PRÓLOGO
Amigo
Santiago, después de leer tus bellos cuentos y relatos, donde la
maestría, la riqueza de matices producto de una imaginación sin
límites, y el dominio de la palabra escrita, te enganchan y hace que
te sumerjas de lleno en cada una de las historias, por lo que del
resumen que hago, me sale este prólogo casi del tirón. Creo que ha
sido debido a la influencia de estas pequeñas a la vez grandes obras
la que me ha ayudado. Entiendo que, poco he contribuido a ensalzar la
forma de expresar esos sentimientos, pues es como si tú me hubieras
llevado de la mano, esa mano del artista que eres, y yo la de una
humilde seguidora de tu arte.
No
puedo por menos que agradecer tu deferencia hacia mi. Y es por eso
que soy consciente de que cuando un libro cae en nuestras manos, la
curiosidad nos lleva a analizar no sólo el título, visualizar la
portada, y si el autor es desconocido, indagar, documentarte acerca
de él y de su trayectoria literaria además, que duda cabe, de
acercarnos lo más posible a todo aquello que encierra la obra a
prologar.
He
de decir que, Santiago Martín, en esa necesidad imperiosa de sacar a
flote, de dar a luz una vez más, y utilizando, en esta ocasión un
nuevo vehículo con otra muy distinta carga de sus vastas
inquietudes, nos ofrece para nuestro deleite esta concatenación de
cuentos y relatos. Ya en el primero de ellos te pone en alerta, te
hace trabajar la imaginación la cual te va llevando por esos caminos
en ocasiones insondables y en los que en cada alto, a veces obligado
a la necesidad de una reflexión gracias a la cual te vas
identificando no sólo con lo derramado sobre esas cuartillas, sino
con el Espíritu del escritor capaz de manifestar tales sentimientos
en la forma en que él lo hace.
En
esta ocasión, y siendo conocedora de su escritura cercana, fluida,
la facilidad que tiene para comunicarse con el lector, nos ayuda a
disfrutar de estas narraciones, que él guarda celosamente en ese
sugestivo título como es: “Un lugar de cuentos y relatos”. Hay
que recordar que Santiago Martín, fecundo autor, si bien es verdad
que con el regalo de esta nueva obra se no abre hacia ese onírico
campo como es el de los cuentos o a ese otro enigmático y atrayente
mundo como es el de los relatos, sin olvidar que en el inmenso y
dilatado campo de la literatura universal, este autor abarca la
Historia, la Poética, la Ciencia, el Esoterismo, la Novela, y un
largo etc., que le lleva a acercarse a unas artes plásticas que a
más de uno no dejará indiferente.
Este
prolífico autor sevillano y trianero, plasma fielmente el sentir de
nuestra tierra, y si a todo le añadimos las hermosísimas pinceladas
de sus poemas, su manifiesta sensibilidad, nos encontramos con el
escritor que desde hace mucho tiempo no deja de envolvernos y
conducirnos por los diferentes terrenos del arte.
Espero
y deseo que la difusión de estos cuento y relatos llegue a muchos
rincones y corazones, y queden grabados en la hermosa piedra de la
literatura.
Mezcla
los colores de su pluma// en serias y certeras reflexiones// Vuela
sobre alas misteriosas// buscando anhelante// hallar la cima//
Búsqueda constante de su estima// soñando perfección
inalcanzable// Esperando en su sueño al caminar// encontrar un cielo
que sólo él abre.
Concha
Mingorance
Poetisa. Sevilla 2015
LA INTRODUCCIÓN
La
Fantasía
es
lo que más se acerca
a
nuestra realidad.
Hacía tiempo que venía dándole vueltas a si todos estos cuentos y relatos, todas estas historias que, en mayor o menor medida, con mayor o menor intensidad, directa o indirectamente he llegado a vivir por diferentes canales de corte absolutamente causales, han pasado tangencialmente por mi vida sin que en ocasiones haya sido lo suficientemente consecuente para haberme dado cuenta de cuanto ocurría dentro de mi, o, tal vez, alrededor de mi interno alrededor, y el cual no deja de ser centro animado e inanimado del mismo, al igual que un cosmos pudiera haber sido compuesto por infinidad de cosmos.
Al
Relato se llega a través de situaciones a veces reales, a veces
irreales, con sentido de lo vivido o sin él, producto de una
inquietud o en ocasiones la necesidad de plasmar en un recuerdo
etéreo la visión más o menos detallada de la misma contemplación.
Al
Cuento se llega cuando con la pureza a flor de piel se sueña con la
vida que, a veces, se desprende de aquellas oníricas situaciones y
en la que terceros, segundos o primeros fueron capaces de alcanzar
con su desarrollo a lo largo de todas ellas.
s.m.m.
LOS CUENTOS
Un
cuento, por regla general, se nos representa con un grupo reducido de
personajes, y un argumento no demasiado complejo, ya que entre sus
característica aparece la simplicidad de los recursos narrativos.
Es
posible distinguir entre dos grandes tipos de cuentos: el cuento
popular y el cuento literario, que en ocasiones no deja de ser
también popular.
El
cuento popular suele estar asociado a las narraciones tradicionales
que se trasmiten de generación en generación por la vía oral,
salvando el que el literario puede, con el tiempo, llegar a ser
también popular. Pueden existir versiones de un mismo cuento, ya
que hay cuentos que mantienen una estructura similar pero con
diferentes detalles.
El
cuento literario, en cambio, es asociado con el cuento moderno. Se
trata de relatos concebidos por la escritura y transmitidos de la
misma forma. Mientras que la mayoría de los cuentos populares no
presentan un autor diferenciado, el caso de los cuentos literarios es
diferentes, ya que su creador suele ser, aunque no siempre, conocido.
Cuento 1
CAMINANDO
CONMIGO
Había
pasado tiempo, mucho tiempo desde que lo vi por vez primera; desde
ese mismo momento y aunque no lo veía, lo presentía, presentía que
estaba a mi lado, junto a mí, hasta tal punto que llegue a creer que
era un desdoble de mi persona. El sol de la tarde me daba en la
espalda, y mirando al frente, hacia el suelo: dos siluetas se
enmarcaban sobre el terrizo camino.; dos siluetas que, curiosamente,
tenían la misma forma, incluso la larga sombra producida por el sol.
En
una mañana gris y oscura, como esas mañanas del otoño en que no se
sabe bien si es mañana o tarde, o si acaso fuera demasiado tarde
para ser mañana, paseaba por el viejo lugar, tan viejo, quizás,
como yo, viejo conocido, una especie de parque que lindaba con un
hermoso bosque en el que se encontraba, como nacida de su suelo, una
hermosa y verdeante roca ocupando su centro. Todos los días iba a
verla; era como un gran imán que me atraía, por lo que cada vez que
podía, mis pasos se dirigían hacia ella, tenía que verla, pues me
daba, continuamente, la impresión de que me hablaba en susurros
invitándome a verla una y otra vez.
Allí,
en aquel lugar, en aquella roca lo ví… Me acerqué, rocé la roca
con mis dedos y todo quedó en silencio, ya no se oían los sonidos
rumorosos del bosque, el trinar de los pájaros, el susurro del
viento, el murmullo de las ramas de los árboles al ser mecidas, el
deslizar de las hojas buscando el remanso del suelo boscoso; Sólo
oía el silencio, majestuoso aunque sutil, potente aunque leve,
espeso a la vez que delicado.
No
me dio tiempo a poder ver como, ni de que parte de la roca salió
pero, el caso es que salió como un torbellino, en silencio me rodeó
y comenzó a dar vueltas a mi alrededor; primero lentamente, después
rápido, más rápido, cada vez más rápido, y fue que, sin darme
cuenta, yo comencé a dar vueltas junto a él, los dos dábamos
vueltas y vueltas alrededor de la roca.
El
silencio cesó de repente; volvieron los trinos, los cantos, unos
cantos que me parecieron ancestrales, y los murmullos; dejé de dar
vueltas, caí al suelo… Me incorporé sobresaltado tras
despertarme; el sol me volvía a dar en la espalda. Ahora no sabía
donde estaba, ni que hacía allí, en aquel lugar, en aquel sitio que
me pareció desconocido… ¿Un lugar nuevo? Me pregunté. Tal vez un
lugar tan nuevo como yo; nuevo y desconocido… Tal vez tan
desconocido como yo.
Comencé
a caminar tomando una dirección cualquiera; caminé y caminé
durante no sé cuantos soles y cuantas lunas; un tiempo que se
sucedía el uno al otro ininterrumpidamente.
Mis
piernas ya no me obedecen. Ya no puedo más. Cambié muchas veces de
dirección con el fin de llegar antes, para terminar cuanto antes y
poder descansar…
Allá,
en la distancia está el final. Allá en la lejanía esta el
descanso. Comienzo a andar más y más deprisa y mi caminar se hace
cada vez más lento, más pesado, como si algo o alguien me estuviese
agarrando por detrás; como si alguien me quisiera parar.
Aun
estoy aquí, mirando el final; un final de horizonte inalcanzable
pero, mis piernas ya no pueden más y mi cuerpo no quiere avanzar, no
puedo caminar…
Volví
sobre mis pasos, sobre mis propios pasos, por el camino conocido; el
día se convirtió en noche, me adentré en ella, en la noche, en la
profunda y negra noche y ella me arropó con la ternura de su abrazo.
Allí
me quedé inmóvil, dentro de la noche, allí, en aquel lugar, en
aquel sitio donde antes había una roca, aquella roca que estaba
junto a mí, y que siempre presentí que caminaríamos juntos aunque,
la verdad es que siempre estuvo dentro de mí.
Cuento 2
MOMENTOS NAVIDEÑOS
Aquellas clásicas navidades revestían en Andalucía, sobre todo en Sevilla y aun más en Triana, un carácter típico muy especial, armonioso y desenfadado debido a aquel medio ambiente bajo un cielo sin par, siempre alegre y simpático. Frondoso vergel de bellísimas flores que al igual que en Primavera nacen en las macetas, en Invierno emergen de la cara de cualquier mujer Trianera; flores estas debidas a una atmósfera de pura y transparente claridad, y de un carácter sevillano conservando en la actualidad una relativa alegría que al fin y al cabo es el común denominador y su nota dominante.
No puedo por menos que recordar aquella alegre y a la vez típica
escena, la cual contemplé embelesado y que se desarrollaba en uno de
los tantos y queridos corrales de la Caba Trianera de siempre.
Ya la víspera de Navidad hacía presencia en nuestro ánimo, en
nuestras calles; recuerdo que era sábado, la noche aunque fría era
espléndida y en aquel patio rezumaba la algarabía.
Los vecinos deambulaban de un lado para otro enfrascados en la tarea
de colocar guirnaldas y un sinfín de farolillos de colores y
cadenetas de papel que para el caso todo venía bien a la hora de
adornar el patio del corralón.
Un grupo de guapas mocitas ensayaban en un lateral de las pilas de
uso común, vestidas con faldas de lana y toquillas del mismo paño
aunque de diferentes y alegres coloridos; tocaban panderetas,
palillos, zambomba y cántaro incluida, como es natural, la consabida
alpargata. Se veían de una riqueza tan alegre como extraordinaria y
encantadores modales, pues los destinos de aquellos villancicos no
eran para menos.
En medio de aquel jolgorio ambiental se respiraba el latir jubiloso
de aquellos corazones jóvenes y algunos menos jóvenes. Aquí, en
este lado de Triana que es la Caba de los Gitanos, ya se sabe,
cualquier fiesta sea de la importancia que sea, rápidamente se
asocia con la Esperanza, y por ello otro grupo se dedicaba a
embellecer el ya de por sí bello retablo que, sin duda alguna,
presidía aquel patio.
En un momento se cortó el bullicio del grupo que ensayaba cuando una
simpática y corralera voz lanzó al aire esta frase:
- ¡Ea,
niñas! Pa jasé tanto ensayo güeno, si teniendo ar niño a la
güerta de lasquina y esta Esperanza de mi arma que la veis puesto
como un canastiyo de flores entoavía no sa oio ninguna copliya.
-
Vamo a ve Anita, tú que ere er ruizeñó de la Caba, échate una
copliya de esa que para lo reloje.
-
Sí, sí; que cante Anita a la Vigen y endispué que le cante ar niño
aunque no haya venío entoavía.
Verdaderamente
Anita era la que cantaba mejor, pero no sólo eso, sino que además
de los dieciocho años, tenía un rostro ovalado que daba cobijo a
unos ojos negros rasgados, una fina nariciya y una boquita de labios
de carmín que podrían ser el emblema de cualquier batalla, amen de
un mata de pelo negro azabache como la misma noche.
No
se dejó Anita de rogar, y saliendo del grupo con la gracia
característica de la gente de Triana, se acercó al retablo, y de su
alma salió esta Soleá con verdadero estilo, y el compás propio
acompañado de su dulce voz:
¡Llena
el Corral de alegría!
Esperanza
Soberana,
y
con tu luz arma mía
ilumina
a tu Triana.
-
¡Jui, la grasia! Viva tu mare, y ele to lo trianero.
Todos
estos piropos, y más por el estilo, resonaron al unísono, elogiando
la copla, la expresión y el sentimiento conque había cantado Anita.
¿Pero cómo se entiende esto en Triana, y más en el patio de un
corralón? Pues es muy fácil de entender: teniendo en cuenta que ahí
todo es bondad, ayuda y sana convivencia. Aquella copla había hecho
disparar lo que vino a continuación:
-
¡Anda, niña, venga con otra. -dijo una de las más viejas vecinas,
añadiendo: ¡Ay si yo tuviera tusaño!
-
¡Amo allá morena! Que pa ti es la noche, y esta la vamos a viví
como si ya habiera nasió er niño.
-
Po sea lo que uztede digan: aquí vamo a esta hasta que se acaben los
rescordos del baño. ¡allá va!
En
la Caba yo he nasió
y
en ella quiero morí,
serquita
de mi Esperanza
clavel
reventón de Abril.
-
¡Ele las mosita con salero! Viva Triana y la mare que te parió.
¡Vivaaaa!
Este
viva salió tan espontáneo, que igual que ocurría siempre al llegar
el alboroto a la puerta de la calle, no se podía, ni quería, evitar
el que algunos vecinos de otros corrales anexos, entraran a compartir
un rato tan delicioso a la luz de aquella candela, la cual se
presentaba ahora con llamas tan vivas, que daba la impresión de que
se había contagiado viendo tanta armonía y disfrute de los
moradores de aquel Corral.
-
¡Anda Carmeliya! Acompáñala, que tú también te canturreas
requetebién cuando quieres.
-
Eso, que cante Carmeliya ese Villansico que ella sabe der niño, y
que siempre está cantando en su partido.
Carmeliya
era otra joven de unos diecisiete años; morena y muy alta que
parecía tener un junco por cintura, y que era de las que tampoco se
hacían de rogar, por lo que se arrancó de esta manera:
Er
niño de la Vigen
viniendo
está de camino,
pa
jugá con la candela
aquí
con tos los vesinos.
Viene
a la casa de su mayore,
pa
llenarla toa de sueños
alegría
y resplandores.
¡Ay,
niño mio!
Bien
sabes tú que deseo
el
verte cruzando el río.
Sonaron
un sinfín de aplausos, acompañados de más piropos, cuando una
jovencita de pocos años dijo: ¡Güeno! ¿Pero que va sé, to cantá?
Po yo no sé cantá, pero sé bailá.
-
¿Y quien ta dicho a ti que tú no va a bailá? -dijo la abuela de la
chiquilla. Y añadió: Manolita, cántale argo a la niña; a lo que
la mencionada Manolita respondió: ¡ezosta hecho agüela, amos allá!
Y
mientras la niña hacía bailar a sus no muy ricas enaguas alrededor
de la lumbre, las llamas se reflejaban en algunos rostros agitanados
haciéndoles brotar el bronce de la tez, cual si del color de la
aceituna la noche tratara de hacer brillar.
Con
entusiastas vítores terminó el baile,el cual finalizaba siempre en
una artística postura frente al retablo de la Esperanza, que venía
a ser como un saludo para ella.
En
ese momento se abrió la puerta que se había quedado entornada y
apareció la figura de un guapo mozo de tez morena, cabello
ensortijado, y cuya altura y firmeza hacía temblar el dintel bajo
del cual dijo:
-
¡A la pa e Dio! -A lo que uno de los más viejos del Corral,
respondió: ¡Caramba, el “Caracoles”! Pos que él te guarde.
Adelante, y añadió: ¿Y cómo tú por aquí?
-
Pos ya lo ve uzte, casolidad. Pasaba serca y aloi er jaleo, me dije:
mesta jasiendo farta un traguiyo de aguardiente y echá un rato con
mis amigos.
-
¡Dale un vaso Manué! Y güeno, e de suponé, na ma suponé, que te
echará un cantecito de los tuyo, y no te se vaya orviá que en
nochegüena tesperamo como siempre con tus viejo.
- Ya
veremos, Heredia; los probes este año, no sé; es que la vieja
esta mu mala con eso de la calentura, pero en fin vamo a esperá a
pasao mañana a ve si pue sé. Y es que no estoy cansao de icirle a
los do que sí, que me paece mu bien que den su paseíto tomando er
so, que eso es mu güeno, pero que ya no tien eda pa está sentao
en la zapata tanto tiempo, caquello tie
mucha humedad y lo que jase es que aluego le entra la reuma.
-
¡Güeno, güeno, eso son cosa e viejo que ya pasarán; ahora ya
que has venío, diviértete un rato que güena farta jase!
-
¡Caracoles! Cántate argo, que parece que esto sapagao un
poquillo en de que bailó la niña. -dijo ahora la mujer de
Heredia.
-
¡Ea, pos allá vamo, a ve por donde empesamo y como terminamo,
no ando yo mu bien de la garganta en de questoy en er muelle!
-
Y el Caracoles, mirando a una gitanilla de la que algún que
otro comentario había sido la comidilla del Corral, se arrancó
cantando por Soleá:
Pa
que viá crusá yo er puente
si
lo que quiero es Triana,
donde
tengo toa mi gente
y
a esa bendita gitana.
Tan enamorao de ti,
que
me paese que ar mundo
sólo venío a
sufrí.
No ta dao cuenta mujé
que
cuando cruzo tu calle,
me
se escapa to er queré
y
corriendo va a buscarte.
Ante
el profundo respeto que en Triana se ha tenido siempre cuando se ha
oído una Soleá bien hecha, y sobre todo sabiendo por donde iban los
tiros de aquella, los allí reunidos guardaron silencio entre
sonrisas y miradas a hurtadillas; sonrisas y miradas que hicieron
resplandecer aun más aquél rostro joven y gitano por quien el
Caracoles se bebía las esquinas quedándose al descubierto.
Merchita,
que así era conocida la morena y linda gitanita, se ruborizó hasta
el extremo de que una de las vecinas de más edad y ya vieja en estos
menesteres, sugirió:
-
¡Güeno, yasta bien de tanto paliqueo! Y a ve quien le canta arguna
cosiya a Rosariyo que está loca por bailá también.
Y
el Caracoles se arrancó por tangos de Triana y bulerías hasta que
una vez más las blanquecinas luces del alba comenzaron a inundar el
patio del Corral, donde el color de las cenizas se confundieron con
los cansados rostros de aquellos vecinos payos y gitanos unidos en
armoniosa convivencia.
Al
día siguiente ya había nacido en Triana un niño diferente, pues
era mezcla de todas las razas conocidas.
Cuento 3
DOS
CALENTURAS
Eran muy buenas
amigas. Siempre andaban por los mismos lugares, con los mismos
entretenimientos por lo que se veían a menudo, muy a menudo. Cuando
llegaba el Invierno rara vez no se encontraban en alguno de aquellos
establecimientos tan sobrios, pero tan alegremente decorados por
dentro, y se contaban cuantas experiencias y peripecias habían
vivido durante el verano. El verano, sobre todo para ellas, era una
tortura pues apenas tenían de que abastecerse, apenas nadie les
ayudaba en mantener su existencia.
Corría el mes
de Diciembre cuando tras una breve separación involuntaria, desde
luego, que habían tenido durante el Otoño a consecuencia de unos
disturbios medioambientales, se volvieron a encontrar a la salida de
una gran ciudad la cual desde la lejanía apenas se podía divisar
dada la gran cantidad de partículas que como si fuera estar nevando
la envolvía, por lo que sus habitantes hacían cantidad de rogativas
para que de una vez por todas se acabara aquella sequía, y que la
lluvia salvadora limpiara aquel ambiente tan enrarecido. Y al fin
llovió.
Tras el saludo
de rigor, ambas amigas se miraron la una a la otra, como si
estuvieran analizándose, pues cada una de la otra, aseguraba
encontrarle “muy mal aspecto”, y era del todo lógico, ya que su
natural era que llegado ese tiempo tuvieran de manera constante
imagen semejantes.
Echaron a andar
por uno de los caminos a través del cual se abandonaba aquella
ciudad ahora tan peligrosa, a la vez que tan moderna pues con tantos
adelantos allí, pensaban, no tendrían gran porvenir por lo que sus
quehaceres duraban bastante poco, aunque a decir verdad, conocían a
algunas colegas que disfrutaban de ella. Ellas también pero, había
llegado un momento en el que tras reflexionar sobre las grandes
pláticas mantenidas, ya no se encontraban muy a gusto con aquellas
situaciones, al menos una de ellas, al parecer no tenía muy claro su
porvenir.
Y así, entre
tanta divagación, tanta duda sin saber que carta elegir, y viendo
que la noche se les echaba encima, se les encendió la bombilla y…
¡eureka! Tomada la decisión mediante el consenso de ambos,
naturalmente, se dijeron que al día siguiente saldrían, de aquel
que en la oscuridad les parecía un pequeño pueblo, a la búsqueda
de nuevos y nutrientes aires.
Apenas faltaba
una legua para llegar al pueblo que les cogía de paso, cuando una de
ellas dijo: Esta noche la pasaré arriba en la montaña, pues he
visto a un cabrero que subía por la vereda que hemos dejado atrás,
y eso quiere decir que ha bajado al pueblo por algo que se le habría
olvidado esta mañana. Bueno, le contestó la compañera. Yo me voy a
dar una vuelta por el pueblo. Mañana nos encontraremos en la Plaza,
junto a la fuente, y así seguiremos el camino hacia, de momento, no
sabemos donde…
A la mañana
siguiente, la que era más valiente, optimista y consecuente, ya
cansada de esperar pensó en buscar a la compañera por lo que
comenzó a recorrer las calles del pueblo. Aun no había clareado por
lo que en algunas ventanas se veía luz. Curiosa, se asomó a una de
ellas y, ¡oh, sorpresa! Allí estaba su compañera, en la cama, con
la hija, precisamente, del boticario del pueblo que no hacía más
que arrimarle, porque se encontraba acatarrada desde que anocheciera;
que si una pastillita para la cabeza, que si un jarabe para la tos, y
sobre todo un vaso de leche calentita y un chorrito de coñac para la
calentura.
Cuando ésta
miró hacia la ventana, y vió a la compañera al otro lado de la
reja, haciéndole unas señas le dio a entender que ella no cambiaba
aquello por todo el oro del mundo, que aquello era gloria bendita y
que de allí no se movería, que el pueblo era muy grande, con una
buena y surtida Botica, unas gentes dedicadas al ganado vacuno y
además un despacho de vinos y licores al lado, que más podía
pedir, mas aun, teniendo un clima tan irregular.
La
compañera lo entendió perfectamente, y aunque se entristeció un
poco al tener que seguir sola, se alegró, ya que comprendió que lo
suyo no era acometer aquella locura de cambiar de “profesión”.
Lo suyo era encontrar algo semejante a lo que su compañera había
encontrado, y que en esos momentos tanto estaba echando de menos…
Cuento 4
EL
FRÍO
Aquel
día, como tantos otros, estaba situado en mi altozano, vigilante y
atento. Sabía que iba a venir, sabía que iba a llegar. Recibí una
llamada, una llamada extraña, muy extraña, una llamada única, como
cuando el viento llama hasta que aparecen las nubes, como cuando el
viento llama hasta que aparece la lluvia.
Seguí
esperando, vigilante y atento, hasta su llegada, no sabía cuanto
tiempo tendría que estar allí, no lo sabía pero, esperé situado
en mi altozano hasta que llegó la noche.
Amaneció
con un sol anaranjado y fuerte que poco a poco se fue volviendo
rojizo, más y más rojo, hasta convertirse en amarillo y después en
un blanco brillante.
Volvió
la noche, fría, espesa y negra. El frío era tan intenso que me
convirtió en frío. Pasó la espesa y negra noche. Convertido en
frío, temía que viniese el amanecer, temía que viniese el sol,
temía que viniese el día. Poco a poco comencé a apreciar la
llegada del día, porque un poco de calor entró en mí, un poco de
calor entró en el frío, y una leve luz inundó el sitio, aquel
sitio donde me encontraba, vigilante y atento.
Otra
vez la noche, otra vez el frío. Quizás durante el día, durante el
largo día también fuera yo, también fuera el frío, pero me
gustaba la noche, porque el frío me convertía en frío.
Un
día, durante mi espera, entre el sol y yo, el sol anaranjado, el de
la mañana, se extendió como una larga y blanca alfombra, como un
largo y blanco camino que se elevaba desde el altozano. Empecé a
ascender, a subir despacio, tan despacio que me pareció que era la
alfombra la que se movía y no yo; me empujaba inexorablemente hasta
el sol, a mí, al frío. Poco a poco aquella esfera anaranjada se iba
acercando más y más, cada vez tenía menos frío, cada vez era más
pequeño, cada vez estaba más cerca del sol, cada vez estaba más
lejos del frío. La alfombra de prisa, más deprisa. El disco
naranja, rojo, la alfombra deprisa, el disco rojo, amarillo, deprisa,
más deprisa, el disco amarillo, blanco, deprisa más deprisa hasta…
Estaba
en el disco, dentro de la esfera incandescente, yo, el frío, en el
disco blanco, fundido y aprisionado en él.
Había
estado esperando allá arriba, en mi altozano, vigilante y atento la
llamada, pero no había acudido… había ido yo hacia ella…
EL ORO DE LA VERDAD
El
Príncipe Gúnterof y su esposa Ainnia, no formaban un matrimonio
corriente. Estaban compenetrados en todo y no se guardaban ningún
secreto. La docilidad, la obediencia absoluta al esposo, tal cual le
habían enseñado sus mayores, cualidades que le predicaron antes de
casarse, habían sido la iniciación de un hogar en el cual el esposo
era el único eje.
El
Príncipe reunía tantas cualidades personales, que el aceptarla a
ella por esposa, era concederle el mayor de los honores...
Y
Ainnia fue a la boda dispuesta a complacer en todo a su esposo y
Señor. Y su cariño, su habilidad en tratarle, su intuición en
aconsejarle cuando había que que tomar graves decisiones, su
discreción y los hijos sanos, fuertes y hermosos que ella le fue
dando, hicieron que la vida conyugal resultara muy dichosa para
ambos.
La
absoluta compenetración entre ambos esposos era muy feliz y dichosa.
Y en aquellos remotos tiempos en que la mujer, por tradición,
quedaba anulada; en que no se le tenía en cuenta, la conducta del
Príncipe resultaba un tanto extraña. El apuesto y gallardo
guerrero, uno de los hijos del rey Rodolfo, el hombre admirado por su
valentía y su sagacidad, por su tesón y su rectitud, no tenía el
juicio de quienes le escuchaban cuando con toda nobleza expresaba que
su mujer era algo tan suyo, tan inherente a él, que le consultaba a
menudo y se enorgullecía de ello.
Todos
los que se encontraban a sus órdenes; todos aquellos que tenían que
prestarle apoyo en sus empresas (lo mismo los que aportaban sus
fortunas para que pudiera realizarlas, que los que le seguían en
ellas dispuestos a jugarse la vida), sabían que su esposa jamás
confiaba a sus hijos, a sus familiares, ni aun a sus más íntimos,
ninguno de los proyectos o confidencias que les fuera manifestada por
su esposo. A su inteligencia se unía una discreción inigualable.
La
esposa salió un día a recibir a su marido. Ella sabía que el rey
le había mandado llamar para una consulta importante. Le hizo la
acostumbrada reverencia, y luego le miró a los ojos. A través de
ellos adivinó que algo trascendental tenía que decirle:
-
Mi padre, el Rey, querida esposa -inclinóse reverentemente como era
la costumbre en aquel país al nombrarle-, me acaba de distinguir
concediéndome el honor de que emprenda la reconquista de la región
de Braslavia, donde se ha alzado un grupo de rebeldes, ayudado por
unas gentes que han venido de tierras tan lejanas como extrañas...
-
¿Qué te parece, esposa mía?
-
Qué triunfarás, esposo mío. No me cabe la menor duda -contestó la
esposa sin el más mínimo gesto de vacilación-. Serás un héroe.
El
Príncipe, sintíose muy reconfortado. De sobras conocía la
prodigiosa intuición y los aciertos de su mujer. Nunca se había
equivocado en sus predicciones por muy complejas que estas fueran.
-
Tengo que prepararlo todo para que antes de que comience la época de
las tormentas, nos hayamos echado a la mar y podamos poner pie de
nuevo en aquella nuestra tierra que habremos de reconquistar, pues no
podemos perder tiempo.
-
¿Dime a quienes he de mandar a buscar para que te acompañen, y
ayuden en tan difícil campaña? -dijo la Princesa-: Me refiero,
desde luego a tu personal de cámara.
No
era la primera vez que ella también colaboraba en aquellas luchas
que, en ocasiones, la ambición hacía que estas existieran en
algunas de las más lejanas regiones.
El
Príncipe, su esposo, se sentó sobre un escabel, y después de
acabar de escribir le pasó a su mujer un papel.
-
Toma -le dijo-. Aquí tienes una lista con los nombre de mis más
fieles ayudantes. y otra también en la que he puesto a físicos y
armadores y de la que se hará cargo el General. Ellos me acompañarán
en esta campaña, pues en ellos he depositado siempre mi confianza.
Así
la populosa población que gobernaba el príncipe Gúnterof, fue el
centro donde iban trazándose los planes; organizándose la
estrategia a seguir y repartiéndose el trabajo que a cada uno habría
de corresponderle. Se eligieron los jefes más expertos en mandar las
diferentes mesnadas, los cuales y como primera misión habría de ser
la de elegir a los mejores entrenados, y así mismo adiestrar sobre
la marcha a los muchos voluntarios que deseaban estar al lado de su
Príncipe en aquellos días. Eran en su mayoría campesinos que
habían bajado de las montañas, y venido desde los valles y aldeas
cercanas pertenecientes a su región.
Había
que prepararlos para la guerra pues si bien es verdad que eran
hombres fuertes, jóvenes y duchos en las duras labores de la tierra,
dejaban bastante que desear en el manejo de las armas. Pero, ellos
querían ayudar fuera como fuese. Y así, los jefes, con cariño,
comprendiendo la tarea que habría de llevar a cabo, daban órdenes y
más órdenes, sobre todo a aquellos encargados de enseñar a muchos
de los voluntarios, al trabajo propio que exigía la navegación y
cuyos ejercicios requerían no sólo de astucia en el desembarco,
sino en la pericia ante costas de difícil acceso dado lo abrupto del
terreno, los arrecifes, los acantilados y hasta las defensas
naturales, y otras fabricadas por su padre el Rey, casi imposibles
de salvar y que se enclavaban por docenas cercanas a las costas.
El
Palacio de los Príncipes, las mansiones incluidos sus fabulosos y
amplísimos parques ajardinados junto con sus bosques fueron el
Cuartel General de todo aquel ejército que habría de formar en tan
arriesgada expedición, sin que se oyese ni una sola queja, ni la más
mínima protesta o murmullo por parte de los voluntarios ya que estos
no se esperaban tan trabajada y fatigosa instrucción.
Tanto
el Príncipe como la Princesa, estaban todo el día pendientes de los
más mínimos detalles. Cuidaban lo mismo de los que fabricaban el
armamento, así como los armadores y contramaestres en referencia a
sus labores como navegantes. Instalado en la nuevas viviendas
provisionales que se levantaron en la villa, estuvieron atendidas,
como atendidos estuvieron todos los guerreros por orden del Príncipe
quien le pidió al pueblo que a ellos no les faltara de nada ya que
estos sería la vanguardia, la tropa de choque que habría de ser la
que abriera con sus poderosas lanzas los primeros ataques una vez
desembarcados.
Como
Ama de casa experta, que no sólo atiende a lo cotidiano, sino que
previene de peligros y dolores tanto en su familia como en la
servidumbre de Palacio, iba organizando, a la vez que ordenando y
empaquetando material de primeros auxilios y curas: apósitos,
vendajes, desinfectantes, anestesias caseras así como sus remedios
para aquellos voluntariosos guerreros que cayeran heridos durante las
batallas que preveía se iban a producir, y que tuvieran el auxilio a
sus posibles heridas lo antes posible y de la forma más conveniente
por parte de los médicos que los acompañaban, pues no todos podrían
regresar vivos de aquellas expedición, ni todos iban a poder
regresar ilesos.
-
¡Cuánto voy a notar tu ausencia, esposo mío! -dijo la Princesa un
tanto circunspecta-. Y cuánto voy a echarte de menos durante las
noches.
-
Mi pensamiento siempre estará contigo, mi Reina -respondió el
Príncipe al que se le notaba un cierto aturdimiento-. Yo también te
echaré de menos a cada momento.
Una
idea cruzó por la cabeza del noble Príncipe...
-
¡¿Y por qué, pensándolo bien, he de prescindir de tu presencia?!
-dijo el Príncipe abriendo mucho los ojos.
-
¿No querrías acompañarme? -insistió tras unos segundos observando
el posible gesto que se manifestara en el rostro de su esposa-. Yo
desearía que estuvieras a mi lado.
-
Complacer tus deseos ya sabes que es mi mayor alegría. Y presiento
que te podré ser muy útil en esta campaña, y de seguro poder
ayudarte en algún momento.
-
Pues me alegraré que vengas conmigo si mi padre el Rey me concede
esa gracia, que espero que así sea, pues contigo junto a mí mis
fuerzas no flaquearán jamás.
-o0o-
Ya
en el Palacio del Rey Rodolfo, y ante éste se vio compensada la
espera que hubo de soportar ya que su padre se encontraba despachando
con su Secretario, y siempre dio órdenes de no ser interrumpido en
las cuestiones de gobierno. No obstante, cuando fue llamado a su
presencia, el Rey, atendida la petición de su hijo se sintió
satisfecho con la petición. Conocía muy bien las cualidades de su
nuera, las virtudes de la esposa de su heredero, y comprendió que
bajo su atenta vigilancia, sus cuidados y los servicios de socorro
organizados por ella le tranquilizarían durante su ausencia al saber
que estaría atendido con la máxima prudencia y perfección.
Así,
la tropa, fiel, guerrera, bien organizada y disciplinada, experimentó
una más que inmensa satisfacción al conocer la noticia, y un
orgulloso y supremo sentimiento corrió por todo el campamento con su
llegada. Sabían perfectamente que por primera vez en una campaña
bélica, su Princesa iría acompañando al Almirante de la Flota, a
su esposo el Príncipe. Era para ellos muy importante el que ella, su
futura reina, fuera vista junto al ondeante gallardete real de la
nave Capitana.
Con
la óptima marea, al zarpar la numerosa y empavesada Flota, fue
aclamada y otorgándosele el máximo de los honores: El poder izar
sobre el más alto de los mástiles el pabellón Blanco como la
nieve, del Rey, y en él, bordado un Sol en memoria de la diosa
Rakfty, las gentes que ocupaban los muelles y las playas, las
tripulaciones, los altos cargos y dignatarios reales y de la corte
que habían ido a despedirlos, entonaron cánticos guerreros
acompañados de los sones de trompas y atabales que los hacían
vibrar con sus vibrantes a la vez que ensordecedoras notas.
El
mar, inmenso, aunque tranquilo y suave mostraba un camino que podía
llevarlos a la derrota, al cansancio, al fracaso o a la victoria, a
la consagración de lo más alto anhelado: la fama por su propia
fuerza y de la que su pueblo siempre había dudado, pues nunca lo
tuvieron como hombre excesivamente audaz y valiente.
El
mar, se definió, pronto varió su aspecto apacible para convertirse
en una bestia altiva y brava, aunque su naturaleza noble, siempre
confundió al hombre ante el fantasma de su propia ignorancia: los
elementos no jugaban en la Naturaleza un papel por casualidad. La
bravura poderosa de la mar recurría a toda clase de formas con las
que sorprender a bisoños y expertos en el arte de la navegación con
el fin de atemorizarlos una vez concebida la idea de, audazmente,
surcar sus aguas.
Fue
llegado el momento en que la sorpresa inesperada ante aquel brusco
cambio de tiempo, en el que las furias se desataron convirtiendo
aquellas olas en auténticas montañas de peligrosas espumas que,
formando torrentes y cascadas elevadas como el mismo cielo, se
abatían sobre las embarcaciones en espeluznantes estallidos, que
hacían crujir las cuadernas como si de costillares humanos se
tratara ante la embestidas de una manada de búfalos.
Teñidos
de Negro, los nubarrones se esparcían por el firmamento, cegando de
esta forma cualquier intento de encontrar la derrota esperada por los
pilotos y capitanes de las diferentes naves.
Sonidos
estruendosos, rugientes y atronadores destrozaban los tímpanos,
impidiendo la recepción de las órdenes dadas de forma oportuna con
el fin de sortear los mil y un peligros siempre al acecho tras la
monumental ola cambiante. Rayos que provocaban el fuego y la muerte
se lanzaban contra las jarcias, el velamen y sobre todo aquello que
se encontrara en uso de aparejos para las cubiertas.
Llegado
a un punto el desconcierto se hizo presente, Comenzó ha hacer
estragos entre la marinería. La serenidad y la pericia del Piloto de
la nave Capitana bajo las órdenes del Príncipe, lograban sortear
los embate del mar, al mismo tiempo que evitaba el amotinamiento por
parte de una tripulación , cuyo desaliento prosperaba viéndose
inmersa en unas calamidades para las que no estaban preparados en
razón de las ilusiones que les habían imbuído antes de partir,
aunque todos comprendían que su resistencia acabaría doblegando a
no tardar a los elementos, cuyas furias convertidas ahora en sus
aliados, y en razón de sus fuerzas naturales, acabarían anulando
con sus esfuerzos y tenacidad lo que más tarde sería considerado
como audacia.
-“Las
furias se han desatado contra nosotros” -pensaba el Príncipe-. Y
es preciso aplacarlas.
Los
contramaestres, jefes y marinería, y cuantos componían la
expedición a quienes se había confiado una empresa que, de
triunfar, tanta gloria proporcionaría tanto al Reino, y a su cabeza
el Príncipe, como a todos aquellos valerosos guerreros y campesinado
voluntarios que en en ella hubieran intervenido.
-
Es de vital importancia el que alguien haga algo por calmar a los
desatados elementos -dijo la Princesa a su marido -. Es necesario que
hagamos una ofrenda a los dioses de las aguas, de las tormentas, de
los huracanes, galernas y rayos; de la ira, del odio; Y que los
invasores vean lo que hacemos por nuestras vidas, y que estimamos el
triunfo en favor de nuestra raza y nuestras creencias, y sobre todo
que a todo renunciamos con el fin de lograr que nuestro Rey sea
obedecido y respetado-. Y continuaba-:Es necesario que comprendan que
nuestra existencia no importa, que lo importante es la hazaña y el
postrero triunfo. Y para que dejen de saciar sus odios sobre otros
seres humanos; yo misma, por ello ofrecería mi vida, y tú esposo
mío, conseguirás el triunfo; cumplirás la misión encomendada para
gloria de tu casa, tu nombre, ejemplo de tus hijos y orgullo de tu
padre, el Rey, tu pueblo, y de aquellos que hereden tu sangre de
héroe; esa sangre que tras las batallas dejarás sobre la huella de
tus pisadas la marca imborrable de la hermosa tierra Braslaviana.
-o0o-
Ahora
la tripulación, entre cortinas de agua, podía ver con nitidez el
rostro de su Princesa cómo, aunque chorreando, por sus mejillas
corrían lágrimas de aguante, mientras que mirando hacia arriba,
todos con ella observaban como el cielo no era capaz de comenzar a
abrirse en abanico y hacer de la lluvia unos finos encajes, y así
comenzar a aclararse el tiempo a través del cual, el Sol hiciera
intentos por dejarse ver, mientras que poco a poco hasta él iban
llegando los tristes cánticos de la marinería amarrando aun con más
fuerza, si cabe, de nuevo los aparejos de la cubierta.
La
Princesa habló con tal firmeza y enfatizando sus palabras, que
quedaba claramente reflejada en su rostro la decisión que la
animaba. Su mirada relucía, pero, sus palabras no pudieron seguir
brotando. Un trozo de grueso palo, cuya finalidad era sustituir a
otros en caso de necesidad, se había soltado de sus amarras yendo a
golpear a la Princesa en la cabeza la cual perdió el conocimiento,
sin embargo durante el tiempo que estuvo con la conciencia perdida,
el Príncipe y algunos de los jefes la oyeron hablar en estado
semiinconsciente...
-
“Sí, esposo adorado; ahora comprendo porque los dioses buenos
quisieron que te acompañase. Ellos me guiaron hasta aquí. Tú, eras
el predestinado para la victoria, pero, algo tienes que hacer, algo
has de sacrificar para que esta se alíe contigo y así poder
conseguirla. Y mi orgullo y mi alegría en este momento, es que estoy
aquí, a tu lado, contigo, para servirte en la medida que sea
necesario... ¡no es un sacrificio estéril! -decía la Princesa y
continuaba-: Es mi vida, para que así la tuya alcance la cima, lo
más alto que te deparó tu nacimiento... ¡Mi vida, y la tuya,
esposo mío, son una sola! Aunque yo me vaya a aplacar a las furias
tempestuosas del mar para evitar más calamidades, no temas por mí.
Yo me quedo en tu corazón, en tus pensamientos, en tus brazos para
que no decaigas jamás... Sólo mi cuerpo entregaré a la fiera
marina, y te aseguro que la calmará.”
El
Príncipe, cuando su esposa recobró el conocimiento, preguntando
dónde estaba y que había ocurrido, la miró profunda y tiernamente.
La estrechó contra su pecho y le habló dulcemente:
-
Querida esposa. Qué orgulloso estoy de ti y de esos deseos que aún
en tu ausencia has pretendido llevar a cabo con tal de salvar una
grave situación y de la que no conseguimos salir, aunque justo es
reconocer que un nuevo y aun más grave peligro nos acecha en esta
travesía... ¡Cuánto te amo! Y aun en sueños has dicho bien las
furias deben ser aplacadas, pero no de la manera que has
exteriorizado... Por eso no voy a consentir que te lances al mar tu
sola, y mucho menos sin que yo dé a tu conducta el realce que la
misma se merece: Mis tapices y estandartes serán descolgados de mi
camarote de mando, los cofres que contienen las más delicadas y
valiosas joyas; las alfombras de los camarotes de mis jefes y
oficiales te servirán de lecho, para que al caer tu cuerpo sobre las
turbulentas aguas te sepulten en el Océano, dándote la entrada que
merece tu gesto. Y cuando todo se hunda, cuando todo desaparezca, que
a tu presentación ante los dioses malignos te acompañe el honor que
te mereces.
Y
abrazados aún, se miraron intensa, dulcemente, antes de que el
Príncipe ordenase quedar a solas con sus capitanes de más
confianza.
Pronto
corrió la noticia entre las naves a través de las banderolas de
señales que el señalero de turno se encargó de llevar agitándolas
con más entusiasmo que nunca. Así la noticia fue transmitida de
embarcación en embarcación... Y un hálito de pesar a la vez que de
confianza se extendió sobre cada una de las cubiertas de aquellas
naves. Pesar porque la esposa del Príncipe sacrificaba su vida por
todos ellos; confianza, porque presentían que las furias desatadas
de los dioses exigían un sacrificio humano, una víctima, y no
permitían el avance de las naves sin cobrarse su tributo.
Sobre
el encrespado oleaje fueron lanzados tapices, alfombras, cofres y
joyas, y, ¡oh, milagro, sorpresa!. Justo en ese momento, todos
pudieron apreciar como todo quedó de momento ordenado en el espacio
que ocupaban aquellas prendas. Un espacio en el mar, y en el que las
aguas quedaban apaciguadas, lisas y mansas mientras iban recibiendo
unas tras otras las piezas que allí depositaban los hombres de a
bordo.
Se
pudo contemplar cómo en aquella especie de plataforma comenzaba a
emerger una fuente de luz tan diamantina como el propio Sol, y cuya
luminosidad perfilaba cada uno de los objetos de forma cristalina,
dando a los cofres con sus joyas un brillo radiante que hicieron
posible el que de las profundidades emergieran al mismo tiempo
melodías las cuales se dejaban oír por todo el entorno.
La
Princesa, desde lo alto del Castillo de Proa, serena, bellísima,
vestida con sus mejores galas, miró al Blanco pabellón Real de la
nave, que le infundió fe en el triunfo por el cual ella se
sacrificaba; y luego miró, feliz, confortadoramente a su esposo,
como dejándole toda su vida, sus ilusiones y su amor eterno.
¡Ya
sólo quedaba el cuerpo! ¡Sólo quedaba la materia! Sin vacilar
avanzó por la Amura, y sus pies aletearon en el espacio. Solemne,
sublime, grandiosa, su figura, cual mariposa salida de un cuento de
hadas, voló para quedar en reposo sobre las alfombras, los tapices
de finísimas urdimbres realizadas con los más deslumbrantes hilos
de oro y sedas, la joyería... Y a su peso, de un modo lento,
majestuoso a la vez que ceremonioso y trágico, fue su cuerpo
hundiéndose en las aguas, mientras a bordo de las naves los heraldos
tocaban sus trompetas de largos tubos, y las olas fueron apaciguando
su fuerza y su furia, calmando su bravío ímpetu. Así, los navíos
hasta hace poco agitados y en peligro, avanzaron ahora sobre un mar
en reposo y un viento favorable imposible de describir.
Asombrados
ante esta decisión, amor, arrojo y valentía, los hombres marinos y
guerreros vieron, con lágrimas en los ojos, cómo su Princesa daba
la vida por la gloria de su esposo, de su Rey y de su reino, y por
afinidad por la de ellos.
El
Príncipe y sus hombre al advertir que las aguas ya se volvían
mansas, y que el viento ahora se hacía cómplice de su deseo de que
todo tuviera un buen fin; que en el cielo asomaban las primeras
estrellas, y que no habían vuelto a ver desde que abandonaron sus
costas, experimentaron una seguridad que hizo siembra fructífera
entre las distintas tripulaciones. ¡El triunfo estaba próximo! La
intuición y el sacrificio de la Princesa había hecho comprender que
los dioses apetecían una víctima tan inocente como resignada y
noble.
¡La
victoria no tardaría en llegar! Y, cuando siete días más tarde, en
un mar que seguía en calma y sin ser abandonados por aquellos
favorables vientos que empujaban dulcemente cada uno de los navíos,
la costa, su costa, el Príncipe llamó a asamblea a todos sus jefes
y capitanes, y con su voz ahora más pletórica y abonada por la
seguridad de sus sentimientos, firmemente les anunció:
-
¡Tenemos que vencer, y venceremos! ¡El pabellón del Sol de la gran
Braslavia ha de estar en su lugar de siempre, en la parte más alta
de la costa y que ahora ya divisamos! ¡Por el Rey, por hacernos
dignos de él, con la ayuda invisible pero real de mi esposa, de la
Princesa Ainnia que siempre estará en nuestros corazones...! ¡A la
lucha!
Jamás
el Príncipe desde su calidad de guerrero había arengado a sus
tropas de aquella manera. Sus palabras de aliento fueron un estímulo
sin duda desconocido. Los guerreros, los jefes y capitanes, se
sintieron estimulados con aquel ímpetu absolutamente inusual. Lo
mismo que la Princesa había calmado con su sacrificio la furia de
aquellas aguas, su arenga les infundía un valor sin límites.
-o0o-
Arribados
a la costa, el Príncipe, al poner el pie sobre la arena de aquella
playa tropezó con un diminuto objeto. Se inclinó para recogerlo, y
cuando lo tuvo en la mano... ¡oh, sorpresa! Era uno de los
peinecillos de oro y nácar que su esposa había llevado para recoger
su hermoso cabello antes de dejarse caer sobre la encrespada mar. Por
ello, el Príncipe pensó en que ella estaba presente en aquel
crucial instante. ¡El mar había depositado en la playa el recuerdo
de su esposa... clara demostración de en cuánto había influido su
sacrificio! Los vaticinios de su esposa se habían cumplido una vez
más.
El
Príncipe mostró en alto aquella pequeña prenda, y una corriente de
simpatía, agradecimiento y entusiasmo, se extendió por el
ejercito... ¡Mi esposa está con todos nosotros! -dijo con voz
suficiente para que ello fuera oído más allá de los confines del
mar...
Y
todos, jefes y guerreros, se lanzaron al ataque cegados, convencidos
de su destreza y de su valor; ahora nada temían ni nada los iba a
detener, para ellos la protección de su Princesa aunque invisible
era más que manifiesta.
Y
salvaron arrecifes, vencieron escollos, murallas así como con el
manejo de las espadas y las lanzas, de las flechas y las piedras
lanzadas con grandes correas a modo de hondas las cuales iban
impregnadas de aceite las cuales al igual que las flechas era
incendiadas.
El
pabellón Real, brillando al Sol, ondeaba en el lugar que siempre
tuvo reservado, y tal cual había ordenado el Príncipe. Quería que
esto fuera así antes de que la luna saliera para ver la victoria
absoluta de sus hombres sobre aquel pueblo bárbaro que, llegado de
tierras extrañas y unidos a los rebeldes, quisieron adueñarse de un
vasto territorio del reino Braslaviano. La rendición fue absoluta y
sin condiciones.
Dejada
las leyes que le ordenara su padre, el Rey, para cada uno de los
pueblos de aquella parte del reino en manos de los nobles que lo
acompañaban, y que serían los que provisionalmente se harían cargo
de las diferentes gestiones de gobierno, embarcaron de nuevo para
regresar a la capital. Había transcurrido un mes desde que se
produjera la tan ansiada victoria, tiempo que el príncipe estimó
más que suficiente para que los hombres descansaran y que los pocos
heridos fueran debidamente atendidos.
La
travesía se realizó sobre una balsa de aceite; el mar templado y
suave dio a los hombres la posibilidad del entretenimiento con la
pesca, y así entre risas entusiasmadas y cánticos, arribaron a
aquellos muelles de los que pensaron por algunos momentos tiempo
atrás que jamás volverían a pisar. Muchos ojos se anegaron de
lágrimas al contemplar en la cercanía, cómo una ingente multitud
se arremolinaba sobre las tablazones para, entre griteríos
ensordecedores, cantos y pañuelos al aire, dar la bienvenida más
cálida a los héroes de aquella hazaña.
Fueron
tumultuosos y llenos de sentimientos los distintos encuentros con los
familiares; todo eran abrazos y felicitaciones ante las noticias que
corrían, en las diferentes partes del muelle a donde iban atracando
nave tras nave, acerca de que la región había vuelto a la
normalidad y de que aquellos familiares que allá tuvieran allegados,
estuvieran tranquilos pues todos se encontraban bien y fuera de
peligro.
Atracada
ya la última de las naves, y encontrándose todos los jefes y
capitanes en perfecta formación, no así a la marinería a la que se
le había dado absoluta libertad por orden del Rey a través de las
señales de banderas, debido al conocimiento que le transmitieron de
que la victoria había sido rotunda gracias al valor de aquellos
hombres, y con su Príncipe al frente, el Rey Rodolfo quiso premiar a
su hijo, y, ante su pueblo, otorgándole el más alto de los honores
del Reino, y poniendo a su disposición las más grandes riquezas
jamás conocidas.
Honores
y riquezas fueron aceptadas por el Príncipe, haciendo constar que
sólo y exclusivamente lo aceptaba para sus hijos, para su estirpe,
sus herederos. Él, le aseguro a su padre, no quería nada para sí.
Estas
palabras, que fueron escuchadas con el mayor interés y celo por las
dignísimas autoridades representativas de la corte Braslaviana, así
como por los representantes nobles de alta cuna y realeza de otros
reinos, conocidas las dificultades que hubieron de afrontar, así
como el terrible sacrificio que hubo de realizar la Princesa para que
aquella expedición llevara a feliz término tan peligrosa como
necesaria campaña, todos querían ahora consolar al joven Príncipe
el cual, a un a pesar de haber demostrado sus grandes cualidades como
estratega, y un valor no sólo individual sino, y lo que es más
difícil aún, una valentía que llegó a calar en el ánimo de sus
guerreros. Ya todo eran saludos efusivos y vítores en honor del
héroe. Un grupo de mujeres ataviadas a la antigua usanza, y otro
grupo de jóvenes con blusas anaranjadas y faldas azules, se habrían
paso entre la multitud y todas con canastillos en el cuadril y
repletos de pétalos de rosas blancas y amarillas, iban creando , al
paso del Rey y su hijo, una colorida alfombra haciendo que ambos, no
cupiesen en sí de felicidad.
Aunque
el momento era de gran trascendencia para el reino, el Príncipe
Gunterof no perdía su dominio sobre la situación, como en sus ojos
tampoco se apreciaba la más mínima pena o dolor alguno; tampoco en
su pensamiento había hecho nido la más mínima muestra de
preocupación. Su mente sólo estaba ocupada con el recuerdo de las
palabras de su esposa ante el sacrificio que le prometió a los
dioses, y que sin el más mínimo género de reservas llegó a
cumplir por el bien del su esposo, de la expedición y de todos los
hombres que en aquellos momentos se encontraban en peligro de
sucumbir bajo la furia nunca conocida de aquel mar: “Mi fiel
esposo, estamos tan unidos, tan enamorados, tan compenetrados, que un
cuerpo puede irse al fondo de este mar, pero, mi Espíritu quedará
por siempre contigo: ¡Jamás nunca nada nos separará! Y el triunfo,
tú triunfo, será tan mío, que la vida no me necesitará.
El
destino quiso que te acompañara porque era necesario pagar con una
vida para conseguir el triunfo de tu empresa, para el triunfo de una
empresa de tan alta envergadura como esta. Si hubieras marchado sólo,
tu persona habría sido el pago. Por ello, yendo los dos juntos será
posible el triunfo, no obstante, es necesario sacrificar una vida; Y
la mía no importa. Amar, es compartirlo todo, sin condiciones; sin
tan sólo pedir nada a cambio. Dar algo con Amor y por amor nunca
deberá ser considerado como un sacrificio, sobre todo cuando se da o
se hace para esa persona que, en cierta medida, es parte de nuestra
propia vida”.
Durante
todo el día la ciudad vivió una de sus más grandes fiestas que el
Príncipe no quiso prohibir aun a pesar de que el Consejo del reino
así lo recomendara. En los balcones se colgaron las mejores colchas
cuyo centro quedaba adornado con un lazo negro en honor de la
princesa Ainnia. En el Palacio se vivieron grandes momentos
recordando siempre la entrega de la Princesa, y hasta los trovadores,
a media tarde, ya tenían compuestas hermosas trovas que fueron
cantadas cuando el Sol ya se perdía entre los encajes anaranjados en
los que se convertían las copas de los árboles por allá por el
Poniente
Sería
ese momento el elegido por el Príncipe para ausentándose de los
faustos, dirigirse a uno de sus lugares favoritos y que siempre
visitaba acompañado de su esposa. Una alta colina desde la que se
podía contemplar todo el reino hacia Poniente, mientras que hacia
Levante se divisaba el mar abierto una vez traspasada la salida del
río que daba vida a la ciudad. Desde allí se podía ver el Océano
en toda su grandiosidad y amplitud.
Ahora,
su mirada y su pensamiento, una vez en lo más alto de la cima y
sentado sobre una parte del riscal, se perdían en él, con los ojos
anegados de lágrimas. “Bajo aquellas aguas te encuentras, amor de
mi vida” -decía el Príncipe con un leve susurro-. Parecía como
si de esta manera quisiera sondear en lo más profundo de él, y así
poder encontrarse con la mirada y el pensamiento de su amada,
exclamando lentamente con la más dulce y total veneración: “¡Mi
mujer, mi esposa, mi Princesa!”
Cuento 6
EL
VERDADERO TESORO
Desde
pequeño, un sueño se apoderó de su mente. En sus pasatiempos y
juegos aquel deseo acompañaba sus horas, y los libros y películas
de aventuras donde su sueño aparecía eran sus favoritos.
Poco
importaba el amor que sus padres le demostraban. Poco servía el que
sus amigos rodearan con débiles lazos sus soledades, él quería
lograr evadirse de todo y llevar a cabo su gran hazaña: encontrar
una isla desierta donde, quizás, descubriera un rico e inestimable
tesoro.
Esta
idea, acompañó todos los días de su vida, y cada noche el sueño
lo trasladaba a su soñado paraíso, y era entonces cuando saboreaba
su deseo prohibido. Pero una de esas noches, un sueño vino a
despertar su confusa mente; en esa noche vio como de su lado se
apartaban sus amigos y compañeros llevándose su tortura, y ante su
dolor se sintió solo.
Cuando
despertó, un sudor frío recorría su cuerpo, y el miedo le hacia
murmurar: no puede ser, no puede ser, mis amigos, mis posesiones, mis
sentimientos…
Poco
a poco se fue normalizando, pero la idea se le repetía una y otra
vez en su mente, y esta imagen le agobiaba día y noche, sin dejarlo
descansar ni un solo momento.
Llegó
a tal extremo de agotamiento que pensó luchar contra esta fantasmal
imagen, y así, para vencer aquella segura voz que oyera en esa
extraña noche le contestó altivamente: No, nunca estaré solo, ni
la muerte me arrebatará de la mente de mis amigos, y hoy, de una vez
para siempre te lo demostraré.
Y
sin pensarlo más, llamó a todas las personas que diariamente lo
rodeaban demostrándole su afecto y comprensión, y con el rostro
desencajado por la angustia de las noches pasadas le dijo así: Hoy
mis amigos de vida, me despediré de todos vosotros, una cruel
enfermedad me está aquejando y he de luchar contra ella, con todas
mis fuerzas y riquezas. Pero quiero pediros vuestra ayuda en estos
momentos…
Pero
no pudo acabar su bien estudiada frase, sus ojos aterrorizados
volvían a ver la misma escena: sus amigos y compañeros llevándose
todos sus objetos de valor, apartándose de su lado.
Entonces
la profunda voz habló de nuevo: Al fin te has convencido de que todo
hombre se encuentra solo, solo para luchar por alcanzar su destino.
Por ello, podrás hoy hacer realidad tu sueño, porque la isla
desierta eres tú mismo, aquella en la que tienes enterrado el más
buscado de los tesoros: un corazón de nobles sentimientos. Al
terminar de hablar y levantar la mirada, pudo ver a otro hombre que,
sonriéndole, caminaba junto a él, fueron entonces, dos islas
solitarias en busca de sus escondidos y más preciados de los
tesoros jamás imaginados…
LA
CHINA
Aquella
tarde y como siempre, rodeada de seres iguales que yo pero, a los que
llamo con el nombre de “guijarros”, me encontraba con aire
expectante, ansiosa, mirando el bello mar.
Recordaba
aquel día en que la marea subió tanto que llegó a bañarme a mí
también; cuan a gusto me sentí, cuanto relax producido por aquellas
espumas.
Que
feliz me sentía. Día tras día, aquellas verdes y acariciantes
aguas aseaban mi lisa superficie, la cual relucía bajo los rayos del
sol ante la mirada impresionada de unos y otros.
Desde
aquella tarde sigo expectante y ansiosa, pues son ya muchas en las
que espero que la marea vuelva a llegar hasta mí nuevamente,
refresque y limpie mi superficie, suciedad producida por la cantidad
de inmundicia que se amontona en mi entorno sobre la playa.
Esta
tarde estoy triste… muy triste, pues la marea ha vuelto a bañarme,
pero no me han limpiado bien; es una marea de un color diferente,
raro y oscuro, carece de espumas y aunque su olor no es del todo
desagradable, a mi no me gusta mucho.
El
sol ya va buscando de nuevo aquella rara y lejana raya tras la cual
se oculta cada día. Ya es tarde… hoy tampoco vendrán a limpiarme,
tal vez mañana…
Cuento 8
LA
MONTAÑA
Ataviado
con mi magnífico equipo de montañismo, con mi buen calzado, mi
tienda y demás elementos propios de un escalador, me dispongo a
subir por el lado Norte de la orgullosa y altiva montaña, y sin que
desde el lugar donde me encontraba, al pie de ella, pudiera ver su
cima pero, no importaba, ya la había visto en Internet y quede
prendado de su grandiosidad y belleza.
Sabía
por las imágenes vistas, que este lado es el que ofrece mayor
dificultad, mayor y más dura agresividad pero, las empresas que se
acometen en la vida, si son difíciles, son las más dignas de los
seres humanos: A mayor dificultad, si se triunfa en el empeño, mayor
será el premio y aun mayor la emoción.
En
aquellos momentos en los que me encontraba montando la tienda,
comenzaron a caer unos copos de nieve que me parecieron palomitas de
maíz. Mi corazón saltaba con la contemplación de aquellos copos
blancos y tras los cuales yo sabía que se encontraba la montaña,
aquella cara Norte que en cuanto estuviera dispuesto iba a acometer.
Acabo
la faena, me meto en mi saco tras haber dado cuenta de la ración que
previamente tenía estudiada consumir en cada momento del día, y
espero el amanecer... Este llega, como empujando a la noche que
presiente que alguien esta esperando este momento. Me encuentro solo
en esta hazaña que pretendo realizar y, una vez todo dispuesto,
comienzo la ascensión, empiezo a trepar, acompañado por mi gran
mochila, mi buena cordada, un estupendo piolet, regalo de un amigo, y
provisto además de un martillo bien sujeto a un arnés del que
cuelgan una buena dotación de garfios, doy el primer paso con el
corazón a punto de saltar.
Cual
si de un escalador profesional se tratara, despacio, muy despacio y
analizando los salientes, voy ascendiendo, agarrándome a unas y
otras rocas, asiéndome a los pequeños y afilados relieves que
presenta la cara Norte de la orgullosa y altiva montaña, y mirando
hacia abajo veo como me voy alejando de aquel lugar en el que comencé
la escalada. Mis botas claveteadas van hiriendo la piel dela montaña,
al tiempo que me van llevando hacia arriba.
Han
pasado varias horas, no sé cuantas. El sudor, la sequedad de la
garganta y el cansancio comienzan a hacer mella en mi. Me invaden. La
tormenta de nieve amaina y se recupera, viene conmigo, me acompaña
cual fiel amiga que, al parecer, quisiera estar presente por si la
necesitara y así humedeciendo mis rostro, refrescarlo y poder seguir
hacia arriba, hacia la cima.
La
cima, aunque sin poder verla, la siento más cercana; Siento como me
llama... Su voz es cálida, tan cercana como amistosa.
Las
fuerzas me van abandonando, es como si no quisieran seguir a mi
entusiasmo, a mi ánimo cuando todos deben ir juntos, unidos por la
misma idea, por la misma razón, por la misma aventura.
Comienza
a anochecer y busco con ansias un lugar donde pasar la noche, donde
descansar del esfuerzo primero. Busco entre la nieve y las rocas, las
rocas y el manto de nieve. En un saliente veo un especie de nido de
algún ave; me acerco y allí entre ramas secas y hojarascas que en
algún tiempo sirvieron para anidar me amarro, me descuelgo la gran
mochila y dando por terminada esta etapa, doy cuenta de la ración
correspondiente a la noche y me introduzco en el saco de dormir a
esperar la nueva mañana y con ella la nueva oportunidad de seguir
ascendiendo para poder cumplir con mi deseo, cumplir con la promesa
de alcanzar la cima de la montaña, la cima de mi hazaña, la cima de
aquello que un tiempo atrás me propuse cuando la vi por primera vez.
Pasó
el tiempo, el cansancio me pudo, y la luz del amanecer reemplazó a
las sombras. Todo recogido, de nuevo inicié el ascenso. Mire hacia
abajo y ya no veía el punto de partida, La tormenta de la noche
había cesado en su fuerza y ahora unos delicados copos blancos me
alegraban la subida, unos copos casi transparentes que me permitieron
ver algo más allá... Y fue entonces cuando pude comprobar con
cierta claridad que me encontraba cerca de la cima, cerca de poder
cumplir lo que yo consideraba una hazaña.
Por
fin unas horas después pude contemplarla, allí estaba la cima, el
final... Allí en lo alto se me ofrecía la cumbre. Con una sonrisa
en mis ateridos labios y un gozo que no sabría explicar, mi
entusiasmo pareció dar alas a mis pesadas botas y conseguir que mis
escasas fuerzas se renovaran y de nuevo cobraran ese ímpetu del que
dispuse apenas comencé a escalar la cara Norte de la que ya sería
mi montaña.
Con
unos últimos golpes del piolet, con un avance último de mis
doloridas piernas, con ese último esfuerzo logré saltar a la cima,
conseguí llegar al final de mi sueño.
Mi
amigo el Sol me acarició el rostro, llenó mi cara de su luz. Cuando
me quité la protección de mis gafas, pude ver como delante de mi se
extendía la playa más hermosa que jamás ser humano pudiera
imaginar.
Ya
mi sorpresa no tenía límites, había subido por la cara Norte, la
más dura y difícil; había llegado a la cima, había llegado al mar
de mis sueños. Las gaviotas me saludan, las olas observo como me
sonríen con sus rizados bucles sobre aquellas doradas arenas. Tras
el saludo de bienvenida que me ofrece mi amigo el Sol, y vestido como
estoy con mi equipo de escalada, comienzo a dar un descansado paseo
por la playa.
Cuentan
que hace muchos años un hombre fue visto paseando por aquella playa,
y cómo de vez en cuando se paraba y volviéndose de espaldas al mar,
se quedaba mirando a aquella hermosa, altiva y orgullosa montaña.
Parecía como si de su reflexión se pudiera extraer el que él
quería escalarla pero no sabía como, y que nunca encontró el
camino. Iba ataviado con un completo equipo de escalada.
ORÍGENES
DE LA PRIMERA MUÑECA
Hace
algunos días, paseando por la calle Regla Sanz, en el Barrio León
(mi Barrio), me detuvo un amigo de la infancia; iba con una de sus
hijas; nos saludamos afectuosamente, y entre variedad de temas
actuales y recuerdos, me comentó que era un asiduo de la Revista
Triana, al tiempo que haciéndose eco de una petición de su hija, me
comentó que porqué no escribía algo para los niños. Por ello y
aprovechando esta Navidad y Reyes, les voy a regalar a todas las
niñas y menos niñas, y porque unas están y otras estuvieron en
edad de ello: “El
origen
de la primera muñeca”;
objeto mágico y maravilloso que a unas ahora las llena, y a otras
continuarán llenando de felicidad.
Con
mi recuerdo especial para María del Pilar Sinué, sin la cual esta
historia es muy posible que hoy no se hubiese llevado a cabo.
El
cuento
Hace
ya muchos años, y bien podría decirse que siglos, que en una
pequeña villa de Sevilla, en Andalucía, y a orillas del rio
Guadalquivir, vivía una familia de artesanos, muy dichosa y que
estaba compuesta por Juan Vázquez, fabricante de juguetes, de su
encantadora esposa Marta y de su hijita pequeña, adorable y risueña,
y a la que llamaban con el nombre de Muñeca. Ésta, contaba sólo
cinco añitos por lo que era un prodigio de inocencia, bondad y
talento además de una belleza y dulzura especial.
¡Qué
linda estaba la niña, y que simpática cuando cogida a la falda de
su madre la seguía por toda la casa como si fuera su sombra! ¡Qué
linda estaba la niña saltando como un pajarillo delante de su puerta
y dando en la palma de su manita miguitas de pan a su gallinita
blanca!
Por
la noche, Muñeca era la que alegraba el hogar con su inquietud y su
charla infantil; y así, entre risas y sonrisas, pasaba de los brazos
de su madre a los de su padre. Luego ya cansada cerraba aquellos
ojitos de un azul de cielo en los que se veía la vida, e inclinando
su cabecita sobre el regazo de su madre se quedaba dormida con la
boquita entre abierta, sonriente y con los cabellos de oro esparcidos
sobre sus pequeños hombros.
¡Ciertamente
que la hubiera creído un Ángel! Y un Ángel debió ser muy pronto
pues un día, Dios al reparar en ella y verla como una delicada y
bellísima flor, la quiso para su Jardín; Hizo volar hasta allí a
un Ángel; Y al pasar por encima de su frente la tocó con una pluma
de sus alas blancas. La pobre Muñeca perdió las fuerzas y la
alegría. Llamaron al médico más famoso de la pequeña ciudad, y
cuando éste llegó y vio a la niña movió tristemente la cabeza
mirando al cielo, saliendo de la pequeña habitación con el paso
lento y lleno de amargura.
Marta,
su madre, encendió una vela blanca que estuvo ardiendo toda la
noche, y apagándose por sí misma con la llegada del alba. Ambas
habían cumplido su misión, pues en ese momento el cuerpecito
material de Muñeca había dejado de existir, y fue justo en ese
instante en que los ángeles bajaron y recogieron su Espíritu entre
danzas y cánticos.
Los
vecinos de aquel pueblo, pronto se olvidaron de la niña; claro,
ellos tenían otros hijos, pero, Marta cayó enferma de tristeza,
quería morir también. Juan, estuvo como loco bastante tiempo y sus
cabellos se pusieron blancos y la cara se le llenó de arrugas hasta
tal punto que en tan corto espacio de tiempo parecía un viejo. El
recuerdo de su pequeña Muñeca hacía que cada noche se convirtiera
en un siglo en la casa; ya no se oían más que los gemidos del
viento, el canto de los grillos y el color del dolor que parecía
lamentarse entre las llamas de la chimenea, y cuando el viento gemía
en las ventanas y movía las hojas, Marta y Juan pensaban en su
preciosa hijita; escuchaban como si la oyesen y miraban en su
alrededor como si esperasen verla. Aunque
esto que os voy a decir es difícil de entender, es muy posible que,
aunque no la vieran, si estuvieran sintiendo su presencia, estuvieran
sintiendo algo…, ése algo que no es más que la energía Blanca
que se desprende de las personas buenas y que, de una forma u otra,
siempre quedan en la casa.
Cada
vez que el Artesano se ponía a trabajar, su corazón se llenaba de
una tristeza infinita y sus ojos se le llenaban de lágrimas, hasta
el extremo de que las herramientas se le caían de las manos, y ni
siquiera las marionetas que fabricaba en épocas de la Navidad tenían
la misma alegría en su terminación. Los perritos de cartón,
temblaban sobre sus patitas, y daba lástima verlos con sus rabitos
caídos y sus ojitos inquietos y tristes como si de perritos
vagabundos se tratase, cuando andan buscando alguien que les recoja
de la calle. Las figuritas de madera también inclinaban sus
cabecitas como si fueran ellas las culpables, y hasta los caballitos
parecían tan fatigados como si hubiesen estado echando carreras.
Todo lo que hacía el bueno de Juan Vazquez con aquel estado de ánimo
llevaba el sello de la nostalgia más triste.
Un
buen día, se hallaba en su taller trabajando en sus juguetes y como
siempre pensando en su hijita; con la vista perdida en la nostalgia y
un trozo de madera entre sus manos labraba como de costumbre; de
repente, miró lo que estaba haciendo y su mirada se iluminó, su
frente se volvió radiante y un grito de alegría nació en su
garganta momentos antes atenazada por la tristeza.
Inspirado
por el dolor, y guiado siempre por el recuerdo, la mano del Artesano
que sostenía una gubia, había tallado el rostro de su hijita Muñeca
en la madera. ¡Era una obra maestra, era, sin duda, una maravilla;
era el prodigio del Amor paternal que había convertido a un pobre
Artesano en un gran Artista.
Juan,
entró corriendo en el cuarto en el que su mujer se hallaba hilando
en el torno, y dando gritos de alegría le mostró el trozo de
madera. Marta alzó la cabeza de la labor que estaba realizando, y
reconociendo al instante la dulce carita de su nenita, la tomó entre
sus manos y con todo ése Amor del que tan sólo es capaz una madre,
la estrechó contra su pecho cubriéndola de besos, y exclamó: ¡Mi
niña, mi nena, nuestra hijita!
Era
en efecto ella. Era Muñeca, con su boquita sonriente, su barbilla
con el hoyuelo, sus ojitos, que le parecieron también de color azul,
sus redondas y sonrosadas mejillas y su nariciya pequeña.
Una
idea atravesó por la mente de Marta. Y sin pestañear, tomó la
linda figurita, apenas sin terminar, y la colocó sobre la mesa de
costura; ella también estaba inspirada por la luz del Amor, y para
hacer aun más perfecta la semejanza se puso a vestirla como vestía
a su hijita. Al momento se puso a la obra; su rápida aguja voló
como si recibiera el impulso de la mano de un Hada.
Poco
después, la figurita llevaba un corpiño rojo y una faldita de
flores celestes, sus pequeñas manos estaban cubiertas con flecos
blancos; en el cuello llevaba la crucecita de plata que su hijita
usaba en las fiestas, y sus cabellos hechos de lana fina eran rubios
y estaban sujetos con una cintita de color verde.
Cuando
estuvo terminada, Juan y Marta abrazados sonrieron ante la querida
imagen exclamando los dos a la vez: ¡La llamaremos… Muñeca!
Marta
tomó la figurita y la colocó encima de la repisa de la chimenea.
Pasando
el tiempo la casa de Juan y Marta había cambiado, reinaba otra
alegría. Cierto día un comerciante de Valencia que se encontraba de
paso y que alguna vez había visitado al Artesano por motivos
comerciales, vio la figurita de Juan; la copió discreta y
diestramente e hizo fabricar miles de ellas que fueron vendidas por
todo el mundo.
Cuento
10
UN
PEDAZO DE AZUL
Había
una distancia considerable, una distancia casi infinita; Me parecía
que el espacio no se pudiera abarcar, como cuando miras desde arriba
y el horizonte, allá en el otro lado, se te convierte en una línea
que, al parecer, une o separa el cielo de la tierra, del mar, de la
montaña, no podía definir al cielo del valle, a la campiña del
cielo...
¿Cómo
poder subir hasta allí, me preguntaba...?
El
camino era estrecho y angosto, rodeado de luminosos y altos álamos
blancos. Recorriendo con la mirada el enorme tronco de uno de ellos,
comienzo a subir por él con la intención de poder llegar a una
parte de aquel misterioso lado que existía encima o casi encima de
la copa, allá en lo más alto, allá en lo más lejano; Un trozo
azulado, grande y a la vez pequeño que me atraía, que me había
atraído desde que era pequeño, desde que empecé a sentir, desde
aquellos primeros días en que comencé a vivir...
Trepé
hacía arriba por el tronco, por aquel cuerpo del árbol, por el
Álamo Blanco y hermoso que se me ofrecía como un don, por aquella
especie de camino que desde siempre creí que era de mi propiedad,
por eso estaba convencido de que era el mejor.
No
lo tuve muy claro pero, aproximadamente en la mitad del recorrido la
causalidad hizo que encontrara un hueco en el tronco, en aquel
hermoso y audaz Álamo Blanco que sabe Dios cuantos años llevaba
allí luchando en armonía con su madre Tierra, con su Madre la
Naturaleza.
Indeciso,
sin saber si seguir hacia arriba o entrar en el hueco, estuve
pensando y meditando sobre cual sería la decisión que me reportaría
mayor satisfacción.
Se
levantó una brisa suave, un airecillo que al besar mis rostro
refrescó mi sudorosa piel, refrescó mi rostro indeciso, un rostro
que, a veces, no puedo definir el porqué de aquellas dudas...
El
aire no llegó solo, traía de la mano a su inseparable compañero:
el viento. Momentos después ya era un viento fuerte, muy fuerte que
azotaba mi rostro ya cansado, por lo que mi fatigado cuerpo comenzó
a sufrir un episodio de temblores naturales. Tenía delante de mi
aquel hueco, un hueco que me sorprendió por su oscuridad, por su
negrura pero, que al mismo tiempo, me ofrecía amoroso un resguardo,
que al mismo tiempo me ofrecía su calor.
Miré
hacia arriba, hacia aquel trozo preñado de un Azul grande y a la vez
pequeño que me atraía, sin embargo me daba la impresión de que aun
estaba lejos, muy lejos de poderlo alcanzar, de llegar a él.
Delante
de mi, cerca, muy cerca estaba aquel hueco donde cobijarme, aquel
lugar donde podría burlar al viento, aquel fuerte viento que
entorpecía mi caminar, que no me dejaba ascender.
El
viento trajo unos enormes nubarrones, que con sus negras y grises
panzas, taparon aquel trozo de azulado espacio que antes viera;
Taparon el lugar hacía donde desde hacía un buen rato yo me
dirigía. Comenzaron a caer gruesas gotas de lluvia que poco a poco
me iban haciendo daño y colándose entre mis ropas hasta llegar a mi
piel.
Brisa,
aire, viento, agua, frío y camino es todo lo que pasaba por mi
pequeña y a la vez gran mente pero, sobre todo... camino largo, muy
largo.
Todos
se unieron en un enorme y gran abrazo; en su enorme y gran esfuerzo
por impedirme avanzar, por impedirme llegar. Pero, todo ello ¿Por
qué?
Miré
de nuevo y por última vez el hueco, a la gran entrada que parecía
llamarme, de hecho me llamaba con voz fuerte, con una voz que me
pareció terrible.
Aquella
voz tiró de mi y me llevó hasta dentro del hueco...
Casi
sin querer o sin darme cuenta, casi sin pensar en que era lo que
había ocurrido momentos antes, me encontré de nuevo en el camino,
ese camino estrecho y angosto, largo muy largo que llega hasta aquel
trozo de color Azul allá, cercano a la copa de aquel hermoso y
Blanco Álamo.
Cuento 11
LA ORIENTADORA
En
el amanecer del siguiente día estábamos mi amigo y yo en las
afueras de nuestra ciudad dispuestos a caminar, una ciudad pequeña y
oblonga situada en la falda de la sierra, una ciudad en parte
conocida y en otra, desconocida aunque siempre amiga, amiga como todo
aquello que una vez conocido, a veces se torna en enemigo.
El
sinuoso, elegido y apreciable camino desde abajo se veía que era
largo, e iba lejos, muy lejos, iba hacia arriba, a la alta cresta de
la sierra.
De
pronto nos quedamos sorprendidos ante la majestuosidad de una sombra.
Se presentó, posada y sin inmutarse ante nosotros, era de un azul
muy azul, casi negro, de extrañas dimensiones pero, fuerte e
inquieta. Una azulada águila que se limitó a extender sus largas y
poderosas alas en señal, quisimos pensar, que de bienvenida. Un poco
asombrados, y a un gesto de ella que quisimos entender habríamos
interpretado correctamente, nos subimos sobre su sólida y
maravillosa espalda.
Una
vez felizmente acomodados mi amigo y yo, remontó el vuelo en
dirección a la sierra, a la parte más alta de aquella encrespada y
ahora desconocida sierra.
Nalia,
que así se llamaba el águila mientras volaban y volaba hacia
nuestro extraño destino, nos iba relatando las características del
camino, sus lugares y nombres, sus hombres, sus costumbres...
Pasó
un corto espacio de tiempo y Nalia se posó en el suelo, al pie de
una enorme pared de pizarra, nos bajamos sorprendidos de cómo
naturaleza nos deleitaba con aquella maravillosa obra.
Nalia
nos contó que allí, por aquella pared, a la que en aquel lugar se
le llama tranco, los numerosos escaladores de la comarca, trepan por
sus escarpadas rutas, como preparándose, como ensayándose para una
escalada mayor.
Me
sorprendí cuando poco a poco, lentamente el águila azulada se fue
transformando en un hermoso hombre, la cabeza de bellas plumas hacia
atrás se tornó en cabeza humana, las alas se tornaron en brazos y
manos, las garras se convirtieron en poderosas piernas y pies. Nos
dijo que aguardáramos un momento, lo hicimos; al poco, volvió con
toda la indumentaria de escalada, picolas, garfios, pinchos, cuerdas,
poleas y argollas así como todo lo necesario para subir por aquella
escarpada ladera, todo lo necesario para llegar arriba.
Comenzamos
la escalada dirigidos por Nalia, y casi sin ningún efuerzo por
nuestra parte llegamos arriba, llegamos a lo alto, llegamos al final.
Un
poco cansados, nos sentamos sobre una peña, admirando el maravilloso
paisaje; se divisaban desde allí montañas y valles, gargantas y
diminutos, debido a la distancia, blancos caseríos, nubes en la
ollas más profundas y tierras, y más lejos, más allá todavía,
incluso podíamos ver algún que otro lejano país.
Estabamos
deleitándonos con tan agradables y sobrecogedoras vistas, cuando
poco a poco y casi sin notarlo, vi como Nalia comenzó de nuevo a
transformarse: empezó de nuevo a convertirse en águila. Una vez
terminó su transformación, nos invitó de nuevo a subir.
Desplegó
sus enormes alas, y doblegando las corrientes continuamos el vuelo,
continuamos el viaje, el viaje hacia arriba, un más arriba que ya
todo era espacio.
Nalia
siguió hablándonos de cómo era su país, de cómo era su entorno,
de cómo era ella misma.
Llegamos
a un hermoso valle por el que serpentea un cantarino río; desde
arriba, desde nuestra posición, se veían multitud de parcelas
verdes, ocres y marrones, coloridos propios de huertas y naranjales
así como el serpenteante cordón plateado que el río formaba sobre
los campos; campiñas que al ser conscientes de que la estábamos
observando, al saber que lo estábamos admirando parecía que se
hubiesen arreglado y dejada toda su superficie limpia de rastrojos.
Nalia
en un descenso tan vertiginoso como hábil, había llegado al final
de su camino, había llegado al final de su, para nosotros,
desconocido trayecto.
Plegando
sus alas tan dulce como suavemente se posó en un esmerado claro.
Cuando estuvo posada en el suelo nos apeamos, y sin mediar palabra,
remontó el vuelo hacia otro lugar, remontó el vuelo hacia otro
destino, su destino.
Mi
amigo y yo, sin apenar darnos cuenta, nos quedamos solos, allí, al
lado del río plateado, al lado del verde valle y del plateado río;
mi amigo y yo nos miramos y coincidimos en que parecía que ambos:
río y valle valle y río estaban echos el uno para el otro.
Caminamos
hacia arriba, hacia lo alto, hacia nuestro final...
A
medio caminio, entramos en un viejo edificio, en una antigua y vieja
mansión, que llevaba siglos y siglos esperándonos. Cuando
penetramos en ella todo en su interior, espacio, y muros nos
sonrieron...
Después
de tan lejana a la vez que paradójica corta espera nos tendió las
llaves, nos tendió las dos llaves que nos servirían para abrir las
puertas de un hermoso y nuevo país.
En
el amanecer del siguiente día, mi amigo y yo, nos encontrábamos en
las afueras de aquella otra ciudad...
LOS
RELATOS
El
concepto relato y que tiene su origen en el vocablo latino relatus,
también permite nombrar a los cuentos y a las narraciones que no son
demasiado extensas, incluidos los opúsculos, a veces, estos,
considerados cercanos a la novela corta.
De
esta forma, como género literario, un relato es una formación
narrativa cuya extensión es inferior a la novela corta. Por eso, el
autor de un relato debe salvar la dificultad existente al tener que
sintetizar lo más importante, así como enfatizar aquellas
situaciones que son esenciales para el desarrollo del mismo.
Si
en una novela el escritor puede ahondar en descripciones, en un
relato el autor se ve obligado a la búsqueda del impacto deseado con
el subsiguiente problema de tener que verse obligado a acortar
palabras. Un relato es un conocimiento que transmite, por lo general
en detalle, respecto a un cierto hecho, una inquietud, incertidumbre,
y a veces, porque no, a un sueño.
Relato 1
A VEINTICUATRO HORAS DEL CAOS
Hubo
un tiempo en el que el ser humano fue completamente libre, hasta el
extremo de que tan sólo él ejercitaba el derecho sobre sus propias
decisiones. Era dueño y señor de todo lo que para él había sido
creado. ¿Qué le faltó pues para cambiar, para encontrarse infeliz,
insatisfecho…? Le faltó aceptar las reglas del completo orden, las
Leyes Universales. Cuando dejó de respetarlas, su mente se llenó de
imágenes que sólo estaban en ella, y fue así como vio a un
supuesto semejante más feliz que él, más poderoso…
Hubo otro tiempo después en el que el humano empezó a vestirse de
diferente manera, varias prendas constituían ahora su nueva
indumentaria: la Soberbia, la Avaricia, la Envidia, el Egoísmo, la
Vanidad, el Orgullo… Su forma de vivir varió, se alió con todo
aquello que le proporcionaba comodidad sin esfuerzo alguno; el
desinterés ante el trabajo que demandara un mínimo de sacrificio se
hizo patente. En su ilusa carrera evolutiva, apareció el fantasma
del estancamiento envolviéndolo en sus sombras. Los deseos se
adueñaron de su Voluntad y el mal, a través de su mente, se
manifestó como su único e incondicional “amigo y protector”.
Un río de pasiones comenzó a circular por su corazón, convirtiendo
el sentimiento en un náufrago ante las embestidas de los feroces
pensamientos enemigos de la Naturaleza. El placer paradisíaco de
aquel tiempo se truncó en un desenfrenado e incontrolado estado
lujurioso, el vicio hizo cuna en él, y ante tan cómodo estar ya
nunca se quiso ir.
En
su triste paseo por el sendero negativo de la vida, el ser humano va
sembrando cada vez más y en mejor tierra la semilla desprendida de
la energía negra qué el mismo genera con su manera de ser y actuar,
con su forma de entender su propio comportamiento.
Las fuerzas que rigen las disciplinas universales, las reglas
cósmicas hacen prevalecer periódicamente la Ley de Causa y Efecto.
La Naturaleza, cansada del desamor al que el ser humano la tiene
sometida, también se despereza y blande su única arma cual es la
alteración espontánea de su propio curso.
La
cómoda ignorancia le ha llevado a no querer saber nada de sus
orígenes, como tampoco, saber qué hace aquí, y dónde va después
de la muerte física; nada de ello le interesa, circunstancia esta
que le hace desconocedor de la dinámica que mueve la rueda de su
propio destino, un destino escrito por él, y por él dirigido e
interpretado.
Hubo un tiempo en el que el ser humano comenzó a sufrir el efecto de
una causa correspondiente a otro tiempo, e inmerso en la incredulidad
abonada con la desidia llegó a nuestros días cargado con el fardo
de todos los errores cometidos a lo largo de su peregrinaje por la
Tierra. Así cada vez con más afán se aferra a la materia como
supuesta sólida base sobre la que apoyar su pobre y decadente teoría
de la vida y su realidad. Lucha por no creer, porque sabe que en ese
conocimiento vislumbra un arduo trabajo de expiación,
independientemente del tributo a pagar ante otro tipo de orden.
Cuando pasados o actuales errores requieren capacidad de solución y
rectificación, y esta no se encuentra por motivos de una falta de
práctica total, es llegado el momento de dar preferencia al abandono
o a la indolencia. No consigue ver otra salida, dado que la única
que conoció fue la que a lo largo del tiempo engendró su propio
comportamiento… Su alianza con el mal, antepuesta a una lucha
abierta y encarnizada contra él.
En la actualidad, nos hayamos con la reciente apertura de una nueva
Era, nuestra, para muchos, segunda Era, y una gran e inmensa parte de
la Humanidad continua igual. De cero a dos mil, y, algo más, han
sido años más que suficientes para que el ser humano haya tomado
profundamente conciencia del daño que hizo, que hace y lo que es más
triste: el que se sigue haciendo así mismo.
Casi llegado a ese final, ya no habrá más subidas a la cumbre desde
la cual se divisan y alcanzan todos los reinos de la Tierra. Ya sólo
le queda el estancamiento en las simas pantanosas de la aflicción,
donde las tribulaciones son el único lenguaje. Sin embargo, siempre
se podrá ver cómo una soga aparentemente imaginaria, pende sobre la
suciedad de las negras y fétidas aguas, para quien alzado por su
propio convencimiento de que si quiere puede, trepe por ella en cuyo
final encontrará aquel lejano lugar en el que sólo se viste con los
colores del Arco iris, y en cuyo recomenzar habrá de enfrentarse con
el primero y a veces más difícil de llevar… ¡el Violeta!
¡Y
el caos desapareció, encontró su orden cuando el ser humano tomó
conciencia de que: Si no vive para servir a los demás, no sirve para
vivir con los demás!
Relato 2
AL
AIRE DE SUEÑOS CADUCOS
La playa, como
siempre, está totalmente desierta. En bajamar, huele a arena, y a
algas, y a rocas brillantes; huele a playa, y a mar...
Una de las veces
que miro hacia la mar, esa mar inmensa que viene de nuevo una y otra
vez hacia mi, que está como dentro de mi, veo un pequeño mástil
perpendicular al horizonte, que, extrañamente, permanece inmóvil,
sin dejarse mecer por el ir y venir de las olas. Mi curiosidad se
inclina hacia él.
Empiezo a
caminar: primero sobre la arena vacía, llena de conchas, pequeñas
plantas, moluscos y guijarros. Después camino adentrándome un poco
en el agua, abriéndome paso, no sin esfuerzo ya que ella se abraza y
se contorsiona a mi alrededor, como sabiendo que mis trémulos pasos
me pudieran abandonar, como sabiendo que en cualquier momento puedo
ser su prisionero.
El pequeño
mástil sigue allí, delante de mi. Después de una incruenta lucha
contra las blancas olas, llego hasta él.
No salía de mi
asombro ¡era un cañón! Un oxidado y antiguo cañón, de aquellos
que armaban las antiguas naos, de aquellos que protagonizaron
antiguas luchas, aquellos de los que se les introducía pólvora y
munición por su redonda boca, y por la misma boca expulsaban:
batalla, fuego y muerte...
Corrí, saltando
de alegría, hacia la tierra firme. Volví con una larga y fuerte
cuerda para poder arrastrarlo hasta la orilla donde ahora yo me
encontraba, y así poder arrastrarlo hacia mí, jalando de él.
Me acerqué y lo
amarré fuertemente por el estribo de sujeción; con cuerda
fuertemente atado y trabajo jalé una y otra vez hasta que al final
de tanto esfuerzo cedió.
Lo arrastré con
tal impulso que me hizo estremecer, entonces me encontré
deslizándome hacia abajo, hacia el fondo.
“El aire me
falta, no puedo resistir más” -me dije-. De pronto, un tirón
fuerte de la cuerda, me hace salir a la superficie, me hace emerger
de las aguas y salir a la vida.
Cuando mis ojos
se limpian de agua y de mar, veo cerca, muy cerca, un bote de remos,
tripulado por cuatro robustos marineros que, llevando ahora el cañón
a bordo, reman silenciosamente hacia un apuesto y hermoso velero,
hacia un velero que iza sus velas y las pone en manos del viento, que
pone su alma en manos del mar.
Izaron el cañón
por la amura de babor, y lo colocaron sobre una base móvil, con unas
ruedas para poder moverlo fácilmente hacia adelante y hacia atrás,
para poder dirigir el hipotético disparo de una forma certera.
La cuerda se pone
tensa ¡me han visto! Tiran de mi, como hicieran con el cañón y me
suben a cubierta.
El Capitán,
después de dar unas órdenes en un idioma que no entendí, me hizo
abrir una escotilla. Bajé hacia otro tipo de noche por una escala
rota. Mi cuerpo chocó contra el suelo, un suelo mitad árbol, mitad
mar, contra un suelo mitad vida, mitad monte, contra un suelo negro y
húmedo que se me clavó en la vida.
Después de no sé
cuánto tiempo de rodar, de subir, de subir y bajar al compás de las
negras olas, se hizo la calma, y una enorme y silenciosa quietud
inundó el velero.
La tenue luz que
se filtra a través de un sucio ojo de buey, me indicó que había
amanecido; miré hacia afuera no sin alguna sorpresa y entonces me
doy cuenta de que estamos remontando un río. Ya hemos pasado la
desembocadura y el velero se desliza dulcemente río arriba, por
entre sus aguas dulces y mansas, por entre sus aguas quietas.
Una algarabía de
voces; voces de mando y voces de obediencia llegan hasta mis oídos
desde la cubierta. La maniobra de atraque se realiza a la perfección.
Hemos atracado al muelle de una hermosa ciudad, a la sombra de una
torre regordeta, casi circular y cuya parte superior es del color del
oro, es dorada bajo los rayos de un sol que ahora brilla con fuerza
inusitada, una torre levantada con hermosos sillares y rematados con
esos azulejos que hacen que parezca un faro realizado con el más
costoso de los metales.
La escotilla se
abre y un marino baja por un par de cabos. Es tal el ajetreo que hay
en el velero que se olvidan de mi existencia a bordo.
Sigilosamente
subo a cubierta en el momento en que están desembarcando un ataúd,
un rico, labrado y negro ataúd, al que le espera en tierra un negro
y rico cortejo fúnebre.
Tirando de mi ya
experimentada astucia, me uno discretamente al cortejo de gentes bien
ataviadas de negros y serios ropajes tal cual corresponde al momento.
La mancha negra y
seria avanza por las calles de la ciudad, por calles y plazas dejando
atrás un halo de tremendas tristezas, dejando atrás un ambiente de
inmensa y triste soledad.
Poco tiempo
después llegamos a una iglesia que se encuentra no muy lejos de la
regordeta torre. La cripta se encuentra en el atrio, en el exterior.
Después de una delicada ceremonia, el ataúd es introducido,
sepultado de uno de los lados de la cripta, prácticamente en la
parte inferior de la puerta de entrada a la iglesia.
Mi curiosidad sin
límites, me empuja al interior de la cripta. La losa se cierra.
Estoy dentro -pienso-, dentro de la más absoluta oscuridad. Hace
mucho frío allí dentro, un frío intenso que hace que me hiele por
momentos. Hay muchos cadáveres que, debido al inmenso frío
reinante, debido a la cercanía del río, debido al mármol, están
todos incorruptos. Ignoro porqué están al descubierto.
Todos juntos:
río, agua, mármol y frío, hacen que los cuerpos no se
descompongan, que se mantengan... Tanto es así que al desenterrar
uno de ellos -el que está debajo de la puerta-, los altos cargos del
cortejo, y que son los mismos que los de la ciudad, creyeron que su
incorruptibilidad podría ser debida a su santidad, cambiándolo de
lugar y volviéndolo a enterrar debajo del altar mayor, donde,
naturalmente, se convirtió en la nada pues aunque era un gran
caballero no resultó ser tan gran santo.
Con el paso del
tiempo y el espacio, los demás de aquella alta sociedad que deseaban
contraer matrimonio en aquella iglesia han de entrar en ella por un
pequeño portillo enrejado que hay a la izquierda de la puerta
principal, han de pasar y pisar por encima de las losas, y una vez
dentro han de enfrentarse nuevamente a la muerte para, de esta forma,
encontrar de nuevo sus vidas.
De pronto, sin
saber cómo, de nuevo tiré con todas mis fuerzas de la cuerda; el
cañón siguió quieto, enhiesto, en su sitio. Al fin desistí y,
alejándome, proseguí con mi temprano y tranquilo paseo. Eso sí,
ahora iba pensando que había sucedido desde que me asomé a aquel
impresionante balcón que es el mar y pisé aquella mañana los
encajes que dejan sus olas cuando besan la arena de la playa.
Relato
3
AQUELLO QUE SE NOS FUE
Por
encima de la frondosidad del valle, y cercano a un precioso lugar por
donde discurre un arroyuelo de juguetonas y transparentes aguas, se
divisa un hermoso Palacio de cortada y soberbia arquitectura en
fábrica de mármol blanco como la leche, y brillante como el espejo
del río cuando los rayos del Sol le invaden hasta los más afilados
de sus perfiles.
Una puerta inmensa de forma ojival, con dos hojas de maderas nobles
ricamente labradas y al parecer siempre abiertas, daba acceso a un
majestuoso vestíbulo lleno de tapices, terciopelos, cojines y
almohadones de las más puras sedas de Oriente, y sobre los que
descansaba un hombre de mediana edad. De gentil atractivo por su bien
cuidada barba blanca y dulce mirada, era más conocido por su Bondad,
y por ser el más rico de cuantos el mundo conociera en muchas leguas
a la redonda. El, no sólo estaba entregado a la Felicidad de su
pueblo, sino que atendía cuanto de necesidad podía manifestarse en
cualquiera de los muchos visitantes y caminantes que, de una manera o
de otra, se acercaban hasta su Reino en demanda de trabajo, consuelo,
consejo, etc.
Tantos y tantos momentos venturosos gracias a su Generosidad,
riquezas incalculables en todos los órdenes, y dispuestas con una
inmensa humildad, habían hecho que fueran conocidos todos sus actos
más allá de sus fronteras.
Esta era la causa de que en las tierras de aquél hombre se vieran
cada vez más y más gente trabajando satisfecha pues raro era el que
alguno acudiera a pedir ayuda y no se quedara a vivir allí, causa
que a aquél rico señor le agradaba sobremanera, facilitándole
cuanto fuera necesario para su felicidad y la de sus familias.
Pero la Bondad se manifiesta a veces de diversas maneras, y como de
distintas formas puede ser interpretada, ya que no siempre la virtud,
desgraciadamente, se copia en su justa medida.
Tanta
era la sencillez y sabiduría de éste hombre, y tan extraordinaria
su entrega y cariño hacia los demás, que todo aquel comportamiento
llegó a oídos de otro rico señor que, aunque vecinos, ambos
pueblos se encontraban a varias jornadas de viaje.
Este otro rico y poderoso señor, lejos de pensar incluso en ampliar
sus inmensas riquezas conquistando en duras peleas botines y tesoros,
dedicaba su vida a vegetar por palacio cuidando de que sus flores
estuvieran bien atendidas. No se podía decir de él que fuera
persona de carácter perverso para con su pueblo, aunque sí, muchas
de las familias que componían su reino no estaban de acuerdo con su
comportamiento en lo que a atenciones hacia ellos se refería. No
siempre era así, pues, principalmente, estos altibajos que sufría
su forma de actuar, era debido a que al carecer de una fuerza de
voluntad regular, se dejaba arrastrar por unos momentos de ira que
hasta a él mismo, muchas veces, le sorprendía.
Por aquellos días pasó por allí un viajero que a pie, zurrón al
hombro y un cayado como compañero, se detuvo una noche compartiendo
con una de las familias, cena al amor de la lumbre y disfrutando de
amena conversación, basada esencialmente en las artes y costumbres
de algunos de los pueblos que llevaba ya recorrido.
A la mañana siguiente el acontecimiento de la noche anterior era la
“comidilla” de toda la gente, tanto los hombres como las mujeres
cada uno en su labor, se maravillaban de los pormenores puestos en su
conocimiento sobre cierto señor que vive muy unido a su pueblo, más
allá de su frontera.
El señor de esta gente, muchas veces contrariado por su falta de
iniciativa, pero maravillado por cuanto aquél criado le contaba
acerca de aquél otro señor, le dijo: Vete allá, estate unos días
y vuelves para informarme de todo cuanto veas y oigas.
Partió aquél criado, y al quedarse el señor sólo, en sus ojos
comenzaron a brillar las lucecitas de la ilusión que estaba poniendo
en la esperanza de conseguir cómo mantener estable su voluntad, pues
esperaba que la inmensa felicidad que su gente disfrutaba era debido
a que conocían el secreto, y él muy pronto lo sabría también.
Pasado un tiempo después que hubiera vuelto el criado, el pueblo
comenzaba a ser más feliz de lo que ya lo fuera antes; así con la
información que tenía, estaba en todo momento dedicado a atender
necesidades materiales, aunque no podía ayudar de otra forma porque
carecía de elementos para ello y esto no sólo le entristecía, sino
que en ocasiones lo hacía enfadar haciéndole caer en su propia
trampa, pues terminaba diciéndose que no había variado, que se
encontraba igual, sin iniciativa porque cuanto hacía realmente no
era más que copiar, limitándose a hacer parte de lo que del otro
señor conocía. Y tanto pensó en ello que no sólo comenzó de
nuevo a encontrarse mal, sino que ya lo llamaba “extranjero”.
Cierta tarde fue a verlo a palacio un campesino manifestándole la
necesidad de comprar dos bueyes, y dándole la cantidad que
necesitaba, el campesino se marchó, pero no había salido del
palacio cuando oyó que el señor lo llamaba. De nuevo en su
presencia, le preguntó: ¿Cuánta familia tienes? Mujer y dos hijos
-respondió el campesino-.
Entonces,
y poco menos que enfurecido aun a pesar de que ante la respuesta no
había preguntado nada más, volvió a insistir: ¿Y con tan poca
familia necesitas aún más bueyes? El campesino, que también cayó
en la trampa que nos tiende nuestra propia incomprensión, le
contestó: Tomad vuestro dinero y en mi casa podréis recoger cuanto
me disteis porque me marcharé de aquí, ya que tengo entendido que
existen otras tierras y otros señores a quien servir y que estarían
toda la vida dándome con el sólo fin de que todos vivamos en
armonía.
Tan
mal le cayó esta manifestación a su ya de por sí crecida envidia,
que decidió partir a conocerlo personalmente e intentar encontrar la
forma de eliminarlo pues había vuelto a no ser feliz al no pensar
más que en lo que le fastidiaba aquél otro señor.
Al día siguiente tomó un carretón, unas bolsas de oro y unas ropas
viejas, y se puso en marcha… Tras varias jornadas de viaje llegó
al palacio no encontrando a nadie ni en la puerta ni en el vestíbulo
por lo que decidió entrar y asomarse a un hermoso patio. Entrando en
el, se acercó a un hombre que mojaba sus manos en uno de los
estanques al tiempo que quitaba unas hojas de su superficie.
Cuando
estuvo a su lado le preguntó: ¿Eres criado de este palacio? a lo
que el hombre respondió: Si así lo entiendes…, aunque saber me
gustaría, ¿quién eres y que se te ofrece? Verás… Y sin
preocuparse absolutamente de nada le contó una pequeña historia, y
continuó diciéndole que necesitaba hablar a solas con su señor.
Metió una mano entre sus ropas y extrajo una bolsa, prometiéndole
otra más si le ayudaba. Seguidamente le preguntó: ¿Cómo puedo
verlo a solas? Muy bien –dijo el hombre sin inmutarse-. Escuchad:
dentro de un rato él tomará esa barquilla y se irá al centro de
aquel gran estanque donde pasará dos horas dedicado a la meditación.
Nadie le molesta, pero si quieres puedes tomar aquella otra barquilla
y al tiempo llegar donde se encontrará dedicado a sus meditaciones.
El
hombre desapareció por una de las puertas de acceso a los aposentos
privados, mientras el viajero y tras un tiempo de acecho tomó la
barquilla, y adentrándose en el estanque se acercó sigilosamente a
la frágil embarcación ahora quieta en la quietud del atardecer; la
abordó en silencio y pasó a ella. Se acercó con el puñal en la
mano al hombre que allí se encontraba aparentemente absorto consigo
mismo.
Ante
aquél enemigo –según él-, levantó el brazo armado con la daga
para descargar el golpe, al tiempo justo en que el hombre alzaba su
rostro, y al ver en él la cara del criado con el que momentos antes
había estado planeando el encuentro, el puñal le cayó de la mano.
¿Qué
te pasa? –le preguntó el hombre con dulzura-. Venías a darme la
muerte, pero, ¿por qué? ¡Porque hasta que tú no mueras yo no
podré ser feliz en mi reino! ¡Pues hazlo pronto, dame si es tu
necesidad, la muerte que ardo en deseos de concluir mi vida con una
obra de caridad! ¿A que obra te refieres? ¡A cual va a ser…! ¿No
dices que con mi muerte tendrás la felicidad? pues a esa me refiero,
no deseo más en el mundo que ver felices a aquellos que me rodean o
tienen necesidad de ello…
¿Es
posible que tu corazón sea tan grande y tu Bondad tan inmensa que
eres capaz hasta de dar la vida por quien sabes que sólo alberga
envidias y odios hacia ti?
Inclinándose
ante él en una humilde y sincera petición de misericordia, le
preguntó: ¿Podrías perdonarme? porque si quisieras hacerlo, uniría
al tuyo mi reino y enriquecido aun más con tu sabiduría, cuántas y
cuántas obras podríamos realizar en favor de nuestros pueblos. Por
ello, si me concedes tu perdón, me atrevería a pedirte que fueras
mi amigo, pues en este momento no deseo en el mundo más que tu
amistad. A lo que aquél hombre respondió con el rostro iluminado:
¡Cómo
voy a negarte mi perdón, y sobre todo mi amistad si hace un momento
te estaba dando mi vida!
Relato 4
CRISOPEYA
En
esta transformación de la Naturaleza rige la Luna y el inexistente e
inexacto tiempo.
Necesitamos
pues, ineludiblemente, un Matraz, un Matraz de angosto cuello y
exuberante panza.
Empezó
a subir por la escalera, la de los siete grandes escalones; le
costaba trabajo, tanto que daba la sensación que bajaba más que
subía.
Comencé
a correr con todas mis fuerzas para tratar de alcanzarlo; le quise
advertir del peligro que corría si empezaba a subir sin saber a
dónde llevaba. Me paré. Pensé que yo tampoco sabía a dónde iba.
El
caballero subía después de no sé cuánto tiempo. Por fin había
podido llegar hasta el primer escalón. No lo distinguí bien, pero
casi vi que caballo, caballero y escudo habían, aunque suave y
levemente, cambiado de color.
Ahora
el caballo Negro no me pareció tan Negro; las vestiduras blancas
estaban, si cabe, aún más blancas, y la impedimenta unida a la
montura habían tornado su color Rojo intenso por un rosado, como la
Rosa que florece en Primavera.
Corrí
con todos mis fuerzas con ánimo de advertir a aquel desconocido de
lo que había al final de la escalera, y no sé por qué porque ya
dije antes que yo tampoco sabía que podía haber allí.
Una
gran puerta Negra, muy Negra y grande, muy grande que me pareció muy
antigua se cruzó en mi camino. Me detuve tan rápidamente que casi
caigo de bruces sobre un piso sin suelo. Miré hacia arriba y no vi
más que negrura. Todo había desaparecido: escalera, caballo,
caballero, y ante mí, la enorme puerta Negra.
No
sé cuánto tiempo estuve allí. De pronto la puerta empezó a girar
sobre sí misma y me dejó ver un interior tan Negro como ella. Sentí
miedo, pero obedeciendo a un extraño impulso penetré hacia ese
interior Negro sin tener conciencia de que este principio podía ser
el final”.
-
Hola. -Me saludó una figura azulada que allí se encontraba.
“No
sé si era hombre o mujer, o más bien un ser extraño que no había
visto jamás. Un ser semihumano, semianimal, semivegetal me miró con
ojos viejos, rojos, fuertes y encendidos como ascuas.
Empecé
a temblar. El sudor invadía todo mi cuerpo. Aquel ser extraño, sin
humanidad y sin animalidad, me indicó que le siguiera. Con paso
temblón y sin saber lo que hacía fui detrás de él.
Todo
eran tinieblas, como las tinieblas cuando están en tinieblas. Me
perdí, corrí como siempre, temblando y allí estaba el ser azulado.
No
andaba, estaba quieto, siempre en el mismo sitio. Corrí hasta que
mis fuerzas se agotaron y no pude alcanzarlo. Caí extenuado a un
suelo sin suelo; los ojos se me cerraron en un sueño de angustia y
cansancio, lleno de temor y pánico.
El
ser azulado seguía allí, también en mi sueño, también en mi
sopor. Me indicaba otra vez con un fuerte ademán que le siguiera. No
puedo, estoy agotado, lleno de sopor y sueño, lleno de angustia y
cansancio, lleno de temor y pánico.
Él
seguía allí, llamándome. De nuevo el sueño se convirtió, no sé
si de pronto en día o en años, en un sueño profundo del que no
pude despertar.
Estaba
en mi Matraz, en la panza. Intenté subir por el angosto cuello, para
poder escapar de allí. Lo intenté una y otra vez, pero no pude.
Dejé
de insistir. Supe que no se trataba de una evasión. Lo que estaba
intentando era escapar de mi mismo, cosa imposible en esta
Naturaleza.
Aprendí
que en vez de escapar tengo que convertirme en mi mismo.
En
la transformación de la naturaleza, de mi Naturaleza, rige la Luna y
el inexistente e inexacto tiempo.
Necesitamos
un Matraz para...
Relato
5
EL ESFUERZO DE UNA REBELDÍA
La
tempestad arreciaba cada vez con más fuerza, cada vez con más
coraje, cada vez con más furia.
Aquél
marinero, de pie sobre el Castillo de la Proa de aquella frágil
embarcación, se sacudía violentamente cada vez que aquellos embates
le desplazaban de su vano intento de mantener la Caña en la posición
correcta para poder hacer frente a aquella horrible y –para él
hasta entonces- desconocida tormenta.
Una y otra vez atenazaba la caña, y esta, en un
girar y girar desenfrenado, fuera de todo control escapaba
escurriéndose de su manos.
Empapado por el fuerte aguacero, y desbordado por
los golpes de la mar que, irrazonablemente tanto le entraban en
cubierta por la banda de Babor como por la de Estribor, hacían
inútiles sus titánicos esfuerzos por mantener aquel Velero
equilibrado.
Miró hacia arriba en un acto de súplica rebelde…
Decenas de gotas, cientos de gotas, millares de
gotas frías y desnudas, se abalanzaban sobre él, cejando el intento
de vislumbrar un trozo de Cielo Azul, un trozo de Esperanza.
Ya
eran pocas sus esperanzas, y mucha la negrura de aquel mar cada vez
más embravecido; y él lo sabía, lo había sabido siempre pero,
tenía que intentarlo, tenía, debía intentar una nueva ruta a
través de la cual poder conseguir aquella meta, su meta…
Desafiando a la tormenta, tomó un cabo y se lo
ató a la cintura. Colocó sus brazos y manos sobre la Caña y
comenzó a sujetarla con todas sus fuerzas. El viento huracanado
continuó golpeando a aquel Velero, golpeando las entrañas de aquél
osado marinero.
¡Aun
mantengo los palos enteros! –pensó.
En su dura lucha contra aquellos elementos, aun
prevalecía el orgullo de un dominio. Era mucho lo que -pensaba- se
debía así mismo... Había sido él el que quiso crear una nueva
ruta, alcanzar una nueva meta, poder recibir nuevos honores…
La
tarde iba cayendo pero él no la veía; el Sol continuaba su lento
caminar hacia su Ocaso pero, él no lo veía. La noche sería la que
tuviera por compañera; la noche y la tormenta; la tormenta y la
noche, y junto a ellas la mar embravecida. Ambas confundidas y
aliadas, hacían su juego, un juego en el que aquél marinero no
podía tomar baza alguna, estaba demasiado atareado en poner en
orden: Caña y Velamen, Velamen y Caña.
Los vientos, escoraban el Velero hasta hacer besar
la Cofa los abismos negros que las gigantescas olas dejaban al ir a
chocar contra alguno de sus costados. Una y
otra vez golpeaban su maltrecho casco.
De
pronto, el rugido del mar quedó tapado por el crujir de uno de los
maderos. Las altas velas arrastradas en su caída sobre la cubierta,
dejaron a la vista el palo mayor que a un metro de su altura había
sido quebrado por el fuerte oleaje, por un desmedido golpe de la mar.
Por
aquellas costas, aun a algún viejo lobo de mar se le oye en la
Taberna del Puerto una leyenda acerca de cierto marinero que fue
encontrado exhausto en una de aquellas ensenadas, sobre la que se
comenta: casi nadie puede llegar; de una que, al parecer, es como si
estuviera guardada por peligrosos y afilados arrecifes que nadie vio
nunca.
Lo
más sorprendente de esa leyenda, es que según cuenta aquél viejo
lobo, cuando después de las negras y tormentosas noches amaina el
temporal, él, se asoma al malecón casi destruido de aquella vieja
ensenada, y allí, a sus pies, y sólo a unos metros de profundidad
cree ver la figura plateada de un desvencijado Velero, y es en ese
momento cuando mirando fijamente hacia arriba, asegura como ese
reflejo también se deja ver por entre el primer claro de
Azul-Blanco-Celeste, que en el Cielo da entrada a un nuevo, tranquilo
y espléndido día de Sol y calma total.
Relato
6
EL
HOMBRE QUE NUNCA LLORABA
Aunque
se consideraba amigo, muy amigo, de aquél al que estaba viendo en
sus últimos momentos, pues ya el ataúd estaba siendo introducido en
la fosa, y cuyos familiares mostraban un desconsuelo, una pena, un
llanto que, cual flor que se deshoja al ser castigada por el
vendaval, y que, a veces, de mañana se encuentra bañaba por el
rocío de la noche, él en el fondo de su ser no conseguía hacer
florecer.
Así, cual mudo e inexpresivo
espectador, pensaba cómo en tantos y tantos acontecimientos en los
que a las personas junto a él se les veía esa emoción que a veces
raya en el supremo hito de hacer aflorar unas lágrimas: “¿por qué
yo no manifiesto este sentimiento que me embarga, de la misma manera
que a los demás?” Y eso le creaba un vacío interior del que, en
ocasiones, tenía que recurrir a algún tipo de medicamento con el
que combatir aquella profunda ansiedad, pues no en vano se sentía
mal, dañado interiormente ante, para los demás, aquella manifiesta
frialdad, aquella aparente falta de un sentimiento que le llevaba a
traspasar la frontera de la indiferencia.
Y no era así, y él lo sabía
perfectamente. Y sufría, y se devanaba lo sesos buscándole una
razón a aquel tan extraordinario como raro comportamiento suyo,
conociendo como conocía el comportamiento natural observado hasta la
saciedad en sus congéneres. Pero, “¿por qué a mi no me sucede
como a cualquiera?” Ello era para él un sin vivir. Una asignatura
pendiente a la que no conseguía encontrarle aprobación, ya que
durante, a veces, casi las veinticuatro horas las tenía dedicadas a
desentrañar aquella incógnita, aquel hecho misterioso del que no
sabía como salir.
-o0o-
Comenzaba a lloviznar cuando
atravesaba la puerta hermosamente enrejada que separaba aquel campo
santo del mundanal ruido, aquella verja divisoria entre los vivos y
los muertos. El frescor de un airecillo otoñal le hizo sacar el
pañuelo. Le picaban los ojos. Se quitó las gafas y se limpió la
típica lagrimilla que, a veces, nos produce un leve escozor. Pero
no, no tenía nada que ver este hecho con el que a él le inquietaba,
y ello le hacía apuntar una callada y amarga sonrisa.
Había caminado todo el
tiempo. Su coche lo había dejado aparcado cercano al cementerio y
allí lo dejó. La idea: estudiar una fórmula gracias a la cual
poder salir de aquella tortura. Encontrarle una solución. Él tenía
que conseguir llorar, lo necesitaba, lo ansiaba con todas sus
fuerzas, no quería ser diferente, y muchos menos en aquello que era
común de todos los mortales.
Cuando atravesó el vestíbulo
de su casa iba tan ensimismado que ni tan siquiera se dio cuenta de
que el portero lo saludaba dándole las buenas noches. Entró en el
ascensor. Una sonrisa de satisfacción invadía su rostro cuando
introdujo la llave en la puerta de su vivienda.
-o0o-
Corría la madrugada...
Descolgó el teléfono que se hallaba sobre la mesita del recibidor.
Marcó el número dedicado a
emergencias, y una voz sonó al otro lado de la línea. -
¡Emergencias, dígame!
- ¡He matado a mi mujer! - Se le
oyó comunicar con una voz tan serena que sorprendió notablemente a
su interlocutora.
- ¿Puede darme su dirección,
señor?
Diez minutos más tarde llegaría
el equipo de emergencias, el cual y tras el correspondiente examen,
confirmó el fallecimiento de la mujer.
Al tiempo que el cadáver era
trasladado en ambulancia al departamento Anatómico Forense, el
equipo policial bajo la dirección del inspector de guardia, procede
a un primer interrogatorio, y del que el policía tras escuchar el
que entendería como el más inaudito y extraño de los motivos que
pudiera llevar a un ser humano a quitarle la vida a otro, tan sólo
se limitó a comentarle tras haberle leído los derechos marcados
por la ley...
-
Relato 7
¡No entiendo cómo ha podido llegar a estos extremos! Me cuesta
creer el que asesinara a su propia mujer, a la que según me
asegura Vd. amaba profundamente, tan sólo con el fin de conseguir
llorar alguna vez. ¿No le pasó nunca por la imaginación meterse
en la cocina y pelar unas cebollas?
EL PODER ES ROJO
Debajo
de aquella frondosa rama por cuyo extremo tomaba vida en la hermosa
Encina, el Sol comenzaba a calentarme las piernas al haberse
desplazado; al parecer con más rapidez de lo acostumbrado, noté
cómo un cosquilleo hacía que me sintiera un poco nervioso; mucho me
había costado fabricarme aquel delicioso sillón vegetal al pie del
árbol entre el perfumado Romero y el no menos oloroso Poleo, para
que la faja ultravioleta que alteraba mi tranquilidad, hiciera que
tuviese que variar de postura.
Aquello
me incomodó, por lo que volví a buscar nueva forma y postura con el
fin de que el extremo del lecho quedara nuevamente bajo la protección
del magnifico brazo.
En
aquella actitud reflexiva, a si el Sol había corrido más que de
costumbre, o si había sido la rama que al haber envejecido más de
prisa que otras tardes, y perdida su fuerza, había languidecido unos
centímetros, me llamó la atención una paloma, que, posada justo
unos metros delante de mi parecía como si quisiera hablarme…
Me sorprendió sobremanera su plumaje, pensé que
no era propio de un animal como aquél, simplemente porque todos los
animales tienden a poseer en gran medida y por naturaleza, un
colorido propio para poder camuflarse ante sus posibles depredadores;
pero éste no, era una paloma y en cambio su plumaje era de un Rojo
intenso y bellísimo, como bello e intenso es el color natural de su
hábitat; no podía haber más contraste entre el Rojo de su pluma y
el Azul Celeste del espacio en el que se desenvuelve.
Estuvimos –creo recordar- durante algunos
minutos observándonos; era extraño su comportamiento, al menos para
mí, y en aquel momento alcé el brazo y lo agité: ¡nada…! Allí
seguía mirándome. No sé exactamente cuanto tiempo estuvimos así,
me pareció esa fracción de segundo en la cual nos vemos obligados
–a veces- a tomar una decisión definitiva –en ocasiones
negativa- en una situación no prevista, aunque sí archivada. El
caso es que cuando me di cuenta ella se había dormido sobre el mismo
lugar en el que se encontraba, y yo me dormí sobre el mismo sitial
en el que en un tiempo al parecer conscientemente descansaba y ahora
inconscientemente habría de pasar la noche.
Muy pronto, como siempre que se es ajeno a ello
llegó la mañana. Abrí los ojos y allí estaba, justo en el mismo
lugar, justo en la misma postura, no podría decir cual de los dos
despertó primero, cierto que cuando desperté ella tenía los ojos
abiertos, pero pudiera haber ocurrido que como la paloma los abre “al
golpe”, hubiéramos coincidido; y así en esta divagación caí en
la cuenta de que ayer, el disco Solar hizo mella en mi piel, y sin
embargo no había sentido la más mínima gelidez nocturna.
Nuevamente aparecía en desafío el cálido
círculo brillante por encima de las crestas serreñas, y al chocar
contra el plumaje de mi silenciosa y espectadora compañía, lo hacía
encender más y más cual si de una antorcha se tratara.
De
nuevo comenzamos a clavar nuestras pupilas en espera de que alguno de
los dos hiciera al menos algún gesto; transcurría el tiempo, la
mañana, y nada sucedía. ¿Sería posible que volviéramos a dormir
otra vez sin…?
Me estaba preguntando esto, cuando observé que el
animalito sacudió una de sus alas. En ese momento me sentí dichoso,
algo iba a suceder, lo ansiaba, pero cual fue mi sorpresa al oír un
segundo después, un seco y corto ruido ensordecedor, giré la cabeza
hacia donde aun el eco resonaba y un amargo presentimiento inundó de
amargura el más pequeño y hondo rincón de mis entrañas.
Raudamente volví la cabeza hacia la paloma y la vi con dolor caída
de su pequeña atalaya mortalmente herida; su plumaje cobraba ahora,
curiosamente, un color Verde, hermoso como no lo había visto nunca,
y observé como su pico al haber inclinado la cabecita sobre la
tierra aun húmeda, había dejado una marca en su recorrido de
agonía, la cual dio la sensación que debía ser interpretada como
una especia de flecha, indicación que estaba en dirección hacia un
bellísimo y no muy lejano Lirio aun bañado por diminuta gotas de
rocío.
Como
desgajado del conjunto de pensamientos; como si en ese momento me
hubiese quedado desconectado de mi mundo, me levanté y lentamente me
acerqué a ella tomándola entre mis manos, aun su frágil cuerpecito
estaba caliente; un instante después en mis células sensitivas se
registró la impresión de que pesaba aun menos. De dónde llegó esa
impresión, no lo sé, lo cierto es que nunca había tenido entre mis
manos a una paloma…
Hice,
como pude, un pequeño agujero al pie del Lirio y la deposité
dulcemente, lo cubrí de tierra y mis ojos se inundaron de lágrimas.
Lleno de un más que extraño cansancio comencé a
alejarme del lugar; descendía por la sinuosa falda del monte cuando
al mirar hacia arriba contemplé una Paloma de Alma tan Blanca como
la nieve, la seguí con la mirada hasta que desapareció en la
lejanía, sin embargo, cuando su vuelo se interpuso entre mis ojos y
el Sol, su plumaje cobró un encendido color Rojo…
Relato 8
EL TESORO DEL EQUILIBRIO
Tenía la espalda chepada por los años, cargada
por el tiempo que llevaba caminando por aquel sendero. A cada paso, a
cada trecho el mismo pensamiento: ¿Cuándo llegaré? Hacía mucho
tiempo que la idea de llegar hasta el final de aquel sendero, se
metió en su cabeza… ¿Cuánto ha transcurrido desde entonces?
Recordaba de cómo se comportó aquella noche; recordó, cómo ya muy
alta la madrugada sintió el deseo de saltar de la cama y salir
corriendo. Al principio se dijo: Sí, pero… ¿Hacia dónde? Más
tarde, cuando ya tenía los pies en el suelo y se encontraba vestido,
supo por aquel resplandor, hacia donde dirigir sus pasos; salió y se
encontró en el camino, en ese camino por donde de forma incansable
continuaba en este mismo momento. Quiso sentarse un poco, pero no
pudo; ¿Qué se lo impedía…, acaso no le vendría bien un rato de
descanso?
Una vez más entendió que no, algo le decía muy
dentro de él, que no podía perder ni un segundo.
Ella
estaba allí, al final, casi podía verla en toda su inmensidad…
¡la tenía tan cerca!
La angostura de la forma le hacía perderse entre
sus propios pensamientos…
“Hace
mucho tiempo que no le doy cuerda a mi corazón, pero sé que me
llama cada día antes del alba y me obliga a pensar, y a darle
vueltas a un millar de cosas, de momentos vividos, de tiempos por
vivir. Vivo en la ciudad, pero desde la ventana de mi cuarto no veo
el campo acunando al bosque y a la pradera, con su hermoso amanecer
preñado de aromas y escandalosos cantos… y un camino; así la vida
tantas veces, sin dejar claro con frecuencia si es Otoño o
Primavera, si es Ocaso o Alborada. El tiempo, las personas, las
cosas, las situaciones, son como una flor más en la gran maceta del
gran patio; a veces tengo la impresión debido a mi pequeñez, que
esa tierra la voy cruzando por algún sitio, hacia el misterio…”
El rápido y asustadizo vuelo de una Mirla entre
retamas le hizo volver en sí. El camino a veces se estrechaba, a
veces se ensanchaba, aunque poco pues a ambos lados habitaban gran
cantidad de plantas silvestres, unas dulces y otras amargas pero,
todas bellísimas. El aroma era de lo más variado y ninguna requería
de su necesidad, aunque sí, todas de su atención, esto colmaba y
relajaba en cierta medida su impaciente caminar, más difícil cuando
llegaba a algunos trozos en los que el firme del sendero era un mar
de guijarros y piedras, a veces desprendidas de las orillas y que en
su rodar quedaban presas en el centro de la vereda. Inmerso en sus
propias e infantiles protestas, se perdió entre sus pensamientos
cuando miraba la tierra…
“Con estas manos trabajé la tierra, y ahora,
que orgulloso me siento de ello. Recuerdo como sentía en la yema de
mi Alma, su frescura y el olor de la hierba recién cortada, y como
la acariciaba cuando la dejaba limpia de la maleza siempre acechante.
Yo la cuidé, ella me dio plantas, luego hermosos frutos y más tarde
semillas; ahora te la ofrezco, ahora que es mi nostalgia; esa tierra
que ayer fue mi tarea y que mañana será mi destino. A través de
ella me llegó el Pan; a través de ella me llegó el Vino; con ambas
vestía de Domingo la mesa de mi casa, junto a los míos; ella fue el
Agua y la Sal de mi partida y ojalá sea el aceite de la arcusa en mi
llegada…”
Nuevamente,
algo debió de llamar su atención, y aunque lastimado por lo
incómodo del terreno cuando en ocasiones pequeñas piedrecitas se
clavaban en las ya desgastadas suelas, y cansado por días y días
del continuado esfuerzo, no sentía el peso de sus botas.
Ya la tarde estaba comenzando a hacerse un sitial
entre los helechos pespunteados del Horizonte, y cuando, y como por
arte de magia se convierta en noche, habrá comenzado un nuevo
proceso en el infinito reciclar de la Vida y de la Muerte.
El cansancio se apoderó de él, y aunque se
resistió, no consiguió ganar la pelea cayendo en un profundo,
apacible y reparador sueño.
“Estoy muy cansado, muy cansado… ¡Aquí me
tienes! Esta noche no quiero huir, no tengo tanto que hacer, ni
tantos planes, ni tanta soberbia, nada de importancia que te pueda
ofrecer, aunque sí, la oportunidad de seguir mañana… Sin embargo
ahora, después de este atardecer estoy tranquilo, sé que me queda
mucho tiempo por delante para remover recuerdos, para recordar lo que
fui en otro tiempo, para buscar en qué rincón de mi alforja dejé
olvidado tu mensaje.
“Cuando
todo pase, todo estará más claro. De nuevo vendrá el Alba y
entonces todo estará listo. Pero, ahora estoy observando como vuela
mi cometa, y veo como su cola está hecha con esa infinitud de
tonterías mías que, amarradas con el largo hilo de mis errores
terrenos me llenan de compasión”.
La quietud de su cuerpo templado y recostado sobre
la hierba a un lado del camino, sólo se vio acariciada por los
primeros rayos del viejo Sol que una mañana más hacía su aparición
dispuesto a cumplir con la misión que le fuera encomendada el día
en que fueron rotas las tinieblas. El conocía muy bien aquel
significado, sabía categóricamente qué, la misión de la noche es
recordar continuamente, cada día que de no practicar un buen
comportamiento, de no practicar la ética en todo su esplendor, la
Misericordia infinita del Padre puede un día convertirse en finita,
y sumergir a gran parte de la Humanidad en la más oscura de las
tinieblas, en la más larga y lúgubre de las noches.
Como enfadado consigo mismo se puso de pie, se
adentró unos metros y se refrescó en el chorro un pequeño
Manantial; de nuevo se abrió paso entre las aceitosas jaras, y se
encaminó una vez más hacia el sendero. Una vez en él, algo le
llamó poderosamente la atención: era como si aquel trozo del camino
en el que se encontraba, y dispuesto a continuar, ya lo conociera,
era como si ya hubiese pasado por él, y se preguntó: “¿Es
posible que en algún momento haya retrocedido sin darme cuenta?”
Anduvo unos pasos en ambas direcciones y comprobó que en ninguna de
las dos había estado antes. Se detuvo un buen rato y estuvo
analizando la extraña y sorprendente situación.
Un mar de pensamientos le desvió del centro de su
atención y se encontró inmerso en cómo estuvo llenando
su Vida de años, en lugar de haber estado llenando sus años de
Vida,
o quizás sí lo hizo…
“Después
de años y años de peleas constantes contra todo y contra todos, de
angustias; a pesar de tantas y tantas pruebas… Y ver la luz, y ese
amanecer en el jardín de sólo tú sabes qué lugar. Haz que pueda
ver, pues lo que veo no me sirve; haz que vea, en las situaciones
dudosas y difíciles, y sobre todo en aquellos momentos en que todo
se me aparece Negro, y lo extraordinario ya no existe. Deseo ver en
la sombra, en la duda, en el silencio, en este mundo que casi sin ser
nuevo para mí, no entiendo o acaso no quiero entender porque estoy
demasiado aferrado a mi torpe egoísmo; deseo ver en las preguntas
que me hice y en las que aun tengo en el Aire, pendiente de provocar
una firme contestación, y de las que me quedaron sin respuesta por
temor a que me pidieran demasiado, como aquellas flores que están
por ultimar su floración y no me atrevo a cortarlas porque es
estúpido pretender, que sea una flor quien adorne a la flor”.
La
refrescante brisa de la mañana lo hizo regresar de su ostracismo, y
recordó que tenía algo pendiente que resolver…
Al final del análisis comprendió que no había
entrado en el camino por el mismo lugar que lo abandonó sino que lo
había hecho por unos metros más adelante. Esto le tranquilizó pues
se dio cuenta de que al menos seguía la dirección correcta, no
obstante no las tenía todas consigo por lo que determinó seguir, ya
que intuía que en aquel cercano horizonte, y en la hora del mediodía
se haría presente Ella.
El Sol comenzaba a marcar casi una línea vertical
entre él y aquel lugar del sendero por el que caminar en ese
momento; de vez en cuando se quitaba la gorra y se secaba el sudor
que le producía el esfuerzo al llegar a algunos repechos más
pronunciados; él sabía que siempre era cuesta arriba, el mínimo
desnivel engañaba, sin embargo, la fatiga le recordaba continuamente
la ascensión.
Desde
la última vez, había transcurrido un buen rato, tanto que el Sol,
ahora a su espalda le hacía proyectar sobre el suelo, delante de él
su propia sombra; seguía caminando al tiempo que, meditando y fijo
en la silueta, pensaba que una vez más, la tarde estaba a punto de
entrar nuevamente en su vida, era como si por su fino olfato entraran
los aromas de las nieves, color de vestido inmaculado para el crudo
Invierno a cuyo banquete acuden encinas y castañales…
Todo
pasa, transcurre, se olvida, pierde y se desvanece cual hoja seca por
su inevitable condición de caduca. Con el resto el final, y con él
el Invierno, y así se olvida que hubo flor de Primavera.
“Deseo
hacer fácil mi tarea, preparar el nuevo camino sin las tontas
alforjas cargadas de vanidades; lograr una despedida más tolerable,
más coherente para que en esa Primavera que siempre te llevé
promesas y que en Otoño te traje desengaños, pueda sembrar un
recuerdo, y que en la próxima cosecha sean abundantes sus frutos”.
Una bandada de chorlos en busca del habitual
refugio donde pasar la noche llamó su atención, y se dio cuenta de
que el Ocaso comenzaba a vestir la tarde de un Crepúsculo Cárdeno y
Anaranjado; observó cómo ante sus ojos la sombra se desvanecía, y
fue, justo en ese momento cuando sin poder seguir caminando se
encontró como envuelto por Ella. Aquel resplandor era como un manto
que lo protegía. Fue mucho tiempo el que estuvo allí, estático,
sin moverse ante su propio asombro, tanto que cuando volvió en sí,
estaba amaneciendo, no recordaba haber movido absolutamente nada de
su cuerpo, ni uno sólo de sus músculos se había alterado; sus ojos
seguían perdidos en la visión de aquel hermoso y para él, puro
resplandor. Cuando miró de nuevo sobre el plano del sendero, se dio
cuenta de cómo delante de él ya no quedaba sendero, ya no quedaba
camino, sólo había el vacío…
Relato 9
MALDITO OLVIDO
En un pasillo cualquiera, de un hospital cualquiera, de una ciudad cualquiera.
- ¿Que hace
un abogado como tú, sentado al lado de una camilla con un enfermo? -le preguntaron.
- Ha dejado
de ser un enfermo... ¡Está muerto!
- ¿Y eso...?
Verás,
pasaba por aquí en dirección a la cafetería, cuando observé que
esté hombre con poca voz y el brazo levantado llamaba mi atención.
Me dirigí hacia él y con voz muy leve me solicitó un móvil o
mejor una grabadora. Sabes que siempre, por mi actividad dentro del
hospital,llevo una conmigo. Se la acerqué, y tomándola con las
pocas fuerzas que le quedaban, imagino, me dijo que quería dejar
dicho algo. Ya he dado aviso para que venga el médico Forense pero,
hace dos horas que lo estoy esperando...
Me llamo
Saltman Distriek, comenzó diciendo, y soy
húngaro. No tengo a nadie. Soy un inmigrante llegado hace dos años.
Vivo solo, en un pequeño apartamento, y no sé como he venido a
parar aquí. Supongo que habrá sido por lo que voy a contar:
“Esta
madrugada, en mi casa, comencé a encontrarme mal. Aguardé hasta la
mañana por si fuera algo pasajero. Por la mañana, a eso de las
ocho, persistían mis temores de que algo no funcionaba bien en mi
organismo. Me levanté, y a duras penas me dirigí al médico de
guardia del ambulatorio. Hacía dos día me habían dado el resultado
de una analítica que, al parecer, estaba normal, por lo que decidí
llevármela.
Estando en
la sala de espera, pasó mi médico, el cual al verme, me preguntó
que hacía allí. Al explicárselo, me dijo que fuera a su consulta
que, aunque no tuviera cita, me atendería en cuanto entrara. Esperé
y esperé, mientras entraban algunos pacientes citados. Pasada una
hora salió y me hizo entrar arguyendo que se le había olvidado.
Al
preguntarme que era lo que me ocurría con exactitud, le conté como
había pasado la noche, y que me encontraba con fiebre, así como los
brazos cada vez más hinchados y con una serie
de manchas negras, las cuales inspeccionó con todo detalle. Le
mostré los papeles del análisis, y sin mirarlos siquiera, me dijo
que eso no era nada grave, limitándose a darme un volante para
enfermería y que me pusieran una inyección.
Agradecido,
y no sin dificultad, ya que me ahogaba bastante, me dirigí a la
planta baja, a enfermería y allí me dijo el ATS,que se trataba de
ponerme una inyección a recomendación del doctor, el cual pedía
que me la pusieran urgentemente dada que la inflamación continuaba.
Tras esperar un buen rato, no recuerdo cuánto, salió el enfermero y
me hizo pasar pidiéndome disculpa ya que se le había olvidado.
Después de
la puesta de la inyección, la cual se suponía habría de tener una
reacción inmediata y favorable, y tras no entender porque esto no
era así, me remitió al médico nuevamente, tras haberlo llamado
previamente dándole la información pertinente acerca de la
reacción negativa.
De nuevo
subí a la consulta e intenté entrar, pero estaba ocupado con otro
paciente en revisión por lo que me dijo que esperara un momento, que
saldría enseguida para hacerme pasar, ya que
entre otras cuestiones nos unía alguna amistad.
Transcurrida
más de una hora, las personas que estaban esperando le dieron aviso
al médico de que afuera había un hombre con muy mal aspecto. Cuando
salió el médico yo ya no estaba. Había pasado por allí una
enfermera la cual llamó a otra, y entre las dos me bajaron a la sala
de recepción con idea de pedir una ambulancia que me llevara al
hospital.
Pasadas las
tres de la tarde, y cuando la auxiliar de recepción cambiaba el
turno, la entrante, al verme allí solo y en una silla de ruedas, me
preguntó que hacía allí. Le expliqué el caso y me dijo que la
auxiliar saliente tenía allí mi nota pero, que se le había
olvidado llamar al servicio de ambulancias. Me pidió perdón en
nombre de la compañera y, llamada la ambulancia, esta se presentó
pasadas las cuatro de la tarde ya que había olvidado el nombre del
ambulatorio que le habían dado por radio, y que preguntado de nuevo,
por el mismo medio, ya tenía la dirección correcta.
Una vez en
la ambulancia el médico de urgencia pidió una mascarilla con el fin
de aplicarme oxigeno al observar que la hinchazón
le alarmaba, que en su grado de avance podría presionarme los
pulmones, y de ahí mi dificultad para poder respirar. La ayudante
le comentó al chófer que aligerara ya que se había olvidado de
reponer el bote de oxígeno así como de repasar algunos instrumentos
propios del servicio de UCI.
Con la
llegada al hospital se limitaron a preguntarme si tendría la tarjeta
sanitaria, y si me acompañaba algún familiar, o algún teléfono a
quien llamar. Al darles una negativa total, me pasaron a este pasillo
en el cual me recogerían para llevarme a alguna consulta. Yo apenas
podía ya respirar.
En
diferentes momentos hice señales con la mano, a lo que y en forma de
susurro oía: ¡Tranquilo, ahora viene el médico!
Pasaba el
tiempo. Estaba claro que se habían olvidado de mi; hasta que un buen
hombre, acercándose a mí, y atendiendo mi petición me ha dejado
este aparato donde estoy dejando este desgraciado suceso aunque,
lamentablemente, no puedo seguir porque quisiera también descargar
mi conciencia pero, ya creo que no me dará tiempo. Me gustaría
decir que fui...”
Eran las
nueve de la noche, pasadas.
Bien, no lo
entiendo pero... Aun me estoy preguntando que haces tú sentado aquí,
al lado de una camilla en la que yace un hombre al que no conoces y
al que, además, no te une parentesco alguno, creo yo...
Ya te lo he
dicho. Este hombre ha muerto y no puedo irme, ya que no hay forma de
quitarle la grabadora, pues la tiene agarrada con tal fuerza que es
imposible. Debe de ser algo así relacionado con el “rigor mortis”
del que hablan los especialistas.
Sí. Si
todo eso lo entiendo perfectamente pero, ¿Tú que interés tienes?
Sí, ya sé que te dedicas a ofrecer tus servicios a algunos
accidentados al objeto de cuando ellos pueden cobrar una
indemnización llevarte una comisión, pero por lo que has oído, él
no tiene a nadie.
Bueno tengo
grabado su nombre, el cual no recuerdo ahora mismo, y entonces
investigaré...
Bueno,
amigo, allá tú y tú trabajo. ¡Mira, por ahí viene el médico
forense...!
¡Disculpen
caballeros pero, se me había olvidado el aviso! ¿Que es lo que
ocurre?
Informado
debidamente, el medico dio las órdenes oportunas para que se
llevaran el cuerpo a la sala de autopsias, ya que manifestó la
necesidad de hacérsela con idea de saber que habría podido suceder.
Tras recuperar la grabadora, no sin cierta dificultad, me hizo
acompañarle a su despacho con el fin de poder realizar el
correspondiente informe en razón de cuanto le iba contando por el
camino, pero cual no sería mi sorpresa cuando abrimos la grabadora
para dejar constancia de cuanto yo relataba; El médico y, yo,
principalmente, nos dimos cuenta de que se me había olvidado poner
una cinta nueva en la Casette.
LA
ENSOÑACIÓN DE TRISTEZA
Vivo
entre la lluvia y las nieves, entre las nubes y el viento...
Todos
sus habitantes se encuentran muy tristes. Trabajan y se afanan en
hacer lo mejor posible sus labores cotidianas, sin embargo, en sus
caras anida una tristeza infinita.
Allí
siempre llueve o nieva. Siempre el pueblo está escondido tras una
niebla grande y espesa. A veces es el viento el que no lo abandona.
Nunca luce el Astro Rey, ése Sol que le da vida a otros pueblos; al
mío no, y es por eso que a mi pueblo los de los demás pueblos y
aldeas lo llaman Tristeza.
En
la Plaza Mayor, una coqueta placita entre oblonga y cuadrada no hay
árboles, ni arbustos en los que pudiéramos admirar y deleitarnos
con sus flores. Son plantas que carecen de ellas, sencillamente,
porque aunque llueve, después no están alimentadas por la
fotosíntesis que podría suministrarles nuestro hermano el Sol.
En
esta recoleta placita, paradógicamente, malvive enfrente de la
iglesia un hermoso reloj de Sol, en una antigua y noble fachada el
cual está grabado sobre uno de los sillares de una antigua torre,
por uno de los muchos canteros del pueblo. La pequeña torrecilla
pertenecía a una casa que mucho tiempo atrás fue ocupada por una
noble familia. Cómo es de comprender, él no nos puede dar la hora.
No tiene su materia prima, el Sol. Por eso se encuentra también muy
triste... ¡ah! Y porque de reojo mira hacia la torre de la Iglesia,
y en ella si puede ver uno al que de vez en cuando le dan cuerda y
funciona. Cuando el de la Iglesia da campanadas, él no se divierte,
se entristece.
Un
día llegó a Tristeza una niña pequeña, tenía unas
trenzas muy largas, tan largas como su falda, una falda Azul como el
color de ese cielo que dicen que existe por encima del techo del
pueblo que es todo de nubes. A ella, a la niña, la vimos correr y
saltar por las calles, y cuando llegó a la Plaza las gentes la
miraban y cuchicheaban entre ellas extrañadas. Era normal que
tuvieran esa reacción ya que lo primero que se preguntaban era que a
que venía aquella manifestación de gozo; que cual sería la
agitación que se había adueñado de la pequeña niña.
La
pequeña niña, de las largas trenzas y faldita Azul, no paraba de
correr y cantar. Así en su tan enloquecedora como alegre carrera
atravesó el pueblo de parte a parte. Salió al campo y llegó hasta
la Laguna, una hermosísima extensión de agua de lluvia embalsada
que los hombres del pueblo habían construido para, si alguna vez les
faltase el agua para sus ganados ellos la tuvieran recogida de forma
artificial.
Mis
padres y mis abuelos al igual que el resto de las gentes del pueblo,
tienen en las azoteas una especie de recipiente que coge todo el
largo y el ancho de los tejados. En uno de los extremo hay una
abertura y cuando llueve, que es mucho, por esa abertura se cuela el
agua que va a parar a unos grandes depósitos de donde se abastecen
todas las casas. Y es una agua muy rica porque no tiene
contaminantes.
Pues
cuando llegó al borde de la Laguna se quedó mirando la superficie
del agua... En ese momento... ¡oh! -dije yo-. Las nubes se estaban
separando, abriéndose, y el Sol había comenzado a salir de entre
ellas, se reflejó en el agua delante de la niña, como si fuera una
gran moneda dorada y brillante. Todos los vecinos que se habían
arremolinado al borde de la Laguna, y a la que habían llegado
siguiendo a la niña llevados por la curiosidad, pudieron ver, y yo
también pues me encontraba en primera fila, cómo la niña se metía
en el agua y cogía el Sol.
Al
salir del agua comenzó de nuevo a correr hacia el pueblo con el Sol
entre sus manos. Corría y corría, saltaba alegremente de nuevo. Así
llegó hasta la recoleta placita del pueblo y una vez en ella se
dirigió hacia la Iglesia entró en ella, subió hasta arriba de la
torre y en el pináculo más alto colgó el Sol, redondo y dorado
como si fuera una moneda redonda y brillante.
Todos
los vecinos que se encontraban abajo en la Plaza vieron con asombro
que no sólo la placita, sino todo el pueblo estaba ahora
completamente iluminado. Yo me quedé con la boca abierta ante el
maravilloso resplandor que veían mis ojos. Todos reían, bueno
algunos lloraban y otros cantaban y bailaban agitando sus pañuelos y
gorras hacia donde se encontraba la niña de las largas trenzas y la
faldita Azul. Ahora si sabían que el color era el del color del
cielo. No obstante, en el interior de mucha gente había una
pregunta: ¿Por qué estaba sucediendo aquello? ¿Por que el pueblo
estaba tan iluminado si ellos no conocían más que la oscuridad? ¿Y
por qué algunos hablaban de la hora que era mirando el reloj de la
torre, aquel que era de la casa de la noble familia?
Pero,
aun se extrañaron más, mucho más cuando de pronto comenzaron a
darse cuenta de como los tallos de aquellas regordetas plantas tan
endebles empezaban a estirarse, a salirle unos brotes cómo si
prisioneros durante tanto tiempo estuvieran esperando sólo este
momento.
Rosaledas
enteras sin apenas vida se agitaron entre ellas como empujándose por
hacer estallar sus aromas y coloridos en un sin fin de rosas de todos
los colores. Las varitas de la Malva loca se comportaban como si de
una carrera hacia arriba se tratara; intentando cada una alcanzar una
altura insuperable. Todas aquellas plantas parecieron contagiar a sus
congéneres los árboles, los cuales aun a pesar de sus durezas
comenzaron a sacar de sus troncos las más hermosas ramas ya
revestidas con multitud de verdes hojas.
Aún
a pesar de todo aquel entusiasmo, de aquel júbilo y jolgorio, la
niña observó como los habitantes seguían extrañados además de un
tanto asustados ya que no llegában a comprender del todo lo que
estaba sucediendo. Por eso la niña haciéndose eco de aquella
incertidumbre, cuando bajó de la torre, se sentó sobre uno de los
pilares que daban sujeción a la baranda de la placita y explicó
todo aquel hermoso fenómeno.
Ahora
sí lo entendimos todo, y todos comenzamos a vitorearla cantándole
bonitas canciones del pueblo, al tiempo que le dábamos al Sol
nuestra más feliz bienvenida.
Aún
nos estamos preguntando quién volteaba las campana si arriba de la
torre no había nadie, y cómo alguien decía que había visto
sonreír el redondo rostro del reloj de Sol y en el que ahora se
podía saber que hora marcaba su solitaria aguja. Desde aquel día ya
el Sol no faltó, sin embargo, la niña dejó muy clara una
recomendación: <<Habréis de tener en cuenta de que cuando
para Vds. sea la hora de irse a dormir, o sea, cuando tengáis sueño,
acordaos de que el Sol también tendrá necesidad de hacerlo, así
que alguien suba a la torre y lo cubra, y por la mañana cuando os
despertéis descubridlo y lo tendréis de nuevo con todos vosotros
para que el pueblo vuelva a vivir.>>
La
primera vez que esto sucedió la niña de las largas trenzas y
faldita Azul, como el color del Cielo, pasó la “noche” en mi
casa, pero, por la mañana cuando fui a su cuarto ya no estaba. Me
asomé a la ventana y la observé caminando calle abajo, buscando la
salida del pueblo. Iba muy despacio, como disfrutando del paseo, y
así fue como la vi adentrarse por aquel sendero ya fuera del pueblo,
seguramente ese sendero por donde se va al lugar donde nacen los
ensueños.
Hoy
ya soy mayor, bastante mayor, y os puedo asegurar que en este, mi
pueblo y desde aquel día, cuando llueve, entre el reloj de Sol y el
que está arriba en la torre de la Iglesia se forma un Arco iris, y
sobre él veo como la niña de las largas trenzas y faldita Azul se
pasea cantando y riendo.
Hoy
es un día grande para mi pueblo, los mayores que forman el Consejo
han decidido cambiarle el nombre. Ahora mi pueblo se llama:
Niñadelsol.
Relato
11
AQUELLA
MALDITA MONEDA
I
El
camino era muy hermoso en aquel tramo. Discurría cuesta abajo, en
suave pendiente, por un bosque repleto de verdes helechos y carrizos
que crecían al pie de los troncos de los árboles. Los rayos del sol
penetraban entre las hojas de las frondosas ramas creando bellos
contrastes y matices de luz y sombra, haciendo también resplandecer
algunas telas de arañas como brillantes tejidos de plata en los
roquedales oscuros. Un permanente zumbido de monótonos insectos se
oía en todas partes, así como el canto feliz de las aves. La
espesura enviaba aromas de frescas plantas de aquellas que nacen y
germinan libres junto a los arroyos. A lo lejos, se divisaba el
valle, por donde la senda se abría paso en medio de amarillos campos
de heno, hasta llegar a una pequeña aldea de sencillas casas de
piedra y adobe.
Cuatro
caminantes avanzaban a buen paso, en dirección al norte. Eran cuatro
peregrinos camino del santo templo del Apóstol Santiago, allá en
Compostela. Se conocían bien entre ellos, después de muchas
jornadas de calzada. El primero era un fraile de aproximadamente
veinticinco años que vestía pobre hábito y caminaba descalzo. El
segundo, un comerciante metido en carnes, que iba en acción de
gracias por la milagrosa cura de un hijo tras haber contraído una
grave enfermedad. El tercero, un joven caballero perteneciente a la
Orden de Santiago, que hacía penitencia antes de formular sus votos
y que, arrepentido, purgaba sus muchos pecados peregrinando desde las
lejanas tierras del sur. El cuarto era un sencillo cura de pueblo,
que tras haber asistido a muchos peregrinos en su pequeño
hospitalito, jamás había realizado su propio peregrinaje.
Se
habían ido juntando los cuatro a medida que se encontraron por el
camino; ya fuera a las puertas de una ciudad, en el solaz de una
fuente, en un hospital de peregrinos o en el avanzar por la, en
ocasiones, soledad de los campos. Ahora después de largas horas de
fatigas compartidas, eran ya como hermanos. Cada uno había contado a
los demás lo que le pareciera bien dar a conocer de su vida. Los
peregrinos suelen desahogarse contando sus cuitas y pesares a los
compañeros que Dios les pone en el camino; es alivio, catarsis,
confesión y manifestación de esperanza. A fin de cuentas, en la
vastedad del mundo, ¿volverán a encontrarse en alguna otra ocasión?
Cada peregrino es un Espíritu errante, anónimo y desnudo .
Únicamente
el fraile se mantuvo más reservado. Sólo había dicho que
pertenecía a un convento norteño, y que intentaba expiar pecados de
una no recomendable existencia pasada; pero no reveló de dónde era,
ni confesó cuáles eran tales culpas. Era hombre apreciablemente
culto, más igualmente reservado. Sus ojos de penetrante mirada no
podían disimular la mucha sabiduría y experiencia que atesoraba
aquella mente misteriosa.
Alcanzaron
los cuatro peregrinos el valle caminando en silencio. Aunque andaban
fatigados, pareció deleitarlos la visión de la mies entre los
campos de labor, el pequeño riachuelo de orillas verdeantes y el
caserío con su sencillo campanario. El fraile puso palabras a lo que
a buen seguro todos pensaban:
-¡Oh,
Señor, bondadoso Dios, que maravilloso y apacible lugar!
Un
muchacho que aventaba el grano en una era cercana a la entrada de la
aldea, corrió a solicitar bendición. Se arrodilló y les rogó
entre sollozos que pidieran por él en el templo del Apóstol. ¡Yo
también quiero ir a la Gloria!
Los
peregrinos se conmovieron mucho. Bendijeron al muchacho y éste,
agradecido, les indicó dónde estaba la fuente. Cuando se adentraron
en la aldea, el joven caballero comentó:
-
¿Qué pecados va a tener aquí esa criatura?
-
Bendito de Dios -dijo el sacerdote-: Le espera al pobre muchacho una
dura vida de trabajo en estos apartados lugares. He ahí el misterio
del nacimiento: unos vienen al mundo en palacios y otros en la
miseria. Todos hemos de hallar la manera de salvarnos. Dios se apiade
de ése joven y de nosotros.
Llegados
a la fuente, bebieron y rellenaron sus calabazas. Los vecinos les
proporcionaron en una parte de un establo, un pajar limpio para
dormir y algunos alimentos. Descansaron, y en la tibieza del nuevo
amanecer prosiguieron su camino.
Algunas
leguas después de haber abandonado la aldea, cuando se adentraban de
nuevo en los bosques, el fraile rompió a llorar repentinamente. Se
detuvieron los cuatro. Extrañados, los otros tres peregrinos
contemplaban a su compañero, sin saber que hacer. Hasta que el cura,
compadecido, le dijo:
-
Habla, hermano, no guardes más lo que te causa tanto sufrimiento y
congoja. Dios no ha de dejar de ayudarte. Dinos que te pasa...
-
Sí. -dijeron al unísono tanto el joven caballero como el
comerciante. Saca todo aquello que te atormenta. Tu corazón te lo
agradecerá pues no hay nada mejor que una confesión en público. El
padre Basterra tiene razón.
El
fraile se enjugó las lágrimas con la manga del hábito de
peregrino, suspiró y habló al fin:
-
Para vosotros, hermanos, varones castos y sensatos, de poca de
edificación puede resultar el relato de mi vida. Soy un gran
pecador, porque así fui engendrado, y sin moverme a conversión, el
pecado mordió mi carne débil con todos sus dientes. Satanás tomó
asiento en mi alma de tal manera que ni los más prudente consejos de
hombres sabios y buenos hicieron mella para frenar las injusticias
que causé. Más, como os veo caminar deseosos de conocer los motivos
de mi peregrinaje, os contaré sin reserva alguna los hechos de la
mala existencia que he llevado hasta el día de hoy. Es hora de
expiar las culpas, y el sufrimiento que me causa la vergüenza que
sentiré al narrar mis iniquidades, ¡sírvase Dios aceptarlo como
purificación!
-¡Ea,
hermano! -exclamó el sacerdote, poniéndole suavemente la mano en el
hombro-. Consuélate pensando que todos somos pecadores.
-
Todos sí, más no tanto como yo. Mi vida es un dechado de mentiras y
engaños, pasiones, vicios, infidelidades...; un desierto hecho de
malas acciones de luctuosa memoria.
-
Aun así -replicó el cura-, mayor ha de ser la misericordia del
omnipotente y Altísimo Señor.
Detúvose
el fraile y miró al cielo con implorantes y enrojecidos ojos. Luego
rompió a llorar. Muy quietos, los otros tres peregrinos le miraban
desconcertados. Destapó el clérigo su calabaza y le ofreció un
trago de agua, compadecido al verle en tal estado.
-
Anda, bebe, hermano -le dijo con dulzura-, y olvida tu vida pasada.
No es menester recordar lo que tanto te hace padecer. Por malo que
sea, Dios lo ha de perdonar aunque ante su Justicia tengas que rendir
cuentas. Caminemos ahora con sosiego respirando este aire puro de la
mañana, en medio del silencio, sin otro rumor que el de las hojas de
los árboles y esos pájaros que saludan a los primeros rayos de sol
del día.
Se
mojó los labios el fraile y después se enjugó las lágrimas con la
boca de la manga. Tenía una mirada tristísima, perdida en el
horizonte, y una expresión amarga prendida en el rostro. Inspiró
profundamente y pareció calmarse, pero aun sollozó durante un rato.
Dejó escapar finalmente un largo suspiro, como un quejido, y dijo:
-Es
cierto, hermanos, he de continuar hasta el final, ¡ojalá con esta
peregrinación mi alma quede descansada de tanto tormento!
-
¡Claro que sí, hermano! -exclamó el joven caballero-. ¡Habla!
¡Suéltalo todo! Los cuatro somos desconocidos y procedemos de
diversos lugares, ninguno podemos perjudicarte.
-
No, no... -replicó el comerciante sin ser capaz de disimular su afán
y curiosidad-: Debe hablar. Ha de desahogarse. ¿De dónde vienes
hermano? ¿Acaso eres Prior o Abad de un monasterio, tal vez?
¿Capellán de la hueste de un Señor, de un Rey, quizás? Tu
distinguido aspecto, a pesar del hábito de penitente, delata que no
eres fraile solamente de oración, misa y olla...
-
Halla caridad, hermanos -propuso el cura, extendiendo los brazos-.
Dejemos que sea él quien decida, sin atosigarle. Si desea hablar y
ello aligera su conciencia, hable; si tiene hondo pesar por ello,
calle y guárdese dentro lo que le atormenta. Dios, que todo lo ve,
le aliviará cuando lo tenga a bien en su divina providencia.
Más
tranquilo por este sabio consejo, el fraile dijo:
-
Mi vida transcurre toda delante de Él. Más quien soy está oculto a
los hombres. Por eso voy a hablar. Y os ruego, compañeros de camino,
que hagáis oídos sordos a los nombres de las personas y lugares que
citaré en mi relato, como si no los dijere. Olvidad los detalles de
mi historia y mirad mi vida como la de uno de tantos pecadores que
yerran por este mundo engañoso.
-
Sea como pides- otorgó el fraile en nombre de los demás-: En este
camino, los cuatro somos sólo peregrinos que van en busca del
altísimo Señor, olvidados de sus ciudades, casas y parientes.
Hagamos juramento de no decir nada a la vuelta del peregrinaje.
Puesto que luego el espíritu es débil y puede ceder a la tentación
de revelar el secreto,
-
En la vastedad de este mundo- comentó el comerciante-, ¿a quienes
pueden importarle los pecados de un anónimo peregrino?
- Aun así -dijo el joven caballero-, opino como el hermano: hágase juramento ante Dios y no se hable más.
II
Los
tres caminantes sostuvieron en la mano la cruz del sacerdote y
pronunciaron un breve juramento. El fraile, que se disponía a contar
su historia, se tranquilizó tras este gesto, e inició el relato de
los hechos que le quemaban por dentro.
Recuerdo
Soria. Aquella ciudad donde el frío se aferraba a las piedras. ¡Oh,
Dios, cómo la recuerdo! Era yo tan pequeño como el más
insignificante grano de trigo. Había junto a nuestra casa una tahona
que emitía todas las mañanas aromas de pan tierno. Dormía junto a
mis padres y su calor era lo más dulce del mundo: pero el despertar
me devolvía con el sol diariamente el hambre. Era ese hambre que
nace con los primeros dientes. No tendría yo cinco años y mis
hermanos menores amanecían agarrados al pecho de nuestra madre. A mi
edad, no había más leche para mi que una aguada mixtura hecha de
bellotas y castañas machacadas , harina tostada y miel; muy poca
miel, sólo la suficiente para dejar en el paladar una triste
añoranza de la teta perdida.
Vagábamos
los niños por las calle embarradas, junto a las cabras y los cerdos.
A mediodía, me embargaba una debilidad tan grande que me hacía
perder el sentido de la existencia. Me dormía de repente echada
sobre un montón de arena y sentía lejanos a los niños, en mi tibio
sueño, a mi alrededor, enfrascados en sus juegos, voces y risas. No
sé de dónde sacaba fuerzas para corretear al despertarme. Íbamos a
solicitar algún mendrugo a la casa de los ricos. Éramos despedidos
a escobazo limpio. Si alguien se compadecía y nos arrojaba un puñado
de ciruelas pasas, no nos hacía ninguna merced, sino que nos abocaba
a una pelea cruenta. Más de una vez me abrieron la tierna piel a
dentelladas los muchachos mayores. ¡Creedme, soy hijo del hambre!
Recuerdo
que alguien anunció que venía el rey. Mi padre estaba alegre como
el más feliz de los hombres. ¡Ahora acabarán nuestras penas!
-decía. Pasaban los días, las semanas y los meses. Para un niño,
la vida transcurre lentamente. Quizá pasó un año. No sé cuánto
tiempo. Se olvidó esa promesa.
Llovió
mucho en Otoño. Nevó luego como si el cielo quisiera cubrir la
tierra. Sería Abril cuando decían que no había pasto para las
reses, y la gente se moría agarrotada y firme como pura roca. La
primavera se retrasó y sólo comíamos también gachas rancias. Mis
hermanos pequeños murieron aferrados a los pechos secos de nuestra
madre. El cielo estaba tan oscuro como las enlutadas mantillas de las
viejas.
-
¡Llega el rey! -oímos gritar una mañana de mayo, cuando las
campanas de la catedral despertaron a todo el mundo.
Mi
padre se echó la raída capa sobre los hombros y fue a ver. Cuando
regresó, gritó:
-¡Ya
viene! ¡Ya llega el rey! ¡Por fin! ¡Dios sea loado!
Mi
madre estaba muy enferma, pálida y triste. Apenas esbozó una
sonrisa y se quedó muerta. Creo que, como mucha gente, vivía
esperando ese momento, la llegada del rey. Pero no le quedaron
fuerzas para gozarlo.
Un
sacerdote roció con agua bendita toda la casa. Amortajaron el cuerpo
con una manta remendada y lo llevaron a la iglesia, en cuyo huerto la
sepultaron. El sol primaveral de la mañana bañó la húmeda tierra.
Una anciana vecina me envolvió con su toca y toda la tristeza del
mundo me cubrió ese día.
Transcurrió
la primavera casi tan fría como el invierno. Hasta bien avanzado el
mes de mayo no cobró fuerza el sol, cuando cesaron los abundantes y
helados aguaceros. Después de tan largos y oscuros tiempos, pareció
que brotaban las flores de la creación. Los prados grises se
tornaron verdes, amarillos, blancos, rojos y morados. Las reses
pacían orondas, rebosantes de salud, mas sabíamos que nadie
probaría su carne, que estaba reservada únicamente para los señores
y los canónigos de la catedral.
Tal
y como anunciaron, no bien se cumplieron dos semanas cuando al fin se
oyeron a los lejos las trompetas y los timbales una bonita mañana de
primeros de Junio. Llegaba el rey.
Soria
amaneció engalanada con ramas de olivo, juncia y ciprés, flores,
estandartes y tapices en los balcones de todo los palacios. Se
congregaban los caballeros y nobles del reino venidos de las llanuras
y los montes, así como los hombres del alto burgo de cuantas
ciudades, villas y aldeas tenían renombre. Coros de austeros monjes
y frailes salían de sus monasterios y conventos para entonar la
salmodia en las plazas.
Los
niños nos metíamos por entre las piernas de las gentes, como
perrillos curiosos, para ir a gatas a ponernos en primera fila. Nos
llovían pescozones, puntapiés y pisotones por todas partes,
mientras aspirábamos casi a ras de suelo el nauseabundo olor de las
inmundicias que cubrían la tierra: heces de animales y personas,
orines y desperdicios. Pero podías encontrar felizmente algo que
llevarte a la boca en medio de aquel jolgorio: algún pedazo de
galleta, un trozo mordisqueado de manzana, habas secas, nueces o
almendras garrapiñadas que se les caían a los ricos en el ajetreo
de ir a buscar un buen lugar para ver la llegada.
Recuerdo
todo aquello con la luminosidad propia de la mente de los niños. Me
pareció que Dios Nuestro Señor mismo bajaba a la tierra rodeado de
todo sus ángeles. Resplandecía la catedral bajo el sol de mediodía
en un firmamento limpio, azul, lleno de alborotados pájaros que
revoloteaban asustados en todas direcciones. Entre los cantos y el
bullicio alegre de la multitud, vine a creer firmemente que estaba
próximo el fin de todo mis males, puesto que el rey pondría remedio
a las hambres y las enfermedades.
Oyóse
estruendo de caballería bellamente enjaezada. Apareció una hueste
bien organizada que venía en alegre trote, alineados de cuatro en
cuatro, por la calle mayor para abrir paso. Enseguida entraron peones
de a pie, con sus trompas, flautas y sacabuches, soplando a todo
meter, como si llegaran cien bueyes mugiendo embravecidos. Toda esta
gente se fue por las calles adyacentes para dejar desocupado en
centro de la plaza Mayor. Entonces se vio venir a los caballeros
sobre sus monturas, bien pertrechados con pulidas armaduras que
parecían de plata. Cada uno de ellos llevaba el pendón con sus
armas bordadas en vivos colores. Siguieron los condes, duques,
obispos y abades de ampulosos ropajes, túnicas, capas y vistosos
hábitos. Causaron la mayor impresión las damas, por sus altos
tocados de diversas sedas, plumas y complementos coloridos; por sus
manos enguantadas y los delicados jaeces y gualdrapas de sus
monturas, así como por las muchos cascabeles que tintineaban
prendidos de los arneses.
Los
tamboriles y las dulzainas avisaban de que estaba próximo el
monarca. Entonces el gentío se agitó mucho y clamó en griterío
solicitando los favores que esperaban de esa venida; auxilios de todo
tipo, trigo, simientes, hierro para forjar herramientas y armas,
dineros y licencias para poder ocupar pequeñas parcelas de labranza.
Salió
de la catedral en procesión la imagen de la Virgen por la puerta del
Evangelio al tiempo que se alzaban al cielo los tañidos de un par de
campanas. En ese momento irrumpió el rey en la plaza cabalgando
sobre un brioso y blanco corcel. Vestía el monarca armadura de
placas y camisola de cota de malla, sobre el que lucía el sobreveste
ajustado de magnífico y bien elaborado tejido color azul con
bordados de oro y plata. Cubría su cabeza un casco al medio punto y
circundado por la corona real, el cual se sacó nada más encontrarse
ante la Virgen. Al tirón del palafrenero, el caballo se arrodilló
extendiendo sus gualdrapas por el suelo y dando comodidad al rey para
poder descabalgar, Fue seguidamente a postrarse ante la bendita
imagen. Me fijé en su cara; era apenas un muchacho de escasísima
barba y rostro sonrosado.
III
-
¡Santa María guarde a nuestro señor el rey! ¡Viva el rey! ¡Viva,
viva, vivaaa...!
Ya
no pude ver más, pues aquella turba incontenible logró rebasar a
los soldados de la guardia que la mantenía a prudente distancia y
avanzó en avalancha hasta nuestro rey. Fue entonces cuando sentí
una fuerte patada en la boca y pronto saboreé el salado y dulce
brotar de la sangre en los labios. Entonces comprendí la causa de la
colectiva locura; todo el mundo se agachaba a recoger las monedas que
los lacayos del rey tiraban al aire. Cientos de manos ávidas
recorrían el suelo para hacerse con la plata.
Estaría
de Dios que sacara yo algo bueno de aquello, porque cayó delante de
mis narices un ennegrecido maravedí de plata, quizás entremetido
involuntariamente entre otras monedas de menor valor. Mi pequeña
mano saltó como un resorte y lo asió de tal manera que una vieja
ladrona que se dio cuenta de su valor, y que estaba a mi lado no
consiguió quitármelo, por fuerte que me clavara en los dedos sus
sucias uñas y el único diente que le quedaba en su boca casi
desdentada.
-¡Suéltalo
o te mato, niño asqueroso! -me gritaba aquella arpía.
Pero
yo logré zafarme de ella y corrí de allí como alma que huyese del
diablo. Y cuando, seguro ya detrás de una esquina y lejos de la
multitud, abrí los agarrotados dedos y contemplé extasiado mi
tesoro, me sentí la criatura más dichosa de la tierra. Sin embargo,
hermanos, aquello que tanto deseó mi material naturaleza de pobre
sería mi desgracia...
-
Pero entonces eras muy pequeño -dijo el comerciante-: Además
aquella moneda no la robaste. ¿Por qué entonces lo cuentas con
tanta tribulación...?
-
Porque, hermanos, aquella moneda la tuve guardada como oro en paño
durante años, y cuando cumplí la edad suficiente para que se me
respetara como hombre la saque le di brillo y ello fue mi perdición.
En
aquellos años yo trabajaba para un acaudalado señor y propietario
de una gran inmensidad de tierras, un molino, un número inimaginable
de ovejas, así como de varios telares, y un Batán el cual estuvo a
mi cargo y en el que me dedicaba a desengrasar los tejidos o darle
cuerpo. Aquella inmensa heredad se encontraba en un importante pueblo
cercano al río Duero. Mi entrega y mi honradez en el trabajo me
hicieron acreedor de la confianza que el señor tenía depositada en
mi, y fue por ello que me decidí a hablarle de aquella moneda que
guardaba desde hacía años y que no había sacado, ni de la que le
había hablado o contado nada a nadie por temor a que pudieran
acusarme de haberla robado, o sabe Dios que otra acusación podrían
haber vertido algunos contra mi ante el triste espectáculo de mi
larga pobreza.
Sin
embargo, aquella tarde de Sábado y tras haberle rendido las cuentas
de la semana a mi señor, sentados bajo el frescor de la parra
existente al lado de la puerta de entrada a la casa, vi que era el
momento oportuno de hablarle de ello, cuando me invitó a bajar con
él al pueblo con el fin de tomar juntos unos vinos. Durante un rato
que a mi se me hizo una eternidad, me dijo: “Has hecho bien
hablándome de ello pues de otra manera, es muy posible que te
hubieras metido en problemas dada la condición de la mayoría de las
gentes, pero no te preocupes; lo primero que vamos a hacer es
cambiarte esa moneda con el fin de que comiences a disfrutar de ella,
comenzando por comprarte algunas ropas mejor que las que te
proporcioné hace tiempo y que también has cuidado”.
Me
hizo ir por la pieza, y al entregársela, sonriendo me la devolvió y
entró en la casa saliendo seguidamente con un cofrecillo. Lo abrió
y sacó una de las bolsas, metió la mano de nuevo y asió una
bolsita pequeña en la que contando comenzó a verter un montón de
monedas; yo no salía de mi asombro al contemplar la escena,
principalmente, porque pensaba cuando iba a parar de meter monedas,
nunca había visto tantas en mi vida: Me miró y me dijo Aquí
tienes; son pepiones y algunos burgaleses, cuídalos y no lleves
encima nunca más de lo que vayas a gastar. Hoy podrás hacer uso de
algunos dineros en el pueblo.
No
cabía en mi de gozo. Estaba tan extasiado que no me di cuenta de
como una de las criadas de la casa, de poco fiar, por cierto, había
estado contemplando aquella, digamos transacción, escondida tras la
cortina de la ventana que daba afuera, y la cual de seguro habría
oído la conversación con toda nitidez.
Cuando
ya, pasadas las doce regresábamos a la casa, me fui directamente
hacia el cobertizo que, gracias a su bondad, mi señor me había
cedido y en el cual me había provisto de un catre con colchón de
lana de la que normalmente era desechada para su comercio, dada su
baja calidad, una mesita ya inservible y que fuera antaño usada para
la matanza, y una silla a modo de único mobiliario, excepción hecha
de una especie de hornacina con puerta robada al grueso muro sostén
de la parte trasera de la casa.
Todo
fue entrar en el cobertizo y quedarme atónito, fue una. Con una
pobre ropa interior, aquella pelandusca de criada se encontraba
tendida sobre mi jergón invitándome descaradamente a que lo
compartiera. -Mañana es Domingo -me dijo-: Y como no hay que
trabajar podíamos pasar la noche juntos...
Aquél
cuerpo joven y hermoso, pues andaría alrededor de mi edad, se me
ofrecía; era la primera vez que me encontraba en semejante
situación, lo que se dice un auténtico novato en esas lides, por lo
que siempre he pensado que no fue ella la que me hizo caer en la
ratonera; reconozco que fui yo y solamente yo el que me metí en
aquella trampa, ora por ello, ora por desconocimiento de lo que
vendría después; el caso es que solté el hatillo de las prendas
que acaba de comprar, me desnudé dejándome los calzones y me eché
a la cama con ella. ¡Estúpido! ¿Cómo no me pasó por la
imaginación lo que ello me acarrearía más tarde? ¿Cómo no pensé:
si nunca me ha mirado bien, a que venía el que ahora se me
entregaba? La noche transcurrió descubriendo a cada momento cada una
de las partes más íntimas de la mujer, a la par que ella me hacía
gozar con las caricias más excitantes que jamás pude imaginar; ella
era la que al principio se colgaba de mi hasta que después era yo el
que febrilmente entraba en ella una y otra vez hasta quedar
extenuado.
IV
El
Domingo siguiente caí en la trampa de la taberna, y entre vasos de
hidromiel y cerveza fuerte, se presentó el que según ella era su
hermano; un muchacho mayor que yo y de anchas espaldas que tras la
presentación me dijo trabajaba en la Herrería; aficionado al juego
me invitó a una partida de cartas en unión de otros conocidos
suyos. Yo no quería pero, la insinuante mirada de la muchacha me
hizo pensar: “¿Porqué no?” Con algunas ganancias en el bolsillo
y el pensamiento de que aquellas novedades habían estado bien
transcurrió la semana, por lo que al Domingo siguiente ya fui yo el
que pidió jugar. Perdí todo lo que llevaba, sin hacer el más
mínimo caso a la recomendación de mi señor.
Ante
la apremiante necesidad de recuperar lo perdido, y la supuesta
amabilidad del hermano de la joven embaucadora ofreciéndome unos
dineros en calidad de empréstito, y la insinuación de ésta a que
aceptara, le pedí una cantidad que también perdí, por lo que
decididamente nos volvimos a la hacienda. Por el camino me preguntó
el modo de devolverle aquellos dineros a su hermano, aduciendo que
tuviera cuidado con él porque tenía muy malas pulgas. La
tranquilicé diciéndole que no había ningún problema. Pero, cual
no sería mi estupor cuando al separar la piedra del hueco que en un
rincón del suelo guardaba los pepiones, me encontré con la
indescriptible y amarga sorpresa de verme robado, de encontrarme tan
sólo con unos pocos burgaleses que no me alcanzarían para nada.
Con
motivo de la entrega de unos aperos de labranza para mi señor, se
presentó una mañana el hermano, yo por casualidad me encontraba en
las inmediaciones de los establos por lo que al verme, con una mirada
y un gesto me dio a entender que quería decirme algo, y ello era
que quería sus dineros el Domingo siguiente y que si no que me
atuviese a las consecuencias. En semejante callejón sin salida, no
se me ocurrió otra cosa que aprovechando la ausencia en la capital
de mi señor y conociendo sobradamente la existencia del cofrecillo,
no dudé en sacar de aquel una cantidad suficiente no sólo para
pagar la deuda sino para mantenerme por un tiempo y mantener aquel
ritmo de vida que en mala hora había descubierto. Por lo que aquella
misma tarde salí de la hacienda dirigiéndome al pueblo, entrando en
la Herrería y liquidando la deuda. Había lastimado cruelmente a
aquél que también me tratara durante años.
Los
dineros robados me duraron bien poco ya entrado en la dinámica del
vicio del juego y las rameras, por lo que mi vida se convirtió en un
infierno. Llegué no sólo a robar en repetidas ocasiones en casas de
ricos y pobres. El más grave de todos, en mi desesperación, lo
realicé una noche cuando tras haber entrado en la pequeña iglesia y
hallarla completamente vacía de fieles, observé que el Sagrario en
el altar mayor se encontraba abierto, por lo que no dudé en
acercarme, introducir la mano bajo el velo y sustraer un copón de
plata lleno de obleas las cuales quedaron esparcidas sobre la mesa de
celebraciones. Cuando abandonaba el ábside tropecé con un
reclinatorio en la penumbra; tras el ruido apareció el Párroco el
cual incriminándome se me echó encima, como pude lo esquivé al
tiempo que le daba tal empellón que el hombre cayó de espaldas
golpeándose en la nuca con el quicio de la puerta de la Sacristía,
y quedando allí tendido boca arriba mientras que bajo su cabeza se
formaba un charco de sangre. (No obstante, años más tarde tuve
conocimiento de que no había muerto). Sin detenerme a averiguar si
lo había matado, y recogiendo del suelo su libro de oraciones salí
huyendo en dirección a la taberna que había a la salida del pueblo;
allí ante unas frascas de aguardiente se hizo noche cerrada. Cuando
abandoné aquel antro ya fuera de mi y tambaleándome debido al
excesivo grado de ebriedad, llegué hasta el extremo de cometer la
fechoría de violar a una jovencita que no alcanzaría la edad de
trece años, con la que me topé al volver una esquina, y a la que
abandoné tirada, envuelta en su toquilla y perdido el conocimiento.
Escapando
una vez más a los montes, y cambiando de región, unas veces al
Oeste otras al Norte por cuyos caminos y veredas navarros bajé para,
casualmente, encontrarme con aquel convento a cuyas puertas pedí
asilo y el deseo de entregar el resto de mi vida a la labor religiosa
que los monjes allí existentes practicaban entre la contemplación y
el estudio. Ni que decir tiene que fui aceptado en calidad de
novicio, y que tras unos años de trabajo y oración purgando mis
horrendos pecados supliqué la necesidad de ir a pedir perdón a las
plantas del apóstol Santiago. Y aquí me tienen vuestras mercedes...
Llegado
a este punto los cuatro nos quedamos en el más absoluto silencio.
Silencio que rompió el sacerdote para manifestar únicamente y en un
susurro apenas audible: ¡Pues sí que has hecho de tu vida una
alegría!
Y
no vengo para pedir el perdón, porque después de muchos estudios
meditaciones y reflexiones sé perfectamente que no soy merecedor de
ello, independientemente de que me consta ahora que sé que Dios no
puede perdonar porque entonces no habría Justicia, por eso espero
que alguna vez y gracias a su eterna y piedad Divina pueda quedar
limpio de tantos horrores cometidos.
-
Verdaderamente cuesta creer que Dios pueda perdonar semejantes
atrocidades -dijo el joven Caballero-: No obstante mi orden siempre
me enseño que Dios es Amor y que todo lo perdona, pero, esto que
acabo de oír...
-
¡Hasta a mi, que nunca fui muy religioso, me cuesta creer que
alguien pueda salvarlo de las llamas del infierno! -dijo el
comerciante al tiempo que echaba un largo trago de agua de la
calabaza que portaba.
-
Y dime hermano: ¿aun conservas el libro de oraciones de aquél pobre
desdichado? -preguntó un tanto nervioso el sacerdote. - Venía a su
memoria el que él tenía un hermano gemelo también clérigo y
Párroco de una sencilla iglesia...
-
Desde entonces, ya hace unos años, lo llevo encima y nunca me separé
de él, ni de sus salmos y enseñanzas -Dijo con voz un tanto
circunspecta: ¡Aquí lo tenéis!
Cuando
el cura tomó el breviario y levantó la tapa, no pudo evitar un
sobresalto al observar con una gravedad inusitada la dedicatoria
escrita.. “A mi querido hijo Dionisio Basterra en el día de su
ordenación”.
Relato 12
MÁS
ALLÁ DEL DESEO
Como
cada amanecer, la silueta de aquél hombre se enmarcaba en el
sendero, bajo los arcos que los árboles formaban como si de
protegerlo se tratara.
Una mañana más, había hecho aquel recorrido, un
recorrido que le había llevado a aquel peñasco, a su peñasco, su
sencillo lugar de descanso, y en él, como cada mañana, se sentó a
esperar…
Se apreciaba en él, cómo el cabello cada vez más
blanco, hablaba por sí sólo de tantos y tantos años haciendo el
mismo camino, haciendo lo mismo…
La ya torpe agilidad para caminar, los hombros
encorvados y el cayado con que se le veía últimamente y en el cual
compensaba sus pobres fuerzas, hacían pensar en tantos y tantos
momentos haciendo lo mismo.
Como
cada amanecer, sentado sobre su piedra, vio salir el Sol de detrás
de aquellos montes y al darle el fuerte beso con que el Sol
correspondía amorosamente a la bienvenida que el hombre le brindaba
cada mañana, se dejó notar en su rostro cómo las arrugas daban
testimonio de tantos y tantos años, de tantas y tantas bienvenidas.
Miró hacia abajo y se quedó una vez más
observando el arroyo; variadas especies de animales bebían en las
puras y cristalinas aguas, mientras algunos otros dedicaban su
entretenimiento en descomponer con su juego infantil la imagen que
sobre la plata del arroyo se reflejaba como en un espejo.
Alzó
la mirada y observó una hermosa bandada de palomas blancas, y
arriba, mucho más arriba, allá en la altura, contempló embelesado
la quietud que el majestuoso águila mantenía en el espacio.
Miró
a su alrededor y vio brillar una vez más las copas de los árboles,
ahora bañadas por el Sol y cómo la brisa mañanera se le antojaban
figuras diferentes.
Tampoco –como cada mañana- le pasó
desapercibida la diferencia existente entre el pequeño Olivo y la
impresionante esbeltez y grandiosidad que poseía aquel Olmo
recostado sobre la pared que guardaba uno de los dos lados del camino
cercano al arroyo.
Detuvo la mirada en una rama de Encina, al
llamarle la atención el dulce gorjeo de pajarillos de bellísimos
colores que sobre ella parecían decidir y acordar lo que iban a
hacer en este nuevo y luminoso día que se les presentaba.
Bajó la mirada y contempló el horizonte
infinito, los montes y aquella cordillera a la que el Sol ahora, la
hacía parecer como un cordón de encajes dorados. notar en su rostro
cómo las arrugas daban testimonio de tantos y tantos años, de
tantas y tantas bienvenidas.
De
un hueco entre las piedras de la pared que tenía enfrente, salió y
se puso a tomar el Sol como cada mañana una preciosa Culebra de
hermosísimos y originales colores.
Pronto
ocuparía un sitial de honor, otro amigo, el Lagarto, que menos
madrugador se subirá a la parte más alta de la pared de piedras
para recibir las caricias amorosas de su hermano y bienhechor el Sol,
haciendo con ellas que su color aún adquiera más belleza.
Como
cada mañana y con la puntualidad de siempre, vio llegar al viejo
perro de siempre, al viejo perro “sin nombre”, el cual, y como
tantas veces hiciera, sólo se limitó a lamerle las manos y seguir
su camino por aquel camino, y sólo Dios sabe hacia que otro destino.
El,
en cambio, seguía allí, contemplando las flores, contemplando como
las mariposas de alegres y vivos coloridos, tomaban fuerzas para el
nuevo día, gracias a ese alimento que las mismas flores preparan con
el mismo Amor que, más tarde lo brindan.
Aquellas
flores rojas, amarillas, azules, blancas, verdes, anaranjadas,
violetas, aún hermoseaban más, cuando como fondo utilizaban el
fresco manto de aquella pradera entrañable, de aquella pradera que a
él se le antojaba sin igual.
Miró
hacia abajo y se quedó una vez más observando el arroyo; variadas
especies de animales bebían en las puras y cristalinas aguas,
mientras algunos otros dedicaban su entretenimiento en descomponer
con su juego infantil la imagen que sobre la plata del arroyo se
reflejaba como en un espejo.
Alzó la mirada y observó una hermosa bandada de
palomas blancas, y arriba, mucho más arriba, allá en la altura,
contempló embelesado la quietud que el majestuoso águila mantenía
en el espacio.
Miró
a su alrededor y vio brillar una vez más las copas de los árboles,
ahora bañadas por el Sol y cómo la brisa mañanera se le antojaban
figuras diferentes.
Tampoco
–como cada mañana- le pasó desapercibida la diferencia existente
entre el pequeño Olivo y la impresionante esbeltez y grandiosidad
que poseía aquel Olmo recostado sobre la pared que guardaba uno de
los dos lados del camino cercano al arroyo.
Detuvo la mirada en una rama de Encina, al
llamarle la atención el dulce gorjeo de pajarillos de bellísimos
colores que sobre ella parecían decidir y acordar lo que iban a
hacer en este nuevo y luminoso día que se les presentaba.
Bajó la mirada y contempló el horizonte
infinito, los montes y aquella cordillera a la que el Sol ahora, la
hacía parecer como un cordón de encajes dorados.
Sobre
los flecos de la pradera estuvo viendo durante largo rato, como de
entre aquella manada de equinos, se destacaba una hembra que se
dejaba amamantar con todo el Amor de
que era capaz, como Madre de un potrillo nervioso y juguetón, y del
que se apreciaba tendría en su día un hermoso pelo Blanco como la
nieve.
Tampoco faltó a su cita aquél campesino.
Apareció sólo, como siempre, y con una azada de regular tamaño,
comenzó la tarea que le llevaba cada mañana a aquel trozo de
tierra, pequeño o al menos así era como se veía desde la mediana
distancia. Allí, un día y otro día iba a cumplir con el sagrado
deber de mantener todas y cada una de aquellas plantas - base de
apoyo para alimentar a su familia - libres de todo tipo de cizañas.
Cuando con el calor del Sol, el rocío se había
marchado para volver nuevamente por la noche, el hombre se levantó y
comenzando a desandar el camino después de haber tomado unos
sorbitos de deliciosa, pura y refrescante agua en aquella limpia y
cantarina fuente, una vez más aseguran que se le oyó murmurar entre
dientes…
“Hace
ya no sé cuantos años que hago lo mismo, porque me dijeron que
desde aquí podría ver a Dios, y éste es otro día en el que me
vuelvo tal como vine, pues hoy tampoco ha aparecido”.
Relato
13
PENSAMIENTOS
EN UN DÉDALO
Con
un leve pensamiento preñado de laxitud, levanté la vista de la
última página del cuaderno que durante algún tiempo había estado
escribiendo Sara. Durante aquella e intrigada lectura, varios y
enrarecidos, así como, a mi juicio, dudosos episodios habían
llamado poderosamente mi atención, y ahora que había, al parecer,
terminado, pues me daba la impresión de que algunas partes de los
mismos habrían de volver, necesariamente, a releerse, disponía de
tiempo para volver sobre ellos de forma metódica.
- Oh,
pensé.
Y
a continuación, pareció que se me encendía una bombillita…
¡albricias!
No
me lo podía creer, sin embargo: ¿Cómo hacer una descripción
exacta de mi hallazgo? Todo comenzó como una vaga reflexión: ¿Y
si resultara ser una simple conjetura disparatada, una inverosímil
ocurrencia? En fin... aunque no fuera imposible del todo, aquello me
resultaba un tanto incoherente ¡era absurdo! Para comenzar…
Ya
me consideraba en condiciones para poner en perfecto orden aquellos
sensatos argumentos en contra cuando me detuve en seco; pues sería
mi mente, la cual adelantándose categóricamente a ella misma en un
trascendental y primordial acto de auténtica premonición, ya se
había rendido a esta versión revisada de los hechos. En un momento,
un sólo instante de vertiginoso y laberíntico deslumbramiento, la
historia que la remilgada señora Marcela me había contado se
deshizo al tiempo que se rehacía de nuevo, idéntica en cada uno de
los acontecimientos, idéntica en cada detalle, pero incompleta y
profundamente diferente. Como si se tratara de esas imágenes que
muestran a una joven novia cuando sostiene la hoja de una especial
manera, y a una vieja bruja cuando la sostiene de otra muy diferente,
cual láminas de puntos y líneas que ocultan extraños objetos,
imágenes, figuras perfectamente definidas, ojos de puentes
inundados, cuando uno ya sabe como observarlas.
Lo
cierto es que siempre había estado ahí, pero yo no la había visto
hasta entonces.
Como
si de un dilema indisoluble se tratara, me estuvo haciendo cavilar
durante casi una hora. Saltando de elemento en elemento, considerando
los diferentes puntos de vista por separado, repasé cuanto había
llegado a saber; todo cuanto me habían contado además de lo que yo
había conseguido averiguar por mi cuenta. Si, pensé. Mi nuevo
hallazgo reavivó la historia. Y ella comenzó a tomar vida y
conectar conmigo. Y mientras respiraba, empezó a tomar cuerpo. Los
bordes erosionados por las dudas se aplanaron. Las ausencias se
hicieron presentes. Los vacíos se regeneraron, y los enigmas viendo
que podrían resolverse dejaron de serlo.
Finalmente,
después de todos los comentarios, cotilleos y tramas cruzadas;
después de todas las cortinas de humo, espejos trucados y de tanto
farol marcado por una u otra parte, por fin sabía…
Sabía
que vio Sara el día que creyó haber visto un espectro.
Sabía
quién era aquél niño que, a media tarde, se le apareciera en el
huerto.
Ya
sabía quién fue, quién atacó a la señora Manuela con aquella
escoba de duras palmas.
Supo
al fin, aunque con alguna reserva, quién fue el presunto causante de
la muerte del bueno de Antonio.
Por
deducción consiguió que le quedara claro que sabía del por qué de
aquella pala al lado de aquella zanja, y de quién era el cuerpo que
buscaba el Juani bajo tierra. Por fin las piezas a ella le parecía
que empezaban a encajar. El Juani hablando solo tras las puertas
cerradas, se encontrara donde se encontrara, cuando su hermano no
estaba en la casa; Albertito, el libro que aparece y reaparece en la
urdimbre cual hilo plateado y entretejido en un tapiz. Comprendí los
profundos misterios del, hasta entonces, inaccesible marca-páginas
errante de Sara, la aparición y desaparición de su cuaderno.
Conseguí comprender la extraña decisión del bueno de Antonio aquel
día al empeñarse en enseñar al niño que había destrozado gran
parte de una obra que con tanto esmero él había cuidado durante
tantos años. También y en este caso a duras penas, comprendí a
aquél niño que saliendo de la bruma en la que estuvo tanto tiempo
oculto al fin pudo ver la luz. Comprendí entonces, aunque no sin un
cierto y raro dolor, como un niño como Paquito pudo diluirse en el
espacio y ser sustituido por la remilgada señora Marcela.
“Ahora,
le contaré una breve historia sobre unos mellizos, me había dicho
la misteriosa y a la vez reina de los remilgos, la señora Marcela,
la primera noche en aquella sala de corte tan lúgubre, cuando ya me
levantaba de aquella silla en la que había estado sentada durante
tanto tiempo haciendo que me dolieran de una forma infernal las
lumbares, y me disponía a marcharme. Unas palabras que, con su tan
desagradable como inesperada reminiscencia en mi propia historia, me
unieron inexorablemente a la suya.
- “En una ocasión y aunque para mi fue una sorpresa me encontré
con dos niños, prácticamente recién nacidos…”
Pero
lo paradójico a la vez que extraño del caso es que ahora yo sabía
algo más, bastante más… cosa que la siempre remilgada señora
Marcela ignoraba a pesar de su petulante afán de saber más que
nadie.
La
remilgada señora Marcela tal vez sin darse cuenta me había puesto
en el camino idóneo, en la dirección correcta para llegar a donde
ella no quería. Pero, como yo sabía escuchar…
- ¿Cree en los espectros, Mari? -me había preguntado-. Voy a
contarle una leyenda sobre ellos.
A
lo que yo le había contestado:
-
Mejor en otra ocasión, ¿no le importa? hoy no me apetece, estoy
demasiado cansada, algo así como abotargada -nunca supo de dónde
había sacado aquel término.
Pero
ella como se empeñara, no había manera, y eso que ya en otras
ocasiones me había contado todo tipo de leyendas acerca, siempre, de
seres espectrales, aún sabiendo que a mi, particularmente, no me
llenaban. Ella sabía, perfectamente, que me gustaban otro tipo de
relatos aunque no los entendiera como siempre solía suceder, ya que
no era una gran narradora y se le olvidaba la mayor parte de las
veces el enlace de unas escena con las que pudiera corresponderle a
continuación pero, así era ella: tan pedante como pesada y a veces,
hasta inconexa en sus exposiciones.
- “En una ocasión fueron dos bebés”, -aunque para ser más
exacta podría decir que fueron tres y además mellizos, -insistió.
- Le contaré que se trataba de una casa con dos puertas traseras,
una para la servidumbre, y otra para el personal que mensual y a
veces semanalmente traía distintos avituallamientos para la casa:
madera para las chimeneas, carbón para la cocina y grandes cargas de
carne, verduras, hortalizas, etc., etc., además de la puerta
principal. La casa tenía un espectro.
El
espectro era, como suele ocurrir con esta clase de seres, para
algunos invisibles o casi invisible, más no era invisible del todo.
El cierre de puertas que alguien había dejado abiertas y la abertura
de puertas que alguien había dejado cerradas. El movimiento fugaz de
un espejo que te hacía levantar la vista. La leve corriente de aire
detrás de una cortina cuando no había ninguna ventana abierta. Un
pequeño ente era el responsable de, en ocasiones, inesperado cambio
de utensilios de una estancia a otra o del misterioso desplazamiento
de separadores, los conocidos como marcadores de páginas entre una y
otra. En cierto momento cogió un libro, lo cambió de lugar, lo
ocultó en otro, para más tarde devolverlo a su sitio. Y si al
doblar por un pasillo te asaltaba la extraña idea de que había
estado a punto de ver la trasera del tacón de una zapatilla
desapareciendo por la esquina, el espectro, ello quería decir,
evidentemente, que, por lógica, no debía de andar lejos. Y si, en
ocasiones, de pronto notabas en la nuca esa sensación de que alguien
te está observando, y al levantar la vista encontrabas el espacio
vacío, no había la menor duda de que el pequeño espectro fuese
quien fuese se había escondido en algún lugar de aquel espacio
siempre, al parecer, vacío.
Aquellos
que tenían la vista en condiciones para ver podían apreciar su
levísima o en algunos casos descarada presencia de muchas maneras.
No obstante, sin embargo, nadie lo veía y digo: lo veía, porque ya
no me cabía la menor duda de que se trataba de un hombre y además
un hombre joven, muy joven dada la agilidad que mostraba. Estaba
segura pues, de que se trataba de un hombre, o mejor sería decir un
muchacho.
Rondaba
con el más absoluto de los sigilos. De puntillas, a veces descalzo,
nunca hacía ruido, en cambio, él reconocía las pisadas, la forma
de andar de todos los que moraban en la casa, acerca del entarimado
flotante, sabía que duelas crujían y que puertas o ventanas estaban
faltas de una cierta mano de lubricante haciendo que, sobre todo las
puertas, chirriaran de una forma que ya de por sí ellas mismas se
delataban. Conocía cada recodo de la casa, cada recoveco y cada
fisura lo suficientemente pronunciada. Dominaba todos los huecos
habidos y por haber existentes en las traseras de los armarios y
muebles consolas, chineros de cocina, librerías… La casa para él,
tenía cientos de escondites y sabía como moverse entre ellos sin
ser visto. No tenía secretos ni huecos por donde desaparecer en el
momento más comprometido.
Los
dueños nunca lo vieron. Como vivían en otro mundo fuera de la más
lógica de las razones, no podían desconcertarles lo inexplicable.
Para ellos las desapariciones, pérdidas, las roturas, así como el
extravío de objetos formaban parte de su extraño universo. Una
tenue sombra que les pareciera ver cruzar, cual bailarina de ballet
saltando por una alfombra donde no debería apreciarse la presencia
de ninguna sombra o reflejo no les hacía detenerse para, al menos,
reflexionar sobre tal manifestación, por lo que tales misterios se
les antojaban como una prolongación natural de aquellas formas de
vidas que habitaban en sus mentes, un reflejo unido de forma
permanentemente, sin saberlo, a ellos, a sus inquietudes. Como un
ratón, aquél diminuto ente buscaba restos de comida en las
despensas, se calentaba con las brasas sobrantes de los hogares
cuando todos los habitantes de la casa se retiraban a descansar por
la noche tras un, a veces, largo día de trabajo para unos y de
asueto rutinario para otros. El caso es que él desaparecía en los
rincones de tan deteriorada arquitectura en cuanto sentía, presentía
o veía aparecer a alguien.
Él
era “el secreto” de la casa.
Y
como todos los secretos, tenía sus guardianes.
Pese
a su delicado problema de visión y audición, el ama Paula, veía y
sentía perfectamente al espectro. Afortunadamente; sin su
colaboración jamás habrían habido suficientes sobras de la noche
anterior o del desayuno en las despensas, para alimentarlo; se
caería en un craso error si se creyera que aquél ente era uno de
esos espectros incorpóreos, tan sumamente etéreos que no tendrían
la más mínima necesidad de tener que alimentarse. No. Ése
espectro tenía estomago, así que había que llenarlo cuando se
encontraba necesitado, cosa que ocurría muy a menudo dada su edad.
Él,
no obstante, siempre se ganaba su sustento, ya que además de comer
también trabajaba y bien, dicho sea de paso. Y eso podía ser así
porque la otra persona que tenía la habilidad de ver entes
extrasensoriales era, precisamente, Antonio, quien agradecía muy
mucho el poder contar con otro par de “pantalones” viejos y
semejantes a los suyos, recortados a la altura de los tobillos y
sostenidos con una especie de parecidos tirantes; verdaderamente era
rentable. En el huerto, bajo su vigilancia y cuidados las patatas,
zanahorias y remolachas, crecían hermosas; las demás plantas entre
las que se distinguían las parras, producían gran variedad de
hermosísimos racimos de uvas blancas y negras y que él buscaba con
notorio afán ya que le gustaban por su sabor. No obstante, siempre
era conocido el momento en el que se dedicaba a ello pues al no
gustarle ni las semillas ni el hollejo, se sabía cuando había
estado comiendo de aquel fruto, bajo los parrales. Sin embargo,
estaba claro que no sólo tenía una buena mano para las legumbres y
las hortalizas. Así mismo las camelias florecían tan bellas como
siempre, y con el tiempo comenzó a notar una predilección especial
por otras variedades tales como las madreselvas las cuales le hacían
quedar maravillado cuando estas comenzaban a trepar por los muros
dejando ver sólo grandes superficies verdeantes y maravillosamente
floreadas; desde hacía tiempo también sintió cierta atracción por
las petunias y aquellos setos que, con mano experta, hacía que se
convirtieran en originales figuras. Siguiendo unas instrucciones
físicas ya que continuamente le iba dejando notas, los remates y las
ramas iban formando bajo sus diestras manos: ángulos, curvas y
líneas de una magnificencia tan asombrosa como matemática.
Entre
los arriates y las despensas no tenía necesidad de esconderse.
Paula y Antonio eran sus protectores además de sus defensores. Le
enseñaron las costumbres de la casa y como mantenerse a salvo en su
interior. Lo tenían bien alimentado además de velar, aún a pesar
de tratarse de quien se trataba, por su seguridad. No cabía la menor
duda de que velaban por que se encontrara seguro. Llegado el momento
en el que se hizo presente aquella extraña instalándose en la casa,
y mostrando una especial perspicacia, así como una vista de lo más
afilada, el supremo deseo de acabar con sombras producto de
inadvertidos reflejos visionarios y cerrar puertas, que siempre
estuvieron abiertas, con llave, se inquietaron por él, llegando a
pensar sí no correría algún peligro.
Quedaba
pues, meridianamente claro que por encima de todo, lo querían.
Pero
eso no era óbice para que de forma continuada se preguntaran: ¿de
dónde había salido? pues entendían que los espectros como los
llamaba Antonio, y así se lo decía a su mujer el ama, estos no
aparecían así como así. Vamos que no aparecían porque sí.
Antonio tenía muy claro que ellos sólo están en los lugares donde
saben que se encontrarán a gusto y donde podrán realizar con todo
éxito y seguridad la misión para la que habrían sido encomendados;
y él, estaba claro que allí se encontraba muy a gusto en aquella
casa, y con aquella familia. Y, aunque carente de nombre, como era
lógico en un “espectro”, y pese a no ser nadie, Antonio y Paula
sabían perfectamente de quien se trataba.
Pues
ahí radicaba lo más curioso de toda la leyenda . El espectro
guardaba un parecido asombroso con los mellizos que ya habitaban en
la casa ¿Cómo si no habría podido vivir tanto tiempo en ella sin
que nadie lo sospechara? ¡Tres niños con el pelo rubio! ¡Tres
niños con impresionantes ojos azules como las aguas de un mar calmo!
¿No habría de parecer extraño el parecido que los mellizos
guardaban con el espectro?
- Cuando yo nací -me había dicho la remilgada señora Marcela- yo
no era más que un argumento secundario. Y aunque pueda sorprender,
de ese modo comenzó la leyenda en la que tras asistir a aquella
merienda campestre, conocí al guapo Ismael y con el que un tiempo
después huí de la casa para casarme con él, escapando a los
oscuros deseos, nada fraternales, que sentía mi hermano. Él,
sintiéndose abandonado por mi, y absolutamente enfurecido, salía a
descargar su rabia, sus celos sobre otras mujeres. Ya no le importaba
si estas eran hijas de nobles, o gente del campo. Cualquiera de ellas
le podía valer para desahogar su odio. A veces con un descarado
maltrato, con su consentimiento o sin él, las atosigaba y en
ocasiones no sin violencia se echaba literalmente sobre ellas en un
desesperado gesto por dejar de pensar y poder olvidar lo que él
consideraba una brutal y cruel afrenta por mi parte.
Ella
dio a luz a sus mellizos en una clínica valenciana. Esos dos niños
no se parecían en nada a su marido. Pelo rubio, como el de su tío y
ojos azules como las aguas de un mar calmo.
Pero
la leyenda no acababa ahí ya que habría de existir otra de segundo
orden pero, al fin y al cabo, parte protagonista de la principal ya
que por aquel entonces y aunque podría haber sucedido también, en
la casita de los establos, en el dormitorio oscuro de una humilde
vivienda en medio del campo, otra mujer vendría a traer al mundo a
otro niño. Otro bebé al que pocos días después de su nacimiento
ya se le podía apreciar en su pequeña cabecita el nacimiento de
unos cabellos rubios como el sol a la vez que cuando fijaba su mirar
así mismo se le podía apreciar el color de sus ojitos de un color
azul como las aguas de una mar calmo. Ante la pobreza del hábitat
así como la propia que la mujer manifestaba, se podría decir con
total seguridad que aquél bebé no era hijo de un acaudalado ya que
estos disponen de los medios necesarios para evitar ciertos
acontecimientos, que como en este caso cabe la posibilidad absoluta
de que no sería deseado. Lo más factible es que pudiera tratarse de
una joven mujer, anónima e inexperta. Hijo de la rabia. Hijo de la
violación. Hijo de él.
Y
seguía contándome indirectamente la leyenda acerca de aquella casa
y de aquellos dos mellizos.
Sentada
en el autobús, con el cuaderno de Sara ya cerrado sobre el regazo,
la simpatía que estaba comenzando a sentir ahora por la siempre
remilgada señora Marcela se vino abajo cuando otro bebé ilegitimo
se coló en mis pensamientos. Bartolomé. Y de la simpatía pasé a
la indignación… ¿Por qué y sobre todo, quién lo habría
separado de su madre? Y, más aún ¿por qué lo habían abandonado
de aquella manera a su suerte?
Todo,
según los pensamientos que acudían a su mente, quedó reducido a
la noche de aquel incendio. Un incendio tal vez premeditado, un
homicidio, el abandono de un recién nacido…
Cuando
el autobús llegó a la Estación y me apeé, me quedé sorprendida
al encontrar toda un elenco de caras conocidas y a punto de subir a
aquel autocar a cuyas puertas, antes de embarcar, me dijo una de las
conocidas llamada María Andrea que iban de excursión. Aunque me
había pasado un buen rato contemplando el paisaje no había reparado
en que el tiempo invitaba, precisamente a eso, a realizar una
excursión. Y fue justo aquel momento en el que ya con mi maleta de
la mano y viendo como partía el autocar en el que iba mi amiga María
Andrea, que comencé a ver claro, a entender aquello que se me había
estado resistiendo durante tanto tiempo.
Entonces,
allí en aquella Estación, caminando por el andén y buscando la
salida, comprendí que no había dos niños sino tres -¿hermanos?- y
creí tener la clave de toda la leyenda perfectamente vívida en uno
de los rincones de mi mente.
Más,
extrañamente, cuando terminé de recapitular y encajar, cual si de
un rompecabezas se tratara, todos aquellos datos comprendí que
hasta que no volviera de nuevo y consiguiera averiguar que pudo
ocurrir aquella, noche, la aciaga noche del incendio nada habría de
quedar definitivamente resuelto. No obstante, sin embargo, ahora sólo
quedaba que la llamada prometida se realizara lo antes posible, pero,
la recibiría…
Ahora
ya no había otra cosa que deseara más en esta vida que volver a
aquel caserío. Deseaba. Necesitaba volver, y seguir aquella otra
punta de hilo que acababa de encontrar y que, posiblemente, le
llevara a conseguir confirmar de una vez por todas si eran ciertas
sus sospechas acerca de quién fue realmente el autor de la muerte de
Antonio…
Relato 14
TRIANA
DESDE OTRO LADO
Discúlpame
amigo lector la falta de gusto, entre comillas, claro, la petulancia
anacrónica, la insolencia típica de los viajeros frente a los que
no han salido de su barrio -y en este caso de su tiempo-, pero le
aseguro que quien no ha visto a Triana anteriormente no puede
jactarse de haberla visto. Comparada con aquella vasta composición
cuidada e impetuosa de unos y otros, la
actual es como una tarjeta postal, o un cromo, o una de esas
acuarelas de las que se venden en el Paseo de la O a los amantes o
coleccionistas. Supongo que otro tanto diría en ese caso a quien la
hubiera conocido en el siglo XIX. Yo sólo hablo de lo que tuve y
tengo la suerte de conocer. La Triana que algún viajero habrá
recorrido tal vez en aquellos años de posguerra: tiendecitas
reiteradas casi en serie; con gente humilde, sencilla: rezagados de
antiguos que no conservan vínculo alguno, fuera de ciertos rasgos de
la decoración eterna, como aquella admirable que yo visité en aquel
otoño. Se suele repetir con determinados y también populares
barrios que no cambian; que el tiempo los respeta y pasan como de
puntillas a su lado. No es verdad; cambian y mucho. Triana ha
cambiado tanto que cuando he llegado a ella, recientemente, me ha
costado ajustar esa morfología sobre la que mi espíritu guardará
intacta para siempre la imagen, de un barrio distinto, maravilloso.
Apenas
lo entreví la mañana de nuestro arribo. llegué muy enfermo, en una
calesa que alquilamos cuando nos rendimos ante la evidencia de que no
sería capaz de seguir a pie y entrar por el puente, como era mi
ilusión pero, el primer contacto fue deslumbrador. Después de aquel
Barral catalán, hecho de piedras rugosas, Triana se delineó frente
a mi, líquida, aérea, transparente, sensible, tierna, acogedora,
casi como si no fuera una realidad, sino un pensamiento tan extraño
y hermoso; como si la realidad fuera otra, aferrada a la tierra y a
sus secretas entrañas, mientras que aquel increíble paisaje era una
proyección cristalizada sobre las dos orillas que la acunan día y
noche, algo así como una ilusión suspendida y trémula que
enseguida, como el espejismo de los sueños, pudiera llegar a
derrumbarse silenciosamente y desaparecer. No es que yo considerara a
Triana menos poética -líbreme de ello Dios-, pero en Triana la
poesía era y es algo que brotaba, que brota de adentro, que se
gestaba en el corazón de la piedra de su zapata y se nutría del
trabajo secular de las esencias escondidas, en tanto que en Triana la
Poesía resultaba, exteriormente, luminosa al amor, del amor del agua
y del aire, y, en consecuencia: Poesía, una calidad que se burlaba
de los sentidos y exigía para captarla, una comunicación en la que
se fundían el vuelo estético y la vibración mágica. Esa fue mi
impresión primera ante la fascinadora visión. Luego comprendí que
sobre mi, en todo caso, la fuerza misteriosa de Triana, menos
manifestada en la superficie más recónditamente vital, obraba con
un poderío mucho más hondo que aquel popular seducir, hecho de
juegos exquisitos y de matices excitantes, pero, como tantos, como
todos, sucumbí al llegar una vez más ante el encanto de este barrio
incomparable, traicioné en el recuerdo a mi auténtica verdad -cada
uno tiene su propio barrio- y pensé que no había, que no podía
haber en el mundo nada tan hermoso como Triana, ni tan sencillo, ni a
la vez tan exaltador, ni tan obviamente creado para procurar esa
difícil felicidad que buscamos con ansia, agotando búsquedas de
lugares.
Estuvo
delante de mi, fugaz, esa mañana, y durante cuatro meses dejé de
verla, pero su imagen no me abandonó en mi condición de enfermo, y
tengo la certidumbre de que la inquietud por apoderarme de ella, de
nuevo, caminándola, reaprendiéndola, bebiéndola a traguitos
cortos, atesorándola en mis retinas, ayudó en buena parte a
acelerar la recuperación de mi salud, cuyo quebranto se fundaba en
causas no sólo físicas sino también psicológicas. Por lo demás,
he de decir que mi emoción no constituía en sí un sentimiento
excepcional. Después de Monmartre para muchos antes de él, Triana
era el barrio más atrayente. Los forasteros lo colmaban, aunque no
como hoy en que los trianeros de viejo cuño se sentían
hospitalarios con la gentes que acudían desde los extremos de la
multitudinaria y curiosa orbe cercana, por el rumor de sus fiestas y
velás, así como por el prestigio de su paisaje e idiosincracia sin
par.
Iba
perdiendo sus dominios naturales, en manos de las nuevas hornadas;
otros nuevos colonizadores se apoderaban de sus mercados; el
modernismo arruinaba su pesca, así como el comercio nato del
Guadalquivir. Pero su humildad, preñada de esplendor, jamás había
sido tan evidente. Los espíritus sagaces presentían la secular
alianza de vida y de muerte que representaba, y esa contradicción
conmovedora, se añadía a su hechizo. Era como si por doquier, en
sus calles, callejones, plazas y plazuelas, bajo el estruendo
abanderado de sus diversiones, se repitieran como en sordina las
terribles palabras rituales de las inmobiliarias que decían a los
corraleros en pleno triunfo de su quehacer diario: “Así como
vuestras señorías han venido vivas a este sitio a tomar posesión
de sus corrales cual águilas de afiladas garras especuladoras, deben
entender que, muertas, le serán arrancadas las entrañas y, en esta
misma tierra, serán expuestas durante tres días antes de bajar al
sepulcro (¡por esta!).”
Triana,
romántica, con prioridad sobre los romántico oficial ya no
meramente mercantil como en la época de su afanoso crecimiento, sino
aristocrática, y atacada por el mal de la decadencia que le hincaba
los dientes bajo la pompa fingidamente intacta de su ceremonioso
dominio naval y descubridor; así la vi yo, aquel otoño de mis no
recuerdo cuántos años. Y, tal vez, ahora, porque estaba enfermo, la
sentí profundamente. Sentí que la también, al decir de muchos, la
enferma Triana y yo nos parecíamos, en ese momento crepuscular,
anheloso y sin embargo soberbio, que ambos simbolizábamos algo
semejante, destinado a menoscabarse y perderse: la actitud de una
casta (¿de una idea?) frente a la vida; y que, con todas nuestras
debilidades arbitrarias, nuestras vanidades y nuestras corrupciones,
Triana y los hombres como yo, que habían iniciado su progreso en el
mundo, hacia la meta deseada, con similar paciencia heroica, y que se
fueron desmoronando juntos, en la, a veces, ilusa melancolía del
refinamiento, habría contribuido a darle a ese mundo, el ir
volviendo, cuando verdadera y sutilmente creía volverse...
UNAS HORAS DE ANGUSTIA
Como
cada mañana, Hombre salió a la calle aquel día. Era, en
apariencia, un día radiante de cualquier mes, pletórico de Sol; que
importaba, que una vez más la fetidez del ambiente ahogara a Hombre
de nuevo; verdaderamente sentía nauseas como cada día, pero que le
iba a hacer. Hombre no tenía más remedio que lanzarse a la calle, a
aquel vacío, aunque repleto hasta el borde de inmundicia.
Al doblar la esquina, le llamó la atención un grupo de gente que,
en voz alta y fuera del más elemental equilibrio en la palabra,
comentaban algo que Hombre no conseguía entender. Se acercó y se
quedó sorprendido al observar lo que motivaba aquella extraña
reunión…
Justo
por la ranura que divide al bordillo del acerado de aquella calle,
que, de pronto le pareció desconocida, florecía un Lirio… ¡un
Lirio! ¿¡Un Lirio aquí!? –sé preguntó-. ¡Dios, pero que
hermoso! Pero, ¿cómo puede haber nacido aquí, aquí precisamente,
tratándose además de una de las más delicadas de las flores?
Gentes
iban y venían a curiosear; nadie daba apenas importancia real a
semejante acontecimiento. Algunos de los transeúntes, con tal de no
agacharse le pasaba la punta del zapato. La Flor se estremecía, sin
embargo era maravilloso ver como volvía a su siempre erguida
postura, como si estuviese en estado de observación. Hubo alguien
que al intentar quebrar su tallo hizo que Hombre se sorprendiera aun
más, pues lo soltó inmediatamente sin haber conseguido troncharlo,
apareciendo en uno de sus dedos una gota de sangre.
Muy
pronto se suscitó el comentario: ¿Cómo es posible que se haya
pinchado con un Lirio?
Se ampliaban los comentarios y todos acordaron en que ya sólo se
trataba de una flor rara, de una flor extraña. Sin embargo, para
Hombre estaba claro, muy claro, era un Lirio y de eso no tenía la
menor duda, no obstante se agachó y estuvo observándolo durante
mucho rato, un rato muy largo.
De vez en cuando Hombre miraba a la gente y siempre veía caras
diferentes y oía comentarios más o menos dispares.
Hombre
seguía observándolo; había algo en él que lo atraía. ¿O era la
necesidad de mitigar aquel aire pestilente con aquel otro aroma que
el Lirio desprendía, o tal vez e inconscientemente indagaba entre
sus pétalos, con el fin de encontrar algo…? Pero, ¿qué? Lo
cierto fue que cuando pensó en el tiempo que llevaba allí, estaba
sentado en el bordillo de aquel acerado, y fue entonces cuando se dio
cuenta de que la tarde estaba cayendo y la semioscuridad había hecho
que se hubiera quedado sólo, pues el Lirio aun a pesar de tenerlo
prácticamente a su lado apenas podía ya verlo, apenas lo divisaba.
Con un poco de miedo, o tal vez respeto, acercó sus dedos hacía él,
temeroso de que ocurriera igual que anteriormente; rozó sus pétalos
suavemente y el Lirio no se inmutó. Decidió llevárselo, hurgó en
la ranura con las uñas y pudo extraerlo apartando la tierrecilla; lo
tomó por el tallo con precaución extrema y se fue a una tienda que
estaba a punto de cerrar. Pidió un trozo de papel para darle mayor
protección y, envuelto amorosamente, se lo llevó a su casa con el
fin de tenerlo plantado en una maceta, era como una necesidad de
tenerlo sólo para él… sólo a su cuidado.
Cuando
llegó a su casa y contó lo ocurrido tampoco se le dio mucha
importancia; entonces abrió el envoltorio para mostrarlo y cual no
sería su sorpresa al darse cuenta de que allí no estaba el Lirio,
aunque observó cómo en el papel se había quedado adherido un
estigma…
Este
pequeño y a la vez maravilloso trocito de aquella maravillosa Flor,
lo guarda en un lugar adonde difícilmente nadie podrá llegar, al
menos que sea un Lirio, y allí quiere que reverdezca para
convertirse en otro hermoso Lirio, y está seguro de que lo
conseguirá porque en ocasiones su camino se endulza con aquel aroma.
Hace
algunos días, Hombre ha conocido a unas gentes que curiosamente
despiden un aroma que, en algunos momentos, le recuerdan el mismo
aroma de su Lirio.
Hombre es ahora más feliz, pues ha tenido un sueño en el que el
nuevo Lirio se convertía en Hombre…
Relato 16
YA
NO ES LO MISMO
Entre
las estanterías de aquella larga y estrecha habitación, cubiertas
todas o casi todas, de papeles, libros, manuscritos y carpetas, el
polvo se recreaba a sus anchas...
Allí
me encontraba, metida en una especie de recipiente de cartón
decorado, de un cartón muy bueno, duro, muy fuerte; allí estaba con
las demás.
Me
presento: Soy alargada y estrecha, como la habitación en la que me
encuentro, sí, la habitación de las estanterías. Estoy con las
demás. Soy casi toda de un material amarillo, casi de Sol aunque
también tengo una parte oscura. También soy hueca por dentro.
Algunas
veces me sacan del recipiente de cartón. Creo que los que me sacan
son unos individuos largos y estrechos con una especie de esfera en
la parte superior, que esta sujeta por una especie de percha con dos
palos que se mueven constantemente, y desde la mitad hacia abajo
están, podría decir, desunidos o tal vez divididos en dos partes
iguales que son móviles y por lo visto les sirven para avanzar.
Al
sacarme de mi estancia, en la que estoy siempre en posición
horizontal, me levantan, me cogen con una especie de manojos de
palitos rosados que tienen, que también son móviles y que son parte
de los palos grandes.
Me
desenroscan, porque, sabéis, tengo una rosca en la parte central de
mi cuerpo, y me echan un liquido dentro, un líquido viscoso y negro,
muy negro que sacan de otro recipiente de cristal, pero gordo y
chato, muy chato, no estrecho y largo como yo. A algunas de las que
está conmigo sobre la estantería le echan un líquido semejante
pero de otro color.
Una
vez que me han llenado toda entera de ese líquido negro, me vuelvo
negra, totalmente negra y me empiezan a utilizar. Son los momentos en
que mejor me siento, en los que me siento más a gusto, en los que me
siento más útil, porque yo soy muy útil, mucho; prácticamente sin
mí no habría posibilidad de entendimiento entre los seres largos y
estrechos, me necesitan para todo, bueno, para casi todo.
Me
ponen en posición vertical, me agarran fuertemente entre esos
palitos rosados, aquellos palitos móviles, y me aprietan y deslizan
sobre una superficie blanca que ponen sobre otras superficies más
grandes que poseen y que tienen diversos colores, pero a mi siempre
me deslizan sobre superficies blancas.
En
cuanto noto que empieza a deslizarme me pongo muy contenta, tan
contenta que empiezo a sonreír y por entre mi sonrisa se escapa el
líquido negro, el que sacan del recipiente de cristal gordo y chato,
y ese líquido se derrama de forma muy estudiada sobre la superficie
blanca de tal manera que si los trazos no son los correctos es
imposible quitarlos... ¡Yo me quedo asombrada! Pero ese líquido
forma una serie de dibujos, y de números que los seres más largos y
estrechos interpretan y así se comunican unos con otros cuando no
están cerca.
Es
tanta mi utilidad, que sin mi, les sería imposible comunicarse en la
distancia, y por eso vivo contenta, y feliz porque soy útil.
Considero que la utilidad es la vida. Los seres que no son útiles,
aquellos que no sirven para nada, están muerto, totalmente muertos,
lo que quiere decir que no viven y que jamás vivirán, que no
existen y que jamás existirán...
F I N
A
la espera de una 2ª parte, esta 1ª quedó acabada en los últimos
días de la Navidad de 2015.
Santiago ver tu trabajo aquí reflejado,donde lo expones para deleite de los que te leen debe de ser para ti un gozo
ResponderEliminarDisfruta de este momento y esperamos lo próximo que te salga del corazón y de tu pluma Felicidades
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarEnhorabuena, Santiago. Muy buen regalo de Reyes para tus seguidores.
EliminarMuchísimas g racias.
(Sigo co n problemas de ord enador).
Pues ya hay un nuevo trabajo en marcha. Será el nº 19 y tratará sobre un amplio conjunto de sonetos.
ResponderEliminarGracias vuestro aliento.