Aguardé hasta la mañana por si fuera algo pasajero. Por la mañana, a eso de las ocho, persistían mis temores de que algo no funcionaba bien en mi organismo. Me levanté, y a duras penas me dirigí al médico de guardia del ambulatorio. Hacía dos día me habían dado el resultado de una analítica que, al parecer, estaba normal, por lo que decidí llevármela.
Estando en la sala de
espera, pasó mi médico, el cual al verme, me preguntó que hacía
allí. Al explicárselo, me dijo que fuera a su consulta que, aunque
no tuviera cita, me atendería en cuanto entrara. Esperé y esperé,
mientras entraban algunos pacientes citados. Pasada una hora salió y
me hizo entrar arguyendo que se le había olvidado.
Al preguntarme que era
lo que me ocurría con exactitud, le conté como había pasado la
noche, y que me encontraba con fiebre, así como los brazos cada vez
más hinchados y con una serie de manchas negras, las cuales
inspeccionó con todo detalle. Le mostré los papeles del análisis,
y sin mirarlos siquiera, me dijo que eso no era nada grave,
limitándose a darme un volante para enfermería y que me pusieran
una inyección.
Agradecido, y no sin
dificultad, ya que me ahogaba bastante, me dirigí a la planta baja,
a enfermería y allí me dijo el ATS que se trataba de ponerme una
inyección a recomendación del doctor, el cual pedía que me la
pusieran urgentemente dada que la inflamación continuaba. Tras
esperar un buen rato, no recuerdo cuánto, salió el enfermero y me
hizo pasar pidiéndome disculpa ya que se le había olvidado.
Después de la puesta de
la inyección, la cual se suponía habría de tener una reacción
inmediata y favorable, y tras no entender porque esto no era así, me
remitió al médico nuevamente, tras haberlo llamado previamente
dándole la información pertinente acerca de la reacción negativa.
De nuevo subí a la
consulta e intenté entrar, pero estaba ocupado con otro paciente en
revisión por lo que me dijo que esperara un momento, que saldría
enseguida para hacerme pasar, ya que entre otras cuestiones nos unía
alguna amistad.
Transcurrida más de una
hora, las personas que estaban esperando le dieron aviso al médico
de que afuera había un hombre con muy mal aspecto. Cuando salió el
médico yo ya no estaba. Había pasado por allí una enfermera la
cual llamó a otra, y entre las dos me bajaron a la sala de recepción
con idea de pedir una ambulancia que me llevara al hospital.
Pasadas las tres de la
tarde, y cuando la auxiliar de recepción cambiaba el turno, la
entrante, al verme allí solo y en una silla de ruedas, me preguntó
que hacía allí. Le expliqué el caso y me dijo que la auxiliar
saliente tenía allí mi nota pero, que se le había olvidado llamar
al servicio de ambulancias. Me pidió perdón en nombre de la
compañera y, llamada la ambulancia, esta se presentó pasadas las
cuatro de la tarde ya que había olvidado el nombre del ambulatorio
que le habían dado por radio, y que preguntado de nuevo, por el
mismo medio, ya tenía la dirección correcta.
Una vez en la ambulancia
el médico de urgencia pidió una mascarilla con el fin de aplicarme
oxigeno al observar que la hinchazón le alarmaba, que en su grado
de avance podría presionarme los pulmones, y de ahí mi dificultad
para poder respirar. La ayudante le comentó al chófer que aligerara
ya que se había olvidado de reponer el bote de oxígeno así como de
repasar algunos instrumentos propios del servicio de UCI.
Con la llegada al
hospital se limitaron a preguntarme si tendría la tarjeta sanitaria,
y si me acompañaba algún familiar, o algún teléfono a quien
llamar. Al darles una negativa total, me pasaron a este pasillo en el
cual me recogerían para llevarme a alguna consulta. Yo apenas podía
ya respirar.
En diferentes momentos
hice señales con la mano, a lo que y en forma de susurro oía:
¡Tranquilo, ahora viene el médico!
Pasaba el tiempo. Estaba
claro que se habían olvidado de mi; hasta que un buen hombre,
acercándose a mí, y atendiendo mi petición me ha dejado este
aparato donde estoy dejando este desgraciado suceso aunque,
lamentablemente, no puedo seguir porque quisiera también descargar
mi conciencia pero, ya creo que no me dará tiempo. Me gustaría
decir que fui...”
Eran las nueve de la noche, pasadas.
Bien, no lo entiendo pero... Aun me estoy preguntando que haces tú sentado aquí, al lado de una camilla en la que yace un hombre al que no conoces y al que, además, no te une parentesco alguno, creo yo...
Ya te lo he dicho. Este
hombre ha muerto y no puedo irme, ya que no hay forma de quitarle la
grabadora, pues la tiene agarrada con tal fuerza que es imposible.
Debe de ser algo así relacionado con el “rigor mortis” del que
hablan los especialistas.
Sí. Si todo eso lo
entiendo perfectamente pero, ¿Tú que interés tienes? Sí, ya sé
que te dedicas a ofrecer tus servicios a algunos accidentados al
objeto de cuando ellos pueden cobrar una indemnización llevarte una
comisión, pero por lo que has oído, él no tiene a nadie.
Bueno tengo grabado su
nombre, el cual no recuerdo ahora mismo, y entonces investigaré...
Bueno, amigo, allá tú
y tú trabajo. ¡Mira, por ahí viene el médico forense...!
¡Disculpen caballeros pero, se me había olvidado el aviso! ¿qué es lo que ocurre?
Informado debidamente, el medico dio las órdenes oportunas para que se llevaran el cuerpo a la sala de autopsias, ya que manifestó la necesidad de hacérsela con idea de saber que habría podido suceder. Tras recuperar la grabadora, no sin cierta dificultad, me hizo acompañarle a su despacho con el fin de poder realizar el correspondiente informe en razón de cuanto le iba contando por el camino, pero cual no sería mi sorpresa cuando abrimos la grabadora para dejar constancia de cuanto yo relataba; El médico y, yo, principalmente, nos dimos cuenta de que se me había olvidado poner una cinta nueva en la Casete.
Relato 10
LA ENSOÑACIÓN DE TRISTEZA
Existe un pueblecito lejano, olvidado, tan lejano que solamente podemos llegar a él a través de un sendero que se llama ensueño.
Vivo
entre la lluvia y las nieves, entre las nubes y el viento...
Todos
sus habitantes se encuentran muy tristes. Trabajan y se afanan en
hacer lo mejor posible sus labores cotidianas, sin embargo, en sus
caras anida una tristeza infinita.
Allí
siempre llueve o nieva. Siempre el pueblo está escondido tras una
niebla grande y espesa. A veces es el viento el que no lo abandona.
Nunca luce el Astro Rey, ése Sol que le da vida a otros pueblos; al
mío no, y es por eso que a mi pueblo los de los demás pueblos y
aldeas lo llaman Tristeza.
En
la Plaza Mayor, una coqueta placita entre oblonga y cuadrada no hay
árboles, ni arbustos en los que pudiéramos admirar y deleitarnos
con sus flores. Son plantas que carecen de ellas, sencillamente,
porque aunque llueve, después no están alimentadas por la
fotosíntesis que podría suministrarles nuestro hermano el Sol.
En
esta recoleta placita, paradógicamente, malvive enfrente de la
iglesia un hermoso reloj de Sol, en una antigua y noble fachada el
cual está grabado sobre uno de los sillares de una antigua torre,
por uno de los muchos canteros del pueblo. La pequeña torrecilla
pertenecía a una casa que mucho tiempo atrás fue ocupada por una
noble familia. Cómo es de comprender, él no nos puede dar la hora.
No tiene su materia prima, el Sol. Por eso se encuentra también muy
triste... ¡ah! Y porque de reojo mira hacia la torre de la Iglesia,
y en ella si puede ver uno al que de vez en cuando le dan cuerda y
funciona. Cuando el de la Iglesia da campanadas, él no se divierte,
se entristece.
Un
día llegó a Tristeza una niña pequeña, tenía unas
trenzas muy largas, tan largas como su falda, una falda Azul como el
color de ese cielo que dicen que existe por encima del techo del
pueblo que es todo de nubes. A ella, a la niña, la vimos correr y
saltar por las calles, y cuando llegó a la Plaza las gentes la
miraban y cuchicheaban entre ellas extrañadas. Era normal que
tuvieran esa reacción ya que lo primero que se preguntaban era que a
que venía aquella manifestación de gozo; que cual sería la
agitación que se había adueñado de la pequeña niña.
La
pequeña niña, de las largas trenzas y faldita Azul, no paraba de
correr y cantar. Así en su tan enloquecedora como alegre carrera
atravesó el pueblo de parte a parte. Salió al campo y llegó hasta
la Laguna, una hermosísima extensión de agua de lluvia embalsada
que los hombres del pueblo habían construido para, si alguna vez les
faltase el agua para sus ganados ellos la tuvieran recogida de forma
artificial.
Mis
padres y mis abuelos al igual que el resto de las gentes del pueblo,
tienen en las azoteas una especie de recipiente que coge todo el
largo y el ancho de los tejados. En uno de los extremo hay una
abertura y cuando llueve, que es mucho, por esa abertura se cuela el
agua que va a parar a unos grandes depósitos de donde se abastecen
todas las casas. Y es una agua muy rica porque no tiene
contaminantes.
Pues
cuando llegó al borde de la Laguna se quedó mirando la superficie
del agua... En ese momento... ¡oh! -dije yo-. Las nubes se estaban
separando, abriéndose, y el Sol había comenzado a salir de entre
ellas, se reflejó en el agua delante de la niña, como si fuera una
gran moneda dorada y brillante. Todos los vecinos que se habían
arremolinado al borde de la Laguna, y a la que habían llegado
siguiendo a la niña llevados por la curiosidad, pudieron ver, y yo
también pues me encontraba en primera fila, cómo la niña se metía
en el agua y cogía el Sol.
Al
salir del agua comenzó de nuevo a correr hacia el pueblo con el Sol
entre sus manos. Corría y corría, saltaba alegremente de nuevo. Así
llegó hasta la recoleta placita del pueblo y una vez en ella se
dirigió hacia la Iglesia entró en ella, subió hasta arriba de la
torre y en el pináculo más alto colgó el Sol, redondo y dorado
como si fuera una moneda redonda y brillante.
Todos
los vecinos que se encontraban abajo en la Plaza vieron con asombro
que no sólo la placita, sino todo el pueblo estaba ahora
completamente iluminado. Yo me quedé con la boca abierta ante el
maravilloso resplandor que veían mis ojos. Todos reían, bueno
algunos lloraban y otros cantaban y bailaban agitando sus pañuelos y
gorras hacia donde se encontraba la niña de las largas trenzas y la
faldita Azul. Ahora si sabían que el color era el del color del
cielo. No obstante, en el interior de mucha gente había una
pregunta: ¿Por qué estaba sucediendo aquello? ¿Por que el pueblo
estaba tan iluminado si ellos no conocían más que la oscuridad? ¿Y
por qué algunos hablaban de la hora que era mirando el reloj de la
torre, aquel que era de la casa de la noble familia?
Pero,
aun se extrañaron más, mucho más cuando de pronto comenzaron a
darse cuenta de como los tallos de aquellas regordetas plantas tan
endebles empezaban a estirarse, a salirle unos brotes cómo si
prisioneros durante tanto tiempo estuvieran esperando sólo este
momento.
Rosaledas
enteras sin apenas vida se agitaron entre ellas como empujándose por
hacer estallar sus aromas y coloridos en un sin fin de rosas de todos
los colores. Las varitas de la Malva loca se comportaban como si de
una carrera hacia arriba se tratara; intentando cada una alcanzar una
altura insuperable. Todas aquellas plantas parecieron contagiar a sus
congéneres los árboles, los cuales aun a pesar de sus durezas
comenzaron a sacar de sus troncos las más hermosas ramas ya
revestidas con multitud de verdes hojas.
Aún
a pesar de todo aquel entusiasmo, de aquel júbilo y jolgorio, la
niña observó como los habitantes seguían extrañados además de un
tanto asustados ya que no llegában a comprender del todo lo que
estaba sucediendo. Por eso la niña haciéndose eco de aquella
incertidumbre, cuando bajó de la torre, se sentó sobre uno de los
pilares que daban sujeción a la baranda de la placita y explicó
todo aquel hermoso fenómeno.
Ahora
sí lo entendimos todo, y todos comenzamos a vitorearla cantándole
bonitas canciones del pueblo, al tiempo que le dábamos al Sol
nuestra más feliz bienvenida.
Aún
nos estamos preguntando quién volteaba las campana si arriba de la
torre no había nadie, y cómo alguien decía que había visto
sonreír el redondo rostro del reloj de Sol y en el que ahora se
podía saber que hora marcaba su solitaria aguja. Desde aquel día ya
el Sol no faltó, sin embargo, la niña dejó muy clara una
recomendación: <<Habréis de tener en cuenta de que cuando
para Vds. sea la hora de irse a dormir, o sea, cuando tengáis sueño,
acordaos de que el Sol también tendrá necesidad de hacerlo, así
que alguien suba a la torre y lo cubra, y por la mañana cuando os
despertéis descubridlo y lo tendréis de nuevo con todos vosotros
para que el pueblo vuelva a vivir.>>
La
primera vez que esto sucedió la niña de las largas trenzas y
faldita Azul, como el color del Cielo, pasó la “noche” en mi
casa, pero, por la mañana cuando fui a su cuarto ya no estaba. Me
asomé a la ventana y la observé caminando calle abajo, buscando la
salida del pueblo. Iba muy despacio, como disfrutando del paseo, y
así fue como la vi adentrarse por aquel sendero ya fuera del pueblo,
seguramente ese sendero por donde se va al lugar donde nacen los
ensueños.
Hoy
ya soy mayor, bastante mayor, y os puedo asegurar que en este, mi
pueblo y desde aquel día, cuando llueve, entre el reloj de Sol y el
que está arriba en la torre de la Iglesia se forma un Arco iris, y
sobre él veo como la niña de las largas trenzas y faldita Azul se
pasea cantando y riendo.
Hoy
es un día grande para mi pueblo, los mayores que forman el Consejo
han decidido cambiarle el nombre. Ahora mi pueblo se llama:
Niñadelsol.
Relato 11
AQUELLA MALDITA MONEDA
I
El camino era muy hermoso en aquel tramo. Discurría cuesta abajo, en suave pendiente, por un bosque repleto de verdes helechos y carrizos que crecían al pie de los troncos de los árboles. Los rayos del sol penetraban entre las hojas de las frondosas ramas creando bellos contrastes y matices de luz y sombra, haciendo también resplandecer algunas telas de arañas como brillantes tejidos de plata en los roquedales oscuros. Un permanente zumbido de monótonos insectos se oía en todas partes, así como el canto feliz de las aves. La espesura enviaba aromas de frescas plantas de aquellas que nacen y germinan libres junto a los arroyos. A lo lejos, se divisaba el valle, por donde la senda se abría paso en medio de amarillos campos de heno, hasta llegar a una pequeña aldea de sencillas casas de piedra y adobe.
Cuatro
caminantes avanzaban a buen paso, en dirección al norte. Eran cuatro
peregrinos camino del santo templo del Apóstol Santiago, allá en
Compostela. Se conocían bien entre ellos, después de muchas
jornadas de calzada. El primero era un fraile de aproximadamente
veinticinco años que vestía pobre hábito y caminaba descalzo. El
segundo, un comerciante metido en carnes, que iba en acción de
gracias por la milagrosa cura de un hijo tras haber contraído una
grave enfermedad. El tercero, un joven caballero perteneciente a la
Orden de Santiago, que hacía penitencia antes de formular sus votos
y que, arrepentido, purgaba sus muchos pecados peregrinando desde las
lejanas tierras del sur. El cuarto era un sencillo cura de pueblo,
que tras haber asistido a muchos peregrinos en su pequeño
hospitalito, jamás había realizado su propio peregrinaje.
Se
habían ido juntando los cuatro a medida que se encontraron por el
camino; ya fuera a las puertas de una ciudad, en el solaz de una
fuente, en un hospital de peregrinos o en el avanzar por la, en
ocasiones, soledad de los campos. Ahora después de largas horas de
fatigas compartidas, eran ya como hermanos. Cada uno había contado a
los demás lo que le pareciera bien dar a conocer de su vida. Los
peregrinos suelen desahogarse contando sus cuitas y pesares a los
compañeros que Dios les pone en el camino; es alivio, catarsis,
confesión y manifestación de esperanza. A fin de cuentas, en la
vastedad del mundo, ¿volverán a encontrarse en alguna otra ocasión?
Cada peregrino es un Espíritu errante, anónimo y desnudo .
Únicamente
el fraile se mantuvo más reservado. Sólo había dicho que
pertenecía a un convento norteño, y que intentaba expiar pecados de
una no recomendable existencia pasada; pero no reveló de dónde era,
ni confesó cuáles eran tales culpas. Era hombre apreciablemente
culto, más igualmente reservado. Sus ojos de penetrante mirada no
podían disimular la mucha sabiduría y experiencia que atesoraba
aquella mente misteriosa.
Alcanzaron
los cuatro peregrinos el valle caminando en silencio. Aunque andaban
fatigados, pareció deleitarlos la visión de la mies entre los
campos de labor, el pequeño riachuelo de orillas verdeantes y el
caserío con su sencillo campanario. El fraile puso palabras a lo que
a buen seguro todos pensaban:
-¡Oh,
Señor, bondadoso Dios, que maravilloso y apacible lugar!
Un
muchacho que aventaba el grano en una era cercana a la entrada de la
aldea, corrió a solicitar bendición. Se arrodilló y les rogó
entre sollozos que pidieran por él en el templo del Apóstol. ¡Yo
también quiero ir a la Gloria!
Los
peregrinos se conmovieron mucho. Bendijeron al muchacho y éste,
agradecido, les indicó dónde estaba la fuente. Cuando se adentraron
en la aldea, el joven caballero comentó:
-
¿Qué pecados va a tener aquí esa criatura?
-
Bendito de Dios -dijo el sacerdote-: Le espera al pobre muchacho una
dura vida de trabajo en estos apartados lugares. He ahí el misterio
del nacimiento: unos vienen al mundo en palacios y otros en la
miseria. Todos hemos de hallar la manera de salvarnos. Dios se apiade
de ése joven y de nosotros.
Llegados
a la fuente, bebieron y rellenaron sus calabazas. Los vecinos les
proporcionaron en una parte de un establo, un pajar limpio para
dormir y algunos alimentos. Descansaron, y en la tibieza del nuevo
amanecer prosiguieron su camino.
Algunas
leguas después de haber abandonado la aldea, cuando se adentraban de
nuevo en los bosques, el fraile rompió a llorar repentinamente. Se
detuvieron los cuatro. Extrañados, los otros tres peregrinos
contemplaban a su compañero, sin saber que hacer. Hasta que el cura,
compadecido, le dijo:
-
Habla, hermano, no guardes más lo que te causa tanto sufrimiento y
congoja. Dios no ha de dejar de ayudarte. Dinos que te pasa...
-
Sí. -dijeron al unísono tanto el joven caballero como el
comerciante. Saca todo aquello que te atormenta. Tu corazón te lo
agradecerá pues no hay nada mejor que una confesión en público. El
padre Basterra tiene razón.
El
fraile se enjugó las lágrimas con la manga del hábito de
peregrino, suspiró y habló al fin:
-
Para vosotros, hermanos, varones castos y sensatos, de poca de
edificación puede resultar el relato de mi vida. Soy un gran
pecador, porque así fui engendrado, y sin moverme a conversión, el
pecado mordió mi carne débil con todos sus dientes. Satanás tomó
asiento en mi alma de tal manera que ni los más prudente consejos de
hombres sabios y buenos hicieron mella para frenar las injusticias
que causé. Más, como os veo caminar deseosos de conocer los motivos
de mi peregrinaje, os contaré sin reserva alguna los hechos de la
mala existencia que he llevado hasta el día de hoy. Es hora de
expiar las culpas, y el sufrimiento que me causa la vergüenza que
sentiré al narrar mis iniquidades, ¡sírvase Dios aceptarlo como
purificación!
-¡Ea,
hermano! -exclamó el sacerdote, poniéndole suavemente la mano en el
hombro-. Consuélate pensando que todos somos pecadores.
-
Todos sí, más no tanto como yo. Mi vida es un dechado de mentiras y
engaños, pasiones, vicios, infidelidades...; un desierto hecho de
malas acciones de luctuosa memoria.
-
Aun así -replicó el cura-, mayor ha de ser la misericordia del
omnipotente y Altísimo Señor.
Detúvose
el fraile y miró al cielo con implorantes y enrojecidos ojos. Luego
rompió a llorar. Muy quietos, los otros tres peregrinos le miraban
desconcertados. Destapó el clérigo su calabaza y le ofreció un
trago de agua, compadecido al verle en tal estado.
-
Anda, bebe, hermano -le dijo con dulzura-, y olvida tu vida pasada.
No es menester recordar lo que tanto te hace padecer. Por malo que
sea, Dios lo ha de perdonar aunque ante su Justicia tengas que rendir
cuentas. Caminemos ahora con sosiego respirando este aire puro de la
mañana, en medio del silencio, sin otro rumor que el de las hojas de
los árboles y esos pájaros que saludan a los primeros rayos de sol
del día.
Se
mojó los labios el fraile y después se enjugó las lágrimas con la
boca de la manga. Tenía una mirada tristísima, perdida en el
horizonte, y una expresión amarga prendida en el rostro. Inspiró
profundamente y pareció calmarse, pero aun sollozó durante un rato.
Dejó escapar finalmente un largo suspiro, como un quejido, y dijo:
-Es
cierto, hermanos, he de continuar hasta el final, ¡ojalá con esta
peregrinación mi alma quede descansada de tanto tormento!
-
¡Claro que sí, hermano! -exclamó el joven caballero-. ¡Habla!
¡Suéltalo todo! Los cuatro somos desconocidos y procedemos de
diversos lugares, ninguno podemos perjudicarte.
-
No, no... -replicó el comerciante sin ser capaz de disimular su afán
y curiosidad-: Debe hablar. Ha de desahogarse. ¿De dónde vienes
hermano? ¿Acaso eres Prior o Abad de un monasterio, tal vez?
¿Capellán de la hueste de un Señor, de un Rey, quizás? Tu
distinguido aspecto, a pesar del hábito de penitente, delata que no
eres fraile solamente de oración, misa y olla...
-
Halla caridad, hermanos -propuso el cura, extendiendo los brazos-.
Dejemos que sea él quien decida, sin atosigarle. Si desea hablar y
ello aligera su conciencia, hable; si tiene hondo pesar por ello,
calle y guárdese dentro lo que le atormenta. Dios, que todo lo ve,
le aliviará cuando lo tenga a bien en su divina providencia.
Más
tranquilo por este sabio consejo, el fraile dijo:
-
Mi vida transcurre toda delante de Él. Más quien soy está oculto a
los hombres. Por eso voy a hablar. Y os ruego, compañeros de camino,
que hagáis oídos sordos a los nombres de las personas y lugares que
citaré en mi relato, como si no los dijere. Olvidad los detalles de
mi historia y mirad mi vida como la de uno de tantos pecadores que
yerran por este mundo engañoso.
-
Sea como pides- otorgó el fraile en nombre de los demás-: En este
camino, los cuatro somos sólo peregrinos que van en busca del
altísimo Señor, olvidados de sus ciudades, casas y parientes.
Hagamos juramento de no decir nada a la vuelta del peregrinaje.
Puesto que luego el espíritu es débil y puede ceder a la tentación
de revelar el secreto,
-
En la vastedad de este mundo- comentó el comerciante-, ¿a quienes
pueden importarle los pecados de un anónimo peregrino?
- Aun
así -dijo el joven caballero-, opino como el hermano: hágase
juramento ante Dios y no se hable más.
II
Los tres caminantes sostuvieron en la mano la cruz del sacerdote y pronunciaron un breve juramento. El fraile, que se disponía a contar su historia, se tranquilizó tras este gesto, e inició el relato de los hechos que le quemaban por dentro.
"Recuerdo
Soria. Aquella ciudad donde el frío se aferraba a las piedras. ¡Oh,
Dios, cómo la recuerdo! Era yo tan pequeño como el más
insignificante grano de trigo. Había junto a nuestra casa una tahona
que emitía todas las mañanas aromas de pan tierno. Dormía junto a
mis padres y su calor era lo más dulce del mundo: pero el despertar
me devolvía con el sol diariamente el hambre. Era ese hambre que
nace con los primeros dientes. No tendría yo cinco años y mis
hermanos menores amanecían agarrados al pecho de nuestra madre. A mi
edad, no había más leche para mi que una aguada mixtura hecha de
bellotas y castañas machacadas , harina tostada y miel; muy poca
miel, sólo la suficiente para dejar en el paladar una triste
añoranza de la teta perdida.
Vagábamos
los niños por las calle embarradas, junto a las cabras y los cerdos.
A mediodía, me embargaba una debilidad tan grande que me hacía
perder el sentido de la existencia. Me dormía de repente echada
sobre un montón de arena y sentía lejanos a los niños, en mi tibio
sueño, a mi alrededor, enfrascados en sus juegos, voces y risas. No
sé de dónde sacaba fuerzas para corretear al despertarme. Íbamos a
solicitar algún mendrugo a la casa de los ricos. Éramos despedidos
a escobazo limpio. Si alguien se compadecía y nos arrojaba un puñado
de ciruelas pasas, no nos hacía ninguna merced, sino que nos abocaba
a una pelea cruenta. Más de una vez me abrieron la tierna piel a
dentelladas los muchachos mayores. ¡Creedme, soy hijo del hambre!
Recuerdo
que alguien anunció que venía el rey. Mi padre estaba alegre como
el más feliz de los hombres. ¡Ahora acabarán nuestras penas!
-decía. Pasaban los días, las semanas y los meses. Para un niño,
la vida transcurre lentamente. Quizá pasó un año. No sé cuánto
tiempo. Se olvidó esa promesa.
Llovió
mucho en Otoño. Nevó luego como si el cielo quisiera cubrir la
tierra. Sería Abril cuando decían que no había pasto para las
reses, y la gente se moría agarrotada y firme como pura roca. La
primavera se retrasó y sólo comíamos también gachas rancias. Mis
hermanos pequeños murieron aferrados a los pechos secos de nuestra
madre. El cielo estaba tan oscuro como las enlutadas mantillas de las
viejas.
-
¡Llega el rey! -oímos gritar una mañana de mayo, cuando las
campanas de la catedral despertaron a todo el mundo.
Mi
padre se echó la raída capa sobre los hombros y fue a ver. Cuando
regresó, gritó:
-¡Ya
viene! ¡Ya llega el rey! ¡Por fin! ¡Dios sea loado!
Mi
madre estaba muy enferma, pálida y triste. Apenas esbozó una
sonrisa y se quedó muerta. Creo que, como mucha gente, vivía
esperando ese momento, la llegada del rey. Pero no le quedaron
fuerzas para gozarlo.
Un
sacerdote roció con agua bendita toda la casa. Amortajaron el cuerpo
con una manta remendada y lo llevaron a la iglesia, en cuyo huerto la
sepultaron. El sol primaveral de la mañana bañó la húmeda tierra.
Una anciana vecina me envolvió con su toca y toda la tristeza del
mundo me cubrió ese día.
Transcurrió
la primavera casi tan fría como el invierno. Hasta bien avanzado el
mes de mayo no cobró fuerza el sol, cuando cesaron los abundantes y
helados aguaceros. Después de tan largos y oscuros tiempos, pareció
que brotaban las flores de la creación. Los prados grises se
tornaron verdes, amarillos, blancos, rojos y morados. Las reses
pacían orondas, rebosantes de salud, mas sabíamos que nadie
probaría su carne, que estaba reservada únicamente para los señores
y los canónigos de la catedral.
Tal
y como anunciaron, no bien se cumplieron dos semanas cuando al fin se
oyeron a los lejos las trompetas y los timbales una bonita mañana de
primeros de Junio. Llegaba el rey.
Soria
amaneció engalanada con ramas de olivo, juncia y ciprés, flores,
estandartes y tapices en los balcones de todo los palacios. Se
congregaban los caballeros y nobles del reino venidos de las llanuras
y los montes, así como los hombres del alto burgo de cuantas
ciudades, villas y aldeas tenían renombre. Coros de austeros monjes
y frailes salían de sus monasterios y conventos para entonar la
salmodia en las plazas.
Los
niños nos metíamos por entre las piernas de las gentes, como
perrillos curiosos, para ir a gatas a ponernos en primera fila. Nos
llovían pescozones, puntapiés y pisotones por todas partes,
mientras aspirábamos casi a ras de suelo el nauseabundo olor de las
inmundicias que cubrían la tierra: heces de animales y personas,
orines y desperdicios. Pero podías encontrar felizmente algo que
llevarte a la boca en medio de aquel jolgorio: algún pedazo de
galleta, un trozo mordisqueado de manzana, habas secas, nueces o
almendras garrapiñadas que se les caían a los ricos en el ajetreo
de ir a buscar un buen lugar para ver la llegada.
Recuerdo
todo aquello con la luminosidad propia de la mente de los niños. Me
pareció que Dios Nuestro Señor mismo bajaba a la tierra rodeado de
todo sus ángeles. Resplandecía la catedral bajo el sol de mediodía
en un firmamento limpio, azul, lleno de alborotados pájaros que
revoloteaban asustados en todas direcciones. Entre los cantos y el
bullicio alegre de la multitud, vine a creer firmemente que estaba
próximo el fin de todo mis males, puesto que el rey pondría remedio
a las hambres y las enfermedades.
Oyóse
estruendo de caballería bellamente enjaezada. Apareció una hueste
bien organizada que venía en alegre trote, alineados de cuatro en
cuatro, por la calle mayor para abrir paso. Enseguida entraron peones
de a pie, con sus trompas, flautas y sacabuches, soplando a todo
meter, como si llegaran cien bueyes mugiendo embravecidos. Toda esta
gente se fue por las calles adyacentes para dejar desocupado en
centro de la plaza Mayor. Entonces se vio venir a los caballeros
sobre sus monturas, bien pertrechados con pulidas armaduras que
parecían de plata. Cada uno de ellos llevaba el pendón con sus
armas bordadas en vivos colores. Siguieron los condes, duques,
obispos y abades de ampulosos ropajes, túnicas, capas y vistosos
hábitos. Causaron la mayor impresión las damas, por sus altos
tocados de diversas sedas, plumas y complementos coloridos; por sus
manos enguantadas y los delicados jaeces y gualdrapas de sus
monturas, así como por las muchos cascabeles que tintineaban
prendidos de los arneses.
Los
tamboriles y las dulzainas avisaban de que estaba próximo el
monarca. Entonces el gentío se agitó mucho y clamó en griterío
solicitando los favores que esperaban de esa venida; auxilios de todo
tipo, trigo, simientes, hierro para forjar herramientas y armas,
dineros y licencias para poder ocupar pequeñas parcelas de labranza.
Salió
de la catedral en procesión la imagen de la Virgen por la puerta del
Evangelio al tiempo que se alzaban al cielo los tañidos de un par de
campanas. En ese momento irrumpió el rey en la plaza cabalgando
sobre un brioso y blanco corcel. Vestía el monarca armadura de
placas y camisola de cota de malla, sobre el que lucía el sobreveste
ajustado de magnífico y bien elaborado tejido color azul con
bordados de oro y plata. Cubría su cabeza un casco al medio punto y
circundado por la corona real, el cual se sacó nada más encontrarse
ante la Virgen. Al tirón del palafrenero, el caballo se arrodilló
extendiendo sus gualdrapas por el suelo y dando comodidad al rey para
poder descabalgar, Fue seguidamente a postrarse ante la bendita
imagen. Me fijé en su cara; era apenas un muchacho de escasísima
barba y rostro sonrosado".
III
"Iniciaron los monjes sus cantos, pero enseguida fueron ahogados por los gritos de la multitud que, recuperada de su inicial asombro, enloqueció de entusiasmo:
-
¡Santa María guarde a nuestro señor el rey! ¡Viva el rey! ¡Viva,
viva, vivaaa...!
Ya
no pude ver más, pues aquella turba incontenible logró rebasar a
los soldados de la guardia que la mantenía a prudente distancia y
avanzó en avalancha hasta nuestro rey. Fue entonces cuando sentí
una fuerte patada en la boca y pronto saboreé el salado y dulce
brotar de la sangre en los labios. Entonces comprendí la causa de la
colectiva locura; todo el mundo se agachaba a recoger las monedas que
los lacayos del rey tiraban al aire. Cientos de manos ávidas
recorrían el suelo para hacerse con la plata.
Estaría
de Dios que sacara yo algo bueno de aquello, porque cayó delante de
mis narices un ennegrecido maravedí de plata, quizás entremetido
involuntariamente entre otras monedas de menor valor. Mi pequeña
mano saltó como un resorte y lo asió de tal manera que una vieja
ladrona que se dio cuenta de su valor, y que estaba a mi lado no
consiguió quitármelo, por fuerte que me clavara en los dedos sus
sucias uñas y el único diente que le quedaba en su boca casi
desdentada.
-¡Suéltalo
o te mato, niño asqueroso! -me gritaba aquella arpía.
Pero
yo logré zafarme de ella y corrí de allí como alma que huyese del
diablo. Y cuando, seguro ya detrás de una esquina y lejos de la
multitud, abrí los agarrotados dedos y contemplé extasiado mi
tesoro, me sentí la criatura más dichosa de la tierra. Sin embargo,
hermanos, aquello que tanto deseó mi material naturaleza de pobre
sería mi desgracia...
-
Pero entonces eras muy pequeño -dijo el comerciante-: Además
aquella moneda no la robaste. ¿Por qué entonces lo cuentas con
tanta tribulación...?
-
Porque, hermanos, aquella moneda la tuve guardada como oro en paño
durante años, y cuando cumplí la edad suficiente para que se me
respetara como hombre la saque le di brillo y ello fue mi perdición.
En
aquellos años yo trabajaba para un acaudalado señor y propietario
de una gran inmensidad de tierras, un molino, un número inimaginable
de ovejas, así como de varios telares, y un Batán el cual estuvo a
mi cargo y en el que me dedicaba a desengrasar los tejidos o darle
cuerpo. Aquella inmensa heredad se encontraba en un importante pueblo
cercano al río Duero. Mi entrega y mi honradez en el trabajo me
hicieron acreedor de la confianza que el señor tenía depositada en
mi, y fue por ello que me decidí a hablarle de aquella moneda que
guardaba desde hacía años y que no había sacado, ni de la que le
había hablado o contado nada a nadie por temor a que pudieran
acusarme de haberla robado, o sabe Dios que otra acusación podrían
haber vertido algunos contra mi ante el triste espectáculo de mi
larga pobreza.
Sin
embargo, aquella tarde de Sábado y tras haberle rendido las cuentas
de la semana a mi señor, sentados bajo el frescor de la parra
existente al lado de la puerta de entrada a la casa, vi que era el
momento oportuno de hablarle de ello, cuando me invitó a bajar con
él al pueblo con el fin de tomar juntos unos vinos. Durante un rato
que a mi se me hizo una eternidad, me dijo: “Has hecho bien
hablándome de ello pues de otra manera, es muy posible que te
hubieras metido en problemas dada la condición de la mayoría de las
gentes, pero no te preocupes; lo primero que vamos a hacer es
cambiarte esa moneda con el fin de que comiences a disfrutar de ella,
comenzando por comprarte algunas ropas mejor que las que te
proporcioné hace tiempo y que también has cuidado”.
Me
hizo ir por la pieza, y al entregársela, sonriendo me la devolvió y
entró en la casa saliendo seguidamente con un cofrecillo. Lo abrió
y sacó una de las bolsas, metió la mano de nuevo y asió una
bolsita pequeña en la que contando comenzó a verter un montón de
monedas; yo no salía de mi asombro al contemplar la escena,
principalmente, porque pensaba cuando iba a parar de meter monedas,
nunca había visto tantas en mi vida: Me miró y me dijo Aquí
tienes; son pepiones y algunos burgaleses, cuídalos y no lleves
encima nunca más de lo que vayas a gastar. Hoy podrás hacer uso de
algunos dineros en el pueblo.
No
cabía en mi de gozo. Estaba tan extasiado que no me di cuenta de
como una de las criadas de la casa, de poco fiar, por cierto, había
estado contemplando aquella, digamos transacción, escondida tras la
cortina de la ventana que daba afuera, y la cual de seguro habría
oído la conversación con toda nitidez.
Cuando
ya, pasadas las doce regresábamos a la casa, me fui directamente
hacia el cobertizo que, gracias a su bondad, mi señor me había
cedido y en el cual me había provisto de un catre con colchón de
lana de la que normalmente era desechada para su comercio, dada su
baja calidad, una mesita ya inservible y que fuera antaño usada para
la matanza, y una silla a modo de único mobiliario, excepción hecha
de una especie de hornacina con puerta robada al grueso muro sostén
de la parte trasera de la casa.
Todo
fue entrar en el cobertizo y quedarme atónito, fue una. Con una
pobre ropa interior, aquella pelandusca de criada se encontraba
tendida sobre mi jergón invitándome descaradamente a que lo
compartiera. -Mañana es Domingo -me dijo-: Y como no hay que
trabajar podíamos pasar la noche juntos...
Aquél
cuerpo joven y hermoso, pues andaría alrededor de mi edad, se me
ofrecía; era la primera vez que me encontraba en semejante
situación, lo que se dice un auténtico novato en esas lides, por lo
que siempre he pensado que no fue ella la que me hizo caer en la
ratonera; reconozco que fui yo y solamente yo el que me metí en
aquella trampa, ora por ello, ora por desconocimiento de lo que
vendría después; el caso es que solté el hatillo de las prendas
que acaba de comprar, me desnudé dejándome los calzones y me eché
a la cama con ella. ¡Estúpido! ¿Cómo no me pasó por la
imaginación lo que ello me acarrearía más tarde? ¿Cómo no pensé:
si nunca me ha mirado bien, a que venía el que ahora se me
entregaba? La noche transcurrió descubriendo a cada momento cada una
de las partes más íntimas de la mujer, a la par que ella me hacía
gozar con las caricias más excitantes que jamás pude imaginar; ella
era la que al principio se colgaba de mi hasta que después era yo el
que febrilmente entraba en ella una y otra vez hasta quedar
extenuado".
IV
"A la mañana siguiente ya muy tarde nos levantamos y tras un frugal desayuno, y preguntar al señor si necesitaba alguna cosa, decidimos bajar al pueblo. La noche pasada no desaparecía de mi cabeza; abombada aún y sin muchos reflejos no me di cuenta de como Berta, que así se llamaba la mal nacida, me iba sonsacando algunos dineros. Cierto que no andaba bien de ropa, por eso le compré algunas prendas ya usadas, aunque en buen estado, unos zapatos y algún que otro capricho des que ya no se desprendería con sus mimos y caricias.
El
Domingo siguiente caí en la trampa de la taberna, y entre vasos de
hidromiel y cerveza fuerte, se presentó el que según ella era su
hermano; un muchacho mayor que yo y de anchas espaldas que tras la
presentación me dijo trabajaba en la Herrería; aficionado al juego
me invitó a una partida de cartas en unión de otros conocidos
suyos. Yo no quería pero, la insinuante mirada de la muchacha me
hizo pensar: “¿Porqué no?” Con algunas ganancias en el bolsillo
y el pensamiento de que aquellas novedades habían estado bien
transcurrió la semana, por lo que al Domingo siguiente ya fui yo el
que pidió jugar. Perdí todo lo que llevaba, sin hacer el más
mínimo caso a la recomendación de mi señor.
Ante
la apremiante necesidad de recuperar lo perdido, y la supuesta
amabilidad del hermano de la joven embaucadora ofreciéndome unos
dineros en calidad de empréstito, y la insinuación de ésta a que
aceptara, le pedí una cantidad que también perdí, por lo que
decididamente nos volvimos a la hacienda. Por el camino me preguntó
el modo de devolverle aquellos dineros a su hermano, aduciendo que
tuviera cuidado con él porque tenía muy malas pulgas. La
tranquilicé diciéndole que no había ningún problema. Pero, cual
no sería mi estupor cuando al separar la piedra del hueco que en un
rincón del suelo guardaba los pepiones, me encontré con la
indescriptible y amarga sorpresa de verme robado, de encontrarme tan
sólo con unos pocos burgaleses que no me alcanzarían para nada.
Con
motivo de la entrega de unos aperos de labranza para mi señor, se
presentó una mañana el hermano, yo por casualidad me encontraba en
las inmediaciones de los establos por lo que al verme, con una mirada
y un gesto me dio a entender que quería decirme algo, y ello era
que quería sus dineros el Domingo siguiente y que si no que me
atuviese a las consecuencias. En semejante callejón sin salida, no
se me ocurrió otra cosa que aprovechando la ausencia en la capital
de mi señor y conociendo sobradamente la existencia del cofrecillo,
no dudé en sacar de aquel una cantidad suficiente no sólo para
pagar la deuda sino para mantenerme por un tiempo y mantener aquel
ritmo de vida que en mala hora había descubierto. Por lo que aquella
misma tarde salí de la hacienda dirigiéndome al pueblo, entrando en
la Herrería y liquidando la deuda. Había lastimado cruelmente a
aquél que también me tratara durante años.
Los
dineros robados me duraron bien poco ya entrado en la dinámica del
vicio del juego y las rameras, por lo que mi vida se convirtió en un
infierno. Llegué no sólo a robar en repetidas ocasiones en casas de
ricos y pobres. El más grave de todos, en mi desesperación, lo
realicé una noche cuando tras haber entrado en la pequeña iglesia y
hallarla completamente vacía de fieles, observé que el Sagrario en
el altar mayor se encontraba abierto, por lo que no dudé en
acercarme, introducir la mano bajo el velo y sustraer un copón de
plata lleno de obleas las cuales quedaron esparcidas sobre la mesa de
celebraciones. Cuando abandonaba el ábside tropecé con un
reclinatorio en la penumbra; tras el ruido apareció el Párroco el
cual incriminándome se me echó encima, como pude lo esquivé al
tiempo que le daba tal empellón que el hombre cayó de espaldas
golpeándose en la nuca con el quicio de la puerta de la Sacristía,
y quedando allí tendido boca arriba mientras que bajo su cabeza se
formaba un charco de sangre. (No obstante, años más tarde tuve
conocimiento de que no había muerto). Sin detenerme a averiguar si
lo había matado, y recogiendo del suelo su libro de oraciones salí
huyendo en dirección a la taberna que había a la salida del pueblo;
allí ante unas frascas de aguardiente se hizo noche cerrada. Cuando
abandoné aquel antro ya fuera de mi y tambaleándome debido al
excesivo grado de ebriedad, llegué hasta el extremo de cometer la
fechoría de violar a una jovencita que no alcanzaría la edad de
trece años, con la que me topé al volver una esquina, y a la que
abandoné tirada, envuelta en su toquilla y perdido el conocimiento.
Escapando
una vez más a los montes, y cambiando de región, unas veces al
Oeste otras al Norte por cuyos caminos y veredas navarros bajé para,
casualmente, encontrarme con aquel convento a cuyas puertas pedí
asilo y el deseo de entregar el resto de mi vida a la labor religiosa
que los monjes allí existentes practicaban entre la contemplación y
el estudio. Ni que decir tiene que fui aceptado en calidad de
novicio, y que tras unos años de trabajo y oración purgando mis
horrendos pecados supliqué la necesidad de ir a pedir perdón a las
plantas del apóstol Santiago. Y aquí me tienen vuestras mercedes.."
Llegado
a este punto los cuatro nos quedamos en el más absoluto silencio.
Silencio que rompió el sacerdote para manifestar únicamente y en un
susurro apenas audible:- ¡Pues sí que has hecho de tu vida una
alegría!
- Y
no vengo para pedir el perdón, porque después de muchos estudios
meditaciones y reflexiones sé perfectamente que no soy merecedor de
ello, independientemente de que me consta ahora que sé que Dios no
puede perdonar porque entonces no habría Justicia, por eso espero
que alguna vez y gracias a su eterna y piedad Divina pueda quedar
limpio de tantos horrores cometidos.
-
Verdaderamente cuesta creer que Dios pueda perdonar semejantes
atrocidades -dijo el joven Caballero-: No obstante mi orden siempre
me enseño que Dios es Amor y que todo lo perdona, pero, esto que
acabo de oír...
-
¡Hasta a mi, que nunca fui muy religioso, me cuesta creer que
alguien pueda salvarlo de las llamas del infierno! -dijo el
comerciante al tiempo que echaba un largo trago de agua de la
calabaza que portaba.
-
Y dime hermano: ¿aun conservas el libro de oraciones de aquél pobre
desdichado? -preguntó un tanto nervioso el sacerdote. - Venía a su
memoria el que él tenía un hermano gemelo también clérigo y
Párroco de una sencilla iglesia...
-
Desde entonces, ya hace unos años, lo llevo encima y nunca me separé
de él, ni de sus salmos y enseñanzas -dijo con voz un tanto
circunspecta: ¡Aquí lo tenéis!
Cuando
el cura tomó el breviario y levantó la tapa, no pudo evitar un
sobresalto al observar con una gravedad inusitada la dedicatoria
escrita.. “A mi querido hijo Dionisio Basterra en el día de su
ordenación”.
Relato 12
MÁS ALLÁ DEL DESEO
Como cada amanecer, la silueta de aquél hombre se enmarcaba en el sendero, bajo los arcos que los árboles formaban como si de protegerlo se tratara.
Una mañana más, había hecho aquel recorrido, un
recorrido que le había llevado a aquel peñasco, a su peñasco, su
sencillo lugar de descanso, y en él, como cada mañana, se sentó a
esperar…
Se apreciaba en él, cómo el cabello cada vez más
blanco, hablaba por sí sólo de tantos y tantos años haciendo el
mismo camino, haciendo lo mismo…
La ya torpe agilidad para caminar, los hombros
encorvados y el cayado con que se le veía últimamente y en el cual
compensaba sus pobres fuerzas, hacían pensar en tantos y tantos
momentos haciendo lo mismo.
Como
cada amanecer, sentado sobre su piedra, vio salir el Sol de detrás
de aquellos montes y al darle el fuerte beso con que el Sol
correspondía amorosamente a la bienvenida que el hombre le brindaba
cada mañana, se dejó notar en su rostro cómo las arrugas daban
testimonio de tantos y tantos años, de tantas y tantas bienvenidas.
Miró hacia abajo y se quedó una vez más
observando el arroyo; variadas especies de animales bebían en las
puras y cristalinas aguas, mientras algunos otros dedicaban su
entretenimiento en descomponer con su juego infantil la imagen que
sobre la plata del arroyo se reflejaba como en un espejo.
Alzó
la mirada y observó una hermosa bandada de palomas blancas, y
arriba, mucho más arriba, allá en la altura, contempló embelesado
la quietud que el majestuoso águila mantenía en el espacio.
Miró
a su alrededor y vio brillar una vez más las copas de los árboles,
ahora bañadas por el Sol y cómo la brisa mañanera se le antojaban
figuras diferentes.
Tampoco –como cada mañana- le pasó
desapercibida la diferencia existente entre el pequeño Olivo y la
impresionante esbeltez y grandiosidad que poseía aquel Olmo
recostado sobre la pared que guardaba uno de los dos lados del camino
cercano al arroyo.
Detuvo la mirada en una rama de Encina, al
llamarle la atención el dulce gorjeo de pajarillos de bellísimos
colores que sobre ella parecían decidir y acordar lo que iban a
hacer en este nuevo y luminoso día que se les presentaba.
Bajó la mirada y contempló el horizonte
infinito, los montes y aquella cordillera a la que el Sol ahora, la
hacía parecer como un cordón de encajes dorados. notar en su rostro
cómo las arrugas daban testimonio de tantos y tantos años, de
tantas y tantas bienvenidas.
De
un hueco entre las piedras de la pared que tenía enfrente, salió y
se puso a tomar el Sol como cada mañana una preciosa Culebra de
hermosísimos y originales colores.
Pronto
ocuparía un sitial de honor, otro amigo, el Lagarto, que menos
madrugador se subirá a la parte más alta de la pared de piedras
para recibir las caricias amorosas de su hermano y bienhechor el Sol,
haciendo con ellas que su color aún adquiera más belleza.
Como
cada mañana y con la puntualidad de siempre, vio llegar al viejo
perro de siempre, al viejo perro “sin nombre”, el cual, y como
tantas veces hiciera, sólo se limitó a lamerle las manos y seguir
su camino por aquel camino, y sólo Dios sabe hacia que otro destino.
El,
en cambio, seguía allí, contemplando las flores, contemplando como
las mariposas de alegres y vivos coloridos, tomaban fuerzas para el
nuevo día, gracias a ese alimento que las mismas flores preparan con
el mismo Amor que, más tarde lo brindan.
Aquellas
flores rojas, amarillas, azules, blancas, verdes, anaranjadas,
violetas, aún hermoseaban más, cuando como fondo utilizaban el
fresco manto de aquella pradera entrañable, de aquella pradera que a
él se le antojaba sin igual.
Miró
hacia abajo y se quedó una vez más observando el arroyo; variadas
especies de animales bebían en las puras y cristalinas aguas,
mientras algunos otros dedicaban su entretenimiento en descomponer
con su juego infantil la imagen que sobre la plata del arroyo se
reflejaba como en un espejo.
Alzó la mirada y observó una hermosa bandada de
palomas blancas, y arriba, mucho más arriba, allá en la altura,
contempló embelesado la quietud que el majestuoso águila mantenía
en el espacio.
Miró
a su alrededor y vio brillar una vez más las copas de los árboles,
ahora bañadas por el Sol y cómo la brisa mañanera se le antojaban
figuras diferentes.
Tampoco
–como cada mañana- le pasó desapercibida la diferencia existente
entre el pequeño Olivo y la impresionante esbeltez y grandiosidad
que poseía aquel Olmo recostado sobre la pared que guardaba uno de
los dos lados del camino cercano al arroyo.
Detuvo la mirada en una rama de Encina, al
llamarle la atención el dulce gorjeo de pajarillos de bellísimos
colores que sobre ella parecían decidir y acordar lo que iban a
hacer en este nuevo y luminoso día que se les presentaba.
Bajó la mirada y contempló el horizonte
infinito, los montes y aquella cordillera a la que el Sol ahora, la
hacía parecer como un cordón de encajes dorados.
Sobre
los flecos de la pradera estuvo viendo durante largo rato, como de
entre aquella manada de equinos, se destacaba una hembra que se
dejaba amamantar con todo el Amor de
que era capaz, como Madre de un potrillo nervioso y juguetón, y del
que se apreciaba tendría en su día un hermoso pelo Blanco como la
nieve.
Tampoco faltó a su cita aquél campesino.
Apareció sólo, como siempre, y con una azada de regular tamaño,
comenzó la tarea que le llevaba cada mañana a aquel trozo de
tierra, pequeño o al menos así era como se veía desde la mediana
distancia. Allí, un día y otro día iba a cumplir con el sagrado
deber de mantener todas y cada una de aquellas plantas - base de
apoyo para alimentar a su familia - libres de todo tipo de cizañas.
Cuando con el calor del Sol, el rocío se había
marchado para volver nuevamente por la noche, el hombre se levantó y
comenzando a desandar el camino después de haber tomado unos
sorbitos de deliciosa, pura y refrescante agua en aquella limpia y
cantarina fuente, una vez más aseguran que se le oyó murmurar entre
dientes…
“Hace
ya no sé cuantos años que hago lo mismo, porque me dijeron que
desde aquí podría ver a Dios, y éste es otro día en el que me
vuelvo tal como vine, pues hoy tampoco ha aparecido”.
Relato 13
PENSAMIENTOS EN UN DÉDALO
Con un leve pensamiento preñado de laxitud, levanté la vista de la última página del cuaderno que durante algún tiempo había estado escribiendo Sara. Durante aquella e intrigada lectura, varios y enrarecidos, así como, a mi juicio, dudosos episodios habían llamado poderosamente mi atención, y ahora que había, al parecer, terminado, pues me daba la impresión de que algunas partes de los mismos habrían de volver, necesariamente, a releerse, disponía de tiempo para volver sobre ellos de forma metódica.
- ¡Oh!
pensé.
Y
a continuación, pareció que se me encendía una bombillita…
¡albricias!
No
me lo podía creer, sin embargo: ¿Cómo hacer una descripción
exacta de mi hallazgo? Todo comenzó como una vaga reflexión: ¿Y
si resultara ser una simple conjetura disparatada, una inverosímil
ocurrencia? En fin... aunque no fuera imposible del todo, aquello me
resultaba un tanto incoherente ¡era absurdo! Para comenzar…
Ya
me consideraba en condiciones para poner en perfecto orden aquellos
sensatos argumentos en contra cuando me detuve en seco; pues sería
mi mente, la cual adelantándose categóricamente a ella misma en un
trascendental y primordial acto de auténtica premonición, ya se
había rendido a esta versión revisada de los hechos. En un momento,
un sólo instante de vertiginoso y laberíntico deslumbramiento, la
historia que la remilgada señora Marcela me había contado se
deshizo al tiempo que se rehacía de nuevo, idéntica en cada uno de
los acontecimientos, idéntica en cada detalle, pero incompleta y
profundamente diferente. Como si se tratara de esas imágenes que
muestran a una joven novia cuando sostiene la hoja de una especial
manera, y a una vieja bruja cuando la sostiene de otra muy diferente,
cual láminas de puntos y líneas que ocultan extraños objetos,
imágenes, figuras perfectamente definidas, ojos de puentes
inundados, cuando uno ya sabe como observarlas.
Lo
cierto es que siempre había estado ahí, pero yo no la había visto
hasta entonces.
Como
si de un dilema indisoluble se tratara, me estuvo haciendo cavilar
durante casi una hora. Saltando de elemento en elemento, considerando
los diferentes puntos de vista por separado, repasé cuanto había
llegado a saber; todo cuanto me habían contado además de lo que yo
había conseguido averiguar por mi cuenta. Si, pensé. Mi nuevo
hallazgo reavivó la historia. Y ella comenzó a tomar vida y
conectar conmigo. Y mientras respiraba, empezó a tomar cuerpo. Los
bordes erosionados por las dudas se aplanaron. Las ausencias se
hicieron presentes. Los vacíos se regeneraron, y los enigmas viendo
que podrían resolverse dejaron de serlo.
Finalmente,
después de todos los comentarios, cotilleos y tramas cruzadas;
después de todas las cortinas de humo, espejos trucados y de tanto
farol marcado por una u otra parte, por fin sabía…
Sabía
que vio Sara el día que creyó haber visto un espectro.
Sabía
quién era aquél niño que, a media tarde, se le apareciera en el
huerto.
Ya
sabía quién fue, quién atacó a la señora Manuela con aquella
escoba de duras palmas.
Supo
al fin, aunque con alguna reserva, quién fue el presunto causante de
la muerte del bueno de Antonio.
Por
deducción consiguió que le quedara claro que sabía del por qué de
aquella pala al lado de aquella zanja, y de quién era el cuerpo que
buscaba el Juani bajo tierra. Por fin las piezas a ella le parecía
que empezaban a encajar. El Juani hablando solo tras las puertas
cerradas, se encontrara donde se encontrara, cuando su hermano no
estaba en la casa; Albertito, el libro que aparece y reaparece en la
urdimbre cual hilo plateado y entretejido en un tapiz. Comprendí los
profundos misterios del, hasta entonces, inaccesible marca-páginas
errante de Sara, la aparición y desaparición de su cuaderno.
Conseguí comprender la extraña decisión del bueno de Antonio aquel
día al empeñarse en enseñar al niño que había destrozado gran
parte de una obra que con tanto esmero él había cuidado durante
tantos años. También y en este caso a duras penas, comprendí a
aquél niño que saliendo de la bruma en la que estuvo tanto tiempo
oculto al fin pudo ver la luz. Comprendí entonces, aunque no sin un
cierto y raro dolor, como un niño como Paquito pudo diluirse en el
espacio y ser sustituido por la remilgada señora Marcela.
“Ahora,
le contaré una breve historia sobre unos mellizos, me había dicho
la misteriosa y a la vez reina de los remilgos, la señora Marcela,
la primera noche en aquella sala de corte tan lúgubre, cuando ya me
levantaba de aquella silla en la que había estado sentada durante
tanto tiempo haciendo que me dolieran de una forma infernal las
lumbares, y me disponía a marcharme. Unas palabras que, con su tan
desagradable como inesperada reminiscencia en mi propia historia, me
unieron inexorablemente a la suya.
- “En una ocasión y aunque para mi fue una sorpresa me encontré
con dos niños, prácticamente recién nacidos…”
Pero
lo paradójico a la vez que extraño del caso es que ahora yo sabía
algo más, bastante más… cosa que la siempre remilgada señora
Marcela ignoraba a pesar de su petulante afán de saber más que
nadie.
La
remilgada señora Marcela tal vez sin darse cuenta me había puesto
en el camino idóneo, en la dirección correcta para llegar a donde
ella no quería. Pero, como yo sabía escuchar…
- ¿Cree en los espectros, Mari? -me había preguntado-. Voy a
contarle una leyenda sobre ellos.
A
lo que yo le había contestado:
-
Mejor en otra ocasión, ¿no le importa? hoy no me apetece, estoy
demasiado cansada, algo así como abotargada -nunca supo de dónde
había sacado aquel término.
Pero
ella como se empeñara, no había manera, y eso que ya en otras
ocasiones me había contado todo tipo de leyendas acerca, siempre, de
seres espectrales, aún sabiendo que a mi, particularmente, no me
llenaban. Ella sabía, perfectamente, que me gustaban otro tipo de
relatos aunque no los entendiera como siempre solía suceder, ya que
no era una gran narradora y se le olvidaba la mayor parte de las
veces el enlace de unas escena con las que pudiera corresponderle a
continuación pero, así era ella: tan pedante como pesada y a veces,
hasta inconexa en sus exposiciones.
- “En una ocasión fueron dos bebés”, -aunque para ser más
exacta podría decir que fueron tres y además mellizos, -insistió.
- Le contaré que se trataba de una casa con dos puertas traseras,
una para la servidumbre, y otra para el personal que mensual y a
veces semanalmente traía distintos avituallamientos para la casa:
madera para las chimeneas, carbón para la cocina y grandes cargas de
carne, verduras, hortalizas, etc., etc., además de la puerta
principal. La casa tenía un espectro.
El
espectro era, como suele ocurrir con esta clase de seres, para
algunos invisibles o casi invisible, más no era invisible del todo.
El cierre de puertas que alguien había dejado abiertas y la abertura
de puertas que alguien había dejado cerradas. El movimiento fugaz de
un espejo que te hacía levantar la vista. La leve corriente de aire
detrás de una cortina cuando no había ninguna ventana abierta. Un
pequeño ente era el responsable de, en ocasiones, inesperado cambio
de utensilios de una estancia a otra o del misterioso desplazamiento
de separadores, los conocidos como marcadores de páginas entre una y
otra. En cierto momento cogió un libro, lo cambió de lugar, lo
ocultó en otro, para más tarde devolverlo a su sitio. Y si al
doblar por un pasillo te asaltaba la extraña idea de que había
estado a punto de ver la trasera del tacón de una zapatilla
desapareciendo por la esquina, el espectro, ello quería decir,
evidentemente, que, por lógica, no debía de andar lejos. Y si, en
ocasiones, de pronto notabas en la nuca esa sensación de que alguien
te está observando, y al levantar la vista encontrabas el espacio
vacío, no había la menor duda de que el pequeño espectro fuese
quien fuese se había escondido en algún lugar de aquel espacio
siempre, al parecer, vacío.
Aquellos
que tenían la vista en condiciones para ver podían apreciar su
levísima o en algunos casos descarada presencia de muchas maneras.
No obstante, sin embargo, nadie lo veía y digo: lo veía, porque ya
no me cabía la menor duda de que se trataba de un hombre y además
un hombre joven, muy joven dada la agilidad que mostraba. Estaba
segura pues, de que se trataba de un hombre, o mejor sería decir un
muchacho.
Rondaba
con el más absoluto de los sigilos. De puntillas, a veces descalzo,
nunca hacía ruido, en cambio, él reconocía las pisadas, la forma
de andar de todos los que moraban en la casa, acerca del entarimado
flotante, sabía que duelas crujían y que puertas o ventanas estaban
faltas de una cierta mano de lubricante haciendo que, sobre todo las
puertas, chirriaran de una forma que ya de por sí ellas mismas se
delataban. Conocía cada recodo de la casa, cada recoveco y cada
fisura lo suficientemente pronunciada. Dominaba todos los huecos
habidos y por haber existentes en las traseras de los armarios y
muebles consolas, chineros de cocina, librerías… La casa para él,
tenía cientos de escondites y sabía como moverse entre ellos sin
ser visto. No tenía secretos ni huecos por donde desaparecer en el
momento más comprometido.
Los
dueños nunca lo vieron. Como vivían en otro mundo fuera de la más
lógica de las razones, no podían desconcertarles lo inexplicable.
Para ellos las desapariciones, pérdidas, las roturas, así como el
extravío de objetos formaban parte de su extraño universo. Una
tenue sombra que les pareciera ver cruzar, cual bailarina de ballet
saltando por una alfombra donde no debería apreciarse la presencia
de ninguna sombra o reflejo no les hacía detenerse para, al menos,
reflexionar sobre tal manifestación, por lo que tales misterios se
les antojaban como una prolongación natural de aquellas formas de
vidas que habitaban en sus mentes, un reflejo unido de forma
permanentemente, sin saberlo, a ellos, a sus inquietudes. Como un
ratón, aquél diminuto ente buscaba restos de comida en las
despensas, se calentaba con las brasas sobrantes de los hogares
cuando todos los habitantes de la casa se retiraban a descansar por
la noche tras un, a veces, largo día de trabajo para unos y de
asueto rutinario para otros. El caso es que él desaparecía en los
rincones de tan deteriorada arquitectura en cuanto sentía, presentía
o veía aparecer a alguien.
Él
era “el secreto” de la casa.
Y
como todos los secretos, tenía sus guardianes.
Pese
a su delicado problema de visión y audición, el ama Paula, veía y
sentía perfectamente al espectro. Afortunadamente; sin su
colaboración jamás habrían habido suficientes sobras de la noche
anterior o del desayuno en las despensas, para alimentarlo; se
caería en un craso error si se creyera que aquél ente era uno de
esos espectros incorpóreos, tan sumamente etéreos que no tendrían
la más mínima necesidad de tener que alimentarse. No. Ése
espectro tenía estomago, así que había que llenarlo cuando se
encontraba necesitado, cosa que ocurría muy a menudo dada su edad.
Él,
no obstante, siempre se ganaba su sustento, ya que además de comer
también trabajaba y bien, dicho sea de paso. Y eso podía ser así
porque la otra persona que tenía la habilidad de ver entes
extrasensoriales era, precisamente, Antonio, quien agradecía muy
mucho el poder contar con otro par de “pantalones” viejos y
semejantes a los suyos, recortados a la altura de los tobillos y
sostenidos con una especie de parecidos tirantes; verdaderamente era
rentable. En el huerto, bajo su vigilancia y cuidados las patatas,
zanahorias y remolachas, crecían hermosas; las demás plantas entre
las que se distinguían las parras, producían gran variedad de
hermosísimos racimos de uvas blancas y negras y que él buscaba con
notorio afán ya que le gustaban por su sabor. No obstante, siempre
era conocido el momento en el que se dedicaba a ello pues al no
gustarle ni las semillas ni el hollejo, se sabía cuando había
estado comiendo de aquel fruto, bajo los parrales. Sin embargo,
estaba claro que no sólo tenía una buena mano para las legumbres y
las hortalizas. Así mismo las camelias florecían tan bellas como
siempre, y con el tiempo comenzó a notar una predilección especial
por otras variedades tales como las madreselvas las cuales le hacían
quedar maravillado cuando estas comenzaban a trepar por los muros
dejando ver sólo grandes superficies verdeantes y maravillosamente
floreadas; desde hacía tiempo también sintió cierta atracción por
las petunias y aquellos setos que, con mano experta, hacía que se
convirtieran en originales figuras. Siguiendo unas instrucciones
físicas ya que continuamente le iba dejando notas, los remates y las
ramas iban formando bajo sus diestras manos: ángulos, curvas y
líneas de una magnificencia tan asombrosa como matemática.
Entre
los arriates y las despensas no tenía necesidad de esconderse.
Paula y Antonio eran sus protectores además de sus defensores. Le
enseñaron las costumbres de la casa y como mantenerse a salvo en su
interior. Lo tenían bien alimentado además de velar, aún a pesar
de tratarse de quien se trataba, por su seguridad. No cabía la menor
duda de que velaban por que se encontrara seguro. Llegado el momento
en el que se hizo presente aquella extraña instalándose en la casa,
y mostrando una especial perspicacia, así como una vista de lo más
afilada, el supremo deseo de acabar con sombras producto de
inadvertidos reflejos visionarios y cerrar puertas, que siempre
estuvieron abiertas, con llave, se inquietaron por él, llegando a
pensar sí no correría algún peligro.
Quedaba
pues, meridianamente claro que por encima de todo, lo querían.
Pero
eso no era óbice para que de forma continuada se preguntaran: ¿de
dónde había salido? pues entendían que los espectros como los
llamaba Antonio, y así se lo decía a su mujer el ama, estos no
aparecían así como así. Vamos que no aparecían porque sí.
Antonio tenía muy claro que ellos sólo están en los lugares donde
saben que se encontrarán a gusto y donde podrán realizar con todo
éxito y seguridad la misión para la que habrían sido encomendados;
y él, estaba claro que allí se encontraba muy a gusto en aquella
casa, y con aquella familia. Y, aunque carente de nombre, como era
lógico en un “espectro”, y pese a no ser nadie, Antonio y Paula
sabían perfectamente de quien se trataba.
Pues
ahí radicaba lo más curioso de toda la leyenda . El espectro
guardaba un parecido asombroso con los mellizos que ya habitaban en
la casa ¿Cómo si no habría podido vivir tanto tiempo en ella sin
que nadie lo sospechara? ¡Tres niños con el pelo rubio! ¡Tres
niños con impresionantes ojos azules como las aguas de un mar calmo!
¿No habría de parecer extraño el parecido que los mellizos
guardaban con el espectro?
- Cuando yo nací -me había dicho la remilgada señora Marcela- yo
no era más que un argumento secundario. Y aunque pueda sorprender,
de ese modo comenzó la leyenda en la que tras asistir a aquella
merienda campestre, conocí al guapo Ismael y con el que un tiempo
después huí de la casa para casarme con él, escapando a los
oscuros deseos, nada fraternales, que sentía mi hermano. Él,
sintiéndose abandonado por mi, y absolutamente enfurecido, salía a
descargar su rabia, sus celos sobre otras mujeres. Ya no le importaba
si estas eran hijas de nobles, o gente del campo. Cualquiera de ellas
le podía valer para desahogar su odio. A veces con un descarado
maltrato, con su consentimiento o sin él, las atosigaba y en
ocasiones no sin violencia se echaba literalmente sobre ellas en un
desesperado gesto por dejar de pensar y poder olvidar lo que él
consideraba una brutal y cruel afrenta por mi parte.
Ella
dio a luz a sus mellizos en una clínica valenciana. Esos dos niños
no se parecían en nada a su marido. Pelo rubio, como el de su tío y
ojos azules como las aguas de un mar calmo.
Pero
la leyenda no acababa ahí ya que habría de existir otra de segundo
orden pero, al fin y al cabo, parte protagonista de la principal ya
que por aquel entonces y aunque podría haber sucedido también, en
la casita de los establos, en el dormitorio oscuro de una humilde
vivienda en medio del campo, otra mujer vendría a traer al mundo a
otro niño. Otro bebé al que pocos días después de su nacimiento
ya se le podía apreciar en su pequeña cabecita el nacimiento de
unos cabellos rubios como el sol a la vez que cuando fijaba su mirar
así mismo se le podía apreciar el color de sus ojitos de un color
azul como las aguas de una mar calmo. Ante la pobreza del hábitat
así como la propia que la mujer manifestaba, se podría decir con
total seguridad que aquél bebé no era hijo de un acaudalado ya que
estos disponen de los medios necesarios para evitar ciertos
acontecimientos, que como en este caso cabe la posibilidad absoluta
de que no sería deseado. Lo más factible es que pudiera tratarse de
una joven mujer, anónima e inexperta. Hijo de la rabia. Hijo de la
violación. Hijo de él.
Y
seguía contándome indirectamente la leyenda acerca de aquella casa
y de aquellos dos mellizos...
Sentada en el autobús, con el cuaderno de Sara ya cerrado sobre el regazo, la simpatía que estaba comenzando a sentir ahora por la siempre remilgada señora Marcela se vino abajo cuando otro bebé ilegitimo se coló en mis pensamientos. Bartolomé. Y de la simpatía pasé a la indignación… ¿Por qué y sobre todo, quién lo habría separado de su madre? Y, más aún ¿por qué lo habían abandonado de aquella manera a su suerte?
Todo, según los pensamientos que acudían a su mente, quedó reducido a la noche de aquel incendio. Un incendio tal vez premeditado, un homicidio, el abandono de un recién nacido…
Cuando el autobús llegó a la Estación y me apeé, me quedé sorprendida al encontrar toda un elenco de caras conocidas y a punto de subir a aquel autocar a cuyas puertas, antes de embarcar, me dijo una de las conocidas llamada María Andrea que iban de excursión. Aunque me había pasado un buen rato contemplando el paisaje no había reparado en que el tiempo invitaba, precisamente a eso, a realizar una excursión. Y fue justo aquel momento en el que ya con mi maleta de la mano y viendo como partía el autocar en el que iba mi amiga María Andrea, que comencé a ver claro, a entender aquello que se me había estado resistiendo durante tanto tiempo.
Entonces, allí en aquella Estación, caminando por el andén y buscando la salida, comprendí que no había dos niños sino tres -¿hermanos?- y creí tener la clave de toda la leyenda perfectamente vívida en uno de los rincones de mi mente.
Más, extrañamente, cuando terminé de recapitular y encajar, cual si de un rompecabezas se tratara, todos aquellos datos comprendí que hasta que no volviera de nuevo y consiguiera averiguar que pudo ocurrir aquella, noche, la aciaga noche del incendio nada habría de quedar definitivamente resuelto. No obstante, sin embargo, ahora sólo quedaba que la llamada prometida se realizara lo antes posible, pero, la recibiría…
Ahora ya no había otra cosa que deseara más en esta vida que volver a aquel caserío. Deseaba. Necesitaba volver, y seguir aquella otra punta de hilo que acababa de encontrar y que, posiblemente, le llevara a conseguir confirmar de una vez por todas si eran ciertas sus sospechas acerca de quién fue realmente el autor de la muerte de Antonio…
Relato 14
TRIANA DESDE OTRO LADO
Discúlpame amigo lector la falta de gusto, entre comillas, claro, la petulancia anacrónica, la insolencia típica de los viajeros frente a los que no han salido de su barrio -y en este caso de su tiempo-, pero le aseguro que quien no ha visto a Triana anteriormente no puede jactarse de haberla visto. Comparada con aquella vasta composición cuidada e impetuosa de unos y otros, la actual es como una tarjeta postal, o un cromo, o una de esas acuarelas de las que se venden en el Paseo de la O a los amantes o coleccionistas. Supongo que otro tanto diría en ese caso a quien la hubiera conocido en el siglo XIX. Yo sólo hablo de lo que tuve y tengo la suerte de conocer. La Triana que algún viajero habrá recorrido tal vez en aquellos años de posguerra: tiendecitas reiteradas casi en serie; con gente humilde, sencilla: rezagados de antiguos que no conservan vínculo alguno, fuera de ciertos rasgos de la decoración eterna, como aquella admirable que yo visité en aquel otoño. Se suele repetir con determinados y también populares barrios que no cambian; que el tiempo los respeta y pasan como de puntillas a su lado. No es verdad; cambian y mucho. Triana ha cambiado tanto que cuando he llegado a ella, recientemente, me ha costado ajustar esa morfología sobre la que mi espíritu guardará intacta para siempre la imagen, de un barrio distinto, maravilloso.
Apenas
lo entreví la mañana de nuestro arribo. llegué muy enfermo, en una
calesa que alquilamos cuando nos rendimos ante la evidencia de que no
sería capaz de seguir a pie y entrar por el puente, como era mi
ilusión pero, el primer contacto fue deslumbrador. Después de aquel
Barral catalán, hecho de piedras rugosas, Triana se delineó frente
a mi, líquida, aérea, transparente, sensible, tierna, acogedora,
casi como si no fuera una realidad, sino un pensamiento tan extraño
y hermoso; como si la realidad fuera otra, aferrada a la tierra y a
sus secretas entrañas, mientras que aquel increíble paisaje era una
proyección cristalizada sobre las dos orillas que la acunan día y
noche, algo así como una ilusión suspendida y trémula que
enseguida, como el espejismo de los sueños, pudiera llegar a
derrumbarse silenciosamente y desaparecer. No es que yo considerara a
Triana menos poética -líbreme de ello Dios-, pero en Triana la
poesía era y es algo que brotaba, que brota de adentro, que se
gestaba en el corazón de la piedra de su zapata y se nutría del
trabajo secular de las esencias escondidas, en tanto que en Triana la
Poesía resultaba, exteriormente, luminosa al amor, del amor del agua
y del aire, y, en consecuencia: Poesía, una calidad que se burlaba
de los sentidos y exigía para captarla, una comunicación en la que
se fundían el vuelo estético y la vibración mágica. Esa fue mi
impresión primera ante la fascinadora visión. Luego comprendí que
sobre mi, en todo caso, la fuerza misteriosa de Triana, menos
manifestada en la superficie más recónditamente vital, obraba con
un poderío mucho más hondo que aquel popular seducir, hecho de
juegos exquisitos y de matices excitantes, pero, como tantos, como
todos, sucumbí al llegar una vez más ante el encanto de este barrio
incomparable, traicioné en el recuerdo a mi auténtica verdad -cada
uno tiene su propio barrio- y pensé que no había, que no podía
haber en el mundo nada tan hermoso como Triana, ni tan sencillo, ni a
la vez tan exaltador, ni tan obviamente creado para procurar esa
difícil felicidad que buscamos con ansia, agotando búsquedas de
lugares.
Estuvo
delante de mi, fugaz, esa mañana, y durante cuatro meses dejé de
verla, pero su imagen no me abandonó en mi condición de enfermo, y
tengo la certidumbre de que la inquietud por apoderarme de ella, de
nuevo, caminándola, reaprendiéndola, bebiéndola a traguitos
cortos, atesorándola en mis retinas, ayudó en buena parte a
acelerar la recuperación de mi salud, cuyo quebranto se fundaba en
causas no sólo físicas sino también psicológicas. Por lo demás,
he de decir que mi emoción no constituía en sí un sentimiento
excepcional. Después de Monmartre para muchos antes de él, Triana
era el barrio más atrayente. Los forasteros lo colmaban, aunque no
como hoy en que los trianeros de viejo cuño se sentían
hospitalarios con la gentes que acudían desde los extremos de la
multitudinaria y curiosa orbe cercana, por el rumor de sus fiestas y
velás, así como por el prestigio de su paisaje e idiosincracia sin
par.
Iba
perdiendo sus dominios naturales, en manos de las nuevas hornadas;
otros nuevos colonizadores se apoderaban de sus mercados; el
modernismo arruinaba su pesca, así como el comercio nato del
Guadalquivir. Pero su humildad, preñada de esplendor, jamás había
sido tan evidente. Los espíritus sagaces presentían la secular
alianza de vida y de muerte que representaba, y esa contradicción
conmovedora, se añadía a su hechizo. Era como si por doquier, en
sus calles, callejones, plazas y plazuelas, bajo el estruendo
abanderado de sus diversiones, se repitieran como en sordina las
terribles palabras rituales de las inmobiliarias que decían a los
corraleros en pleno triunfo de su quehacer diario: “Así como
vuestras señorías han venido vivas a este sitio a tomar posesión
de sus corrales cual águilas de afiladas garras especuladoras, deben
entender que, muertas, le serán arrancadas las entrañas y, en esta
misma tierra, serán expuestas durante tres días antes de bajar al
sepulcro (¡por esta!).”
Triana,
romántica, con prioridad sobre los romántico oficial ya no
meramente mercantil como en la época de su afanoso crecimiento, sino
aristocrática, y atacada por el mal de la decadencia que le hincaba
los dientes bajo la pompa fingidamente intacta de su ceremonioso
dominio naval y descubridor; así la vi yo, aquel otoño de mis no
recuerdo cuántos años. Y, tal vez, ahora, porque estaba enfermo, la
sentí profundamente. Sentí que la también, al decir de muchos, la
enferma Triana y yo nos parecíamos, en ese momento crepuscular,
anheloso y sin embargo soberbio, que ambos simbolizábamos algo
semejante, destinado a menoscabarse y perderse: la actitud de una
casta (¿de una idea?) frente a la vida; y que, con todas nuestras
debilidades arbitrarias, nuestras vanidades y nuestras corrupciones,
Triana y los hombres como yo, que habían iniciado su progreso en el
mundo, hacia la meta deseada, con similar paciencia heroica, y que se
fueron desmoronando juntos, en la, a veces, ilusa melancolía del
refinamiento, habría contribuido a darle a ese mundo, el ir
volviendo, cuando verdadera y sutilmente creía volverse...
Relato 15
UNAS HORAS DE ANGUSTIA
Como
cada mañana, Hombre salió a la calle aquel día. Era, en
apariencia, un día radiante de cualquier mes, pletórico de Sol; que
importaba, que una vez más la fetidez del ambiente ahogara a Hombre
de nuevo; verdaderamente sentía nauseas como cada día, pero que le
iba a hacer. Hombre no tenía más remedio que lanzarse a la calle, a
aquel vacío, aunque repleto hasta el borde de inmundicia.
Al doblar la esquina, le llamó la atención un grupo de gente que,
en voz alta y fuera del más elemental equilibrio en la palabra,
comentaban algo que Hombre no conseguía entender. Se acercó y se
quedó sorprendido al observar lo que motivaba aquella extraña
reunión…
Justo
por la ranura que divide al bordillo del acerado de aquella calle,
que, de pronto le pareció desconocida, florecía un Lirio… ¡un
Lirio! ¿¡Un Lirio aquí!? –sé preguntó-. ¡Dios, pero que
hermoso! Pero, ¿cómo puede haber nacido aquí, aquí precisamente,
tratándose además de una de las más delicadas de las flores?
Gentes
iban y venían a curiosear; nadie daba apenas importancia real a
semejante acontecimiento. Algunos de los transeúntes, con tal de no
agacharse le pasaba la punta del zapato. La Flor se estremecía, sin
embargo era maravilloso ver como volvía a su siempre erguida
postura, como si estuviese en estado de observación. Hubo alguien
que al intentar quebrar su tallo hizo que Hombre se sorprendiera aun
más, pues lo soltó inmediatamente sin haber conseguido troncharlo,
apareciendo en uno de sus dedos una gota de sangre.
Muy
pronto se suscitó el comentario: ¿Cómo es posible que se haya
pinchado con un Lirio?
Se ampliaban los comentarios y todos acordaron en que ya sólo se
trataba de una flor rara, de una flor extraña. Sin embargo, para
Hombre estaba claro, muy claro, era un Lirio y de eso no tenía la
menor duda, no obstante se agachó y estuvo observándolo durante
mucho rato, un rato muy largo.
De vez en cuando Hombre miraba a la gente y siempre veía caras
diferentes y oía comentarios más o menos dispares.
Hombre
seguía observándolo; había algo en él que lo atraía. ¿O era la
necesidad de mitigar aquel aire pestilente con aquel otro aroma que
el Lirio desprendía, o tal vez e inconscientemente indagaba entre
sus pétalos, con el fin de encontrar algo…? Pero, ¿qué? Lo
cierto fue que cuando pensó en el tiempo que llevaba allí, estaba
sentado en el bordillo de aquel acerado, y fue entonces cuando se dio
cuenta de que la tarde estaba cayendo y la semioscuridad había hecho
que se hubiera quedado sólo, pues el Lirio aun a pesar de tenerlo
prácticamente a su lado apenas podía ya verlo, apenas lo divisaba.
Con un poco de miedo, o tal vez respeto, acercó sus dedos hacía él,
temeroso de que ocurriera igual que anteriormente; rozó sus pétalos
suavemente y el Lirio no se inmutó. Decidió llevárselo, hurgó en
la ranura con las uñas y pudo extraerlo apartando la tierrecilla; lo
tomó por el tallo con precaución extrema y se fue a una tienda que
estaba a punto de cerrar. Pidió un trozo de papel para darle mayor
protección y, envuelto amorosamente, se lo llevó a su casa con el
fin de tenerlo plantado en una maceta, era como una necesidad de
tenerlo sólo para él… sólo a su cuidado.
Cuando
llegó a su casa y contó lo ocurrido tampoco se le dio mucha
importancia; entonces abrió el envoltorio para mostrarlo y cual no
sería su sorpresa al darse cuenta de que allí no estaba el Lirio,
aunque observó cómo en el papel se había quedado adherido un
estigma…
Este
pequeño y a la vez maravilloso trocito de aquella maravillosa Flor,
lo guarda en un lugar adonde difícilmente nadie podrá llegar, al
menos que sea un Lirio, y allí quiere que reverdezca para
convertirse en otro hermoso Lirio, y está seguro de que lo
conseguirá porque en ocasiones su camino se endulza con aquel aroma.
Hace
algunos días, Hombre ha conocido a unas gentes que curiosamente
despiden un aroma que, en algunos momentos, le recuerdan el mismo
aroma de su Lirio.
Hombre es ahora más feliz, pues ha tenido un sueño en el que el
nuevo Lirio se convertía en Hombre…
Relato 16
YA NO ES LO MISMO
Entre
las estanterías de aquella larga y estrecha habitación, cubiertas
todas o casi todas, de papeles, libros, manuscritos y carpetas, el
polvo se recreaba a sus anchas...
Allí
me encontraba, metida en una especie de recipiente de cartón
decorado, de un cartón muy bueno, duro, muy fuerte; allí estaba con
las demás.
Me
presento: Soy alargada y estrecha, como la habitación en la que me
encuentro, sí, la habitación de las estanterías. Estoy con las
demás. Soy casi toda de un material amarillo, casi de Sol aunque
también tengo una parte oscura. También soy hueca por dentro.
Algunas
veces me sacan del recipiente de cartón. Creo que los que me sacan
son unos individuos largos y estrechos con una especie de esfera en
la parte superior, que esta sujeta por una especie de percha con dos
palos que se mueven constantemente, y desde la mitad hacia abajo
están, podría decir, desunidos o tal vez divididos en dos partes
iguales que son móviles y por lo visto les sirven para avanzar.
Al
sacarme de mi estancia, en la que estoy siempre en posición
horizontal, me levantan, me cogen con una especie de manojos de
palitos rosados que tienen, que también son móviles y que son parte
de los palos grandes.
Me
desenroscan, porque, sabéis, tengo una rosca en la parte central de
mi cuerpo, y me echan un liquido dentro, un líquido viscoso y negro,
muy negro que sacan de otro recipiente de cristal, pero gordo y
chato, muy chato, no estrecho y largo como yo. A algunas de las que
está conmigo sobre la estantería le echan un líquido semejante
pero de otro color.
Una
vez que me han llenado toda entera de ese líquido negro, me vuelvo
negra, totalmente negra y me empiezan a utilizar. Son los momentos en
que mejor me siento, en los que me siento más a gusto, en los que me
siento más útil, porque yo soy muy útil, mucho; prácticamente sin
mí no habría posibilidad de entendimiento entre los seres largos y
estrechos, me necesitan para todo, bueno, para casi todo.
Me
ponen en posición vertical, me agarran fuertemente entre esos
palitos rosados, aquellos palitos móviles, y me aprietan y deslizan
sobre una superficie blanca que ponen sobre otras superficies más
grandes que poseen y que tienen diversos colores, pero a mi siempre
me deslizan sobre superficies blancas.
En
cuanto noto que empieza a deslizarme me pongo muy contenta, tan
contenta que empiezo a sonreír y por entre mi sonrisa se escapa el
líquido negro, el que sacan del recipiente de cristal gordo y chato,
y ese líquido se derrama de forma muy estudiada sobre la superficie
blanca de tal manera que si los trazos no son los correctos es
imposible quitarlos... ¡Yo me quedo asombrada! Pero ese líquido
forma una serie de dibujos, y de números que los seres más largos y
estrechos interpretan y así se comunican unos con otros cuando no
están cerca.
Es
tanta mi utilidad, que sin mi, les sería imposible comunicarse en la
distancia, y por eso vivo contenta, y feliz porque soy útil.
Considero que la utilidad es la vida. Los seres que no son útiles,
aquellos que no sirven para nada, están muerto, totalmente muertos,
lo que quiere decir que no viven y que jamás vivirán, que no
existen y que jamás existirán...
FIN
Se terminó este libro de cuentos y relatos
el 30 de Noviembre de 2015
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