EL
ORO DE LA VERDAD
(Cuento)
El
Príncipe Gúnterof y su esposa Ainnia, no formaban un matrimonio
corriente. Estaban compenetrados en todo y no se guardaban ningún
secreto. La docilidad, la obediencia absoluta al esposo, tal cual le
habían enseñado sus mayores, cualidades que le predicaron antes de
casarse, habían sido la iniciación de un hogar en el cual el esposo
era el único eje.
El
Príncipe reunía tantas cualidades personales, que el aceptarla a
ella por esposa, era concederle el mayor de los honores...
Y
Ainnia fue a la boda dispuesta a complacer en todo a su esposo y
Señor. Y su cariño, su habilidad en tratarle, su intuición en
aconsejarle cuando había que tomar graves decisiones, su
discreción y los hijos sanos, fuertes y hermosos que ella le fue
dando, hicieron que la vida conyugal resultara muy dichosa para
ambos.
La
absoluta compenetración entre ambos esposos era muy feliz y dichosa.
Y en aquellos remotos tiempos en que la mujer, por tradición,
quedaba anulada; en que no se le tenía en cuenta, la conducta del
Príncipe resultaba un tanto extraña. El apuesto y gallardo
guerrero, uno de los hijos del rey Rodolfo, el hombre admirado por su
valentía y su sagacidad, por su tesón y su rectitud, no tenía el
juicio de quienes le escuchaban cuando con toda nobleza expresaba que
su mujer era algo tan suyo, tan inherente a él, que le consultaba a
menudo y se enorgullecía de ello.
Todos
los que se encontraban a sus órdenes; todos aquellos que tenían que
prestarle apoyo en sus empresas (lo mismo los que aportaban sus
fortunas para que pudiera realizarlas, que los que le seguían en
ellas dispuestos a jugarse la vida), sabían que su esposa jamás
confiaba a sus hijos, a sus familiares, ni aun a sus más íntimos,
ninguno de los proyectos o confidencias que les fuera manifestada por
su esposo. A su inteligencia se unía una discreción inigualable.
La
esposa salió un día a recibir a su marido. Ella sabía que el rey
le había mandado llamar para una consulta importante. Le hizo la
acostumbrada reverencia, y luego le miró a los ojos. A través de
ellos adivinó que algo trascendental tenía que decirle:
-
Mi padre, el Rey, querida esposa -inclinóse reverentemente como era
la costumbre en aquel país al nombrarle-, me acaba de distinguir
concediéndome el honor de que emprenda la reconquista de la región
de Braslavia, donde se ha alzado un grupo de rebeldes, ayudado por
unas gentes que han venido de tierras tan lejanas como extrañas...
-
¿Qué te parece, esposa mía?
-
Qué triunfarás, esposo mío. No me cabe la menor duda -contestó la
esposa sin el más mínimo gesto de vacilación-. Serás un héroe.
El
Príncipe, sintióse muy reconfortado. De sobras conocía la
prodigiosa intuición y los aciertos de su mujer. Nunca se había
equivocado en sus predicciones por muy complejas que estas fueran.
-
Tengo que prepararlo todo para que antes de que comience la época de
las tormentas, nos hayamos echado a la mar y podamos poner pie de
nuevo en aquella nuestra tierra que habremos de reconquistar, pues no
podemos perder tiempo.
-
¿Dime a quienes he de mandar a buscar para que te acompañen, y
ayuden en tan difícil campaña? -dijo la Princesa-: Me refiero,
desde luego a tu personal de cámara.
No
era la primera vez que ella también colaboraba en aquellas luchas
que, en ocasiones, la ambición hacía que estas existieran en
algunas de las más lejanas regiones.
El
Príncipe, su esposo, se sentó sobre un escabel, y después de
acabar de escribir le pasó a su mujer un papel.
-
Toma -le dijo-. Aquí tienes una lista con los nombre de mis más
fieles ayudantes. y otra también en la que he puesto a físicos y
armadores y de la que se hará cargo el General. Ellos me acompañarán
en esta campaña, pues en ellos he depositado siempre mi confianza.
Así
la populosa población que gobernaba el príncipe Gúnterof, fue el
centro donde iban trazándose los planes; organizándose la
estrategia a seguir y repartiéndose el trabajo que a cada uno habría
de corresponderle. Se eligieron los jefes más expertos en mandar las
diferentes mesnadas, los cuales y como primera misión habría de ser
la de elegir a los mejores entrenados, y así mismo adiestrar sobre
la marcha a los muchos voluntarios que deseaban estar al lado de su
Príncipe en aquellos días. Eran en su mayoría campesinos que
habían bajado de las montañas, y venido desde los valles y aldeas
cercanas pertenecientes a su región.
Había
que prepararlos para la guerra pues si bien es verdad que eran
hombres fuertes, jóvenes y duchos en las duras labores de la tierra,
dejaban bastante que desear en el manejo de las armas. Pero, ellos
querían ayudar fuera como fuese. Y así, los jefes, con cariño,
comprendiendo la tarea que habría de llevar a cabo, daban órdenes y
más órdenes, sobre todo a aquellos encargados de enseñar a muchos
de los voluntarios, al trabajo propio que exigía la navegación y
cuyos ejercicios requerían no sólo de astucia en el desembarco,
sino en la pericia ante costas de difícil acceso dado lo abrupto del
terreno, los arrecifes, los acantilados y hasta las defensas
naturales, y otras fabricadas por su padre el Rey, casi imposibles
de salvar y que se enclavaban por docenas cercanas a las costas.
El
Palacio de los Príncipes, las mansiones incluidos sus fabulosos y
amplísimos parques ajardinados junto con sus bosques fueron el
Cuartel General de todo aquel ejército que habría de formar en tan
arriesgada expedición, sin que se oyese ni una sola queja, ni la más
mínima protesta o murmullo por parte de los voluntarios ya que estos
no se esperaban tan trabajada y fatigosa instrucción.
Tanto
el Príncipe como la Princesa, estaban todo el día pendientes de los
más mínimos detalles. Cuidaban lo mismo de los que fabricaban el
armamento, así como los armadores y contramaestres en referencia a
sus labores como navegantes. Instalado en la nuevas viviendas
provisionales que se levantaron en la villa, estuvieron atendidas,
como atendidos estuvieron todos los guerreros por orden del Príncipe
quien le pidió al pueblo que a ellos no les faltara de nada ya que
estos sería la vanguardia, la tropa de choque que habría de ser la
que abriera con sus poderosas lanzas los primeros ataques una vez
desembarcados.
Como
Ama de casa experta, que no sólo atiende a lo cotidiano, sino que
previene de peligros y dolores tanto en su familia como en la
servidumbre de Palacio, iba organizando, a la vez que ordenando y
empaquetando material de primeros auxilios y curas: apósitos,
vendajes, desinfectantes, anestesias caseras así como sus remedios
para aquellos voluntariosos guerreros que cayeran heridos durante las
batallas que preveía se iban a producir, y que tuvieran el auxilio a
sus posibles heridas lo antes posible y de la forma más conveniente
por parte de los médicos que los acompañaban, pues no todos podrían
regresar vivos de aquellas expedición, ni todos iban a poder
regresar ilesos.
-
¡Cuánto voy a notar tu ausencia, esposo mío! -dijo la Princesa un
tanto circunspecta-. Y cuánto voy a echarte de menos durante las
noches.
-
Mi pensamiento siempre estará contigo, mi Reina -respondió el
Príncipe al que se le notaba un cierto aturdimiento-. Yo también te
echaré de menos a cada momento.
Una
idea cruzó por la cabeza del noble Príncipe...
-
¡¿Y por qué, pensándolo bien, he de prescindir de tu presencia?!
-dijo el Príncipe abriendo mucho los ojos.
-
¿No querrías acompañarme? -insistió tras unos segundos observando
el posible gesto que se manifestara en el rostro de su esposa-. Yo
desearía que estuvieras a mi lado.
-
Complacer tus deseos ya sabes que es mi mayor alegría. Y presiento
que te podré ser muy útil en esta campaña, y de seguro poder
ayudarte en algún momento.
-
Pues me alegraré que vengas conmigo si mi padre el Rey me concede
esa gracia, que espero que así sea, pues contigo junto a mí mis
fuerzas no flaquearán jamás.
-o0o-
Ya en el Palacio del Rey Rodolfo, y ante éste se vio compensada la espera que hubo de soportar ya que su padre se encontraba despachando con su Secretario, y siempre dio órdenes de no ser interrumpido en las cuestiones de gobierno. No obstante, cuando fue llamado a su presencia, el Rey, atendida la petición de su hijo se sintió satisfecho con la petición. Conocía muy bien las cualidades de su nuera, las virtudes de la esposa de su heredero, y comprendió que bajo su atenta vigilancia, sus cuidados y los servicios de socorro organizados por ella le tranquilizarían durante su ausencia al saber que estaría atendido con la máxima prudencia y perfección.
Así,
la tropa, fiel, guerrera, bien organizada y disciplinada, experimentó
una más que inmensa satisfacción al conocer la noticia, y un
orgulloso y supremo sentimiento corrió por todo el campamento con su
llegada. Sabían perfectamente que por primera vez en una campaña
bélica, su Princesa iría acompañando al Almirante de la Flota, a
su esposo el Príncipe. Era para ellos muy importante el que ella, su
futura reina, fuera vista junto al ondeante gallardete real de la
nave Capitana.
Con
la óptima marea, al zarpar la numerosa y empavesada Flota, fue
aclamada y otorgándosele el máximo de los honores: El poder izar
sobre el más alto de los mástiles el pabellón Blanco como la
nieve, del Rey, y en él, bordado un Sol en memoria de la diosa
Rakfty, las gentes que ocupaban los muelles y las playas, las
tripulaciones, los altos cargos y dignatarios reales y de la corte
que habían ido a despedirlos, entonaron cánticos guerreros
acompañados de los sones de trompas y atabales que los hacían
vibrar con sus vibrantes a la vez que ensordecedoras notas.
El
mar, inmenso, aunque tranquilo y suave mostraba un camino que podía
llevarlos a la derrota, al cansancio, al fracaso o a la victoria, a
la consagración de lo más alto anhelado: la fama por su propia
fuerza y de la que su pueblo siempre había dudado, pues nunca lo
tuvieron como hombre excesivamente audaz y valiente.
El
mar, se definió, pronto varió su aspecto apacible para convertirse
en una bestia altiva y brava, aunque su naturaleza noble, siempre
confundió al hombre ante el fantasma de su propia ignorancia: los
elementos no jugaban en la Naturaleza un papel por casualidad. La
bravura poderosa de la mar recurría a toda clase de formas con las
que sorprender a bisoños y expertos en el arte de la navegación con
el fin de atemorizarlos una vez concebida la idea de, audazmente,
surcar sus aguas.
Fue
llegado el momento en que la sorpresa inesperada ante aquel brusco
cambio de tiempo, en el que las furias se desataron convirtiendo
aquellas olas en auténticas montañas de peligrosas espumas que,
formando torrentes y cascadas elevadas como el mismo cielo, se
abatían sobre las embarcaciones en espeluznantes estallidos, que
hacían crujir las cuadernas como si de costillares humanos se
tratara ante la embestidas de una manada de búfalos.
Teñidos
de Negro, los nubarrones se esparcían por el firmamento, cegando de
esta forma cualquier intento de encontrar la derrota esperada por los
pilotos y capitanes de las diferentes naves.
Sonidos
estruendosos, rugientes y atronadores destrozaban los tímpanos,
impidiendo la recepción de las órdenes dadas de forma oportuna con
el fin de sortear los mil y un peligros siempre al acecho tras la
monumental ola cambiante. Rayos que provocaban el fuego y la muerte
se lanzaban contra las jarcias, el velamen y sobre todo aquello que
se encontrara en uso de aparejos para las cubiertas.
Llegado
a un punto el desconcierto se hizo presente, Comenzó ha hacer
estragos entre la marinería. La serenidad y la pericia del Piloto de
la nave Capitana bajo las órdenes del Príncipe, lograban sortear
los embate del mar, al mismo tiempo que evitaba el amotinamiento por
parte de una tripulación , cuyo desaliento prosperaba viéndose
inmersa en unas calamidades para las que no estaban preparados en
razón de las ilusiones que les habían imbuído antes de partir,
aunque todos comprendían que su resistencia acabaría doblegando a
no tardar a los elementos, cuyas furias convertidas ahora en sus
aliados, y en razón de sus fuerzas naturales, acabarían anulando
con sus esfuerzos y tenacidad lo que más tarde sería considerado
como audacia.
-“Las
furias se han desatado contra nosotros” -pensaba el Príncipe-. Y
es preciso aplacarlas.
Los
contramaestres, jefes y marinería, y cuantos componían la
expedición a quienes se había confiado una empresa que, de
triunfar, tanta gloria proporcionaría tanto al Reino, y a su cabeza
el Príncipe, como a todos aquellos valerosos guerreros y campesinado
voluntarios que en ella hubieran intervenido.
-
Es de vital importancia el que alguien haga algo por calmar a los
desatados elementos -dijo la Princesa a su marido -. Es necesario que
hagamos una ofrenda a los dioses de las aguas, de las tormentas, de
los huracanes, galernas y rayos; de la ira, del odio; Y que los
invasores vean lo que hacemos por nuestras vidas, y que estimamos el
triunfo en favor de nuestra raza y nuestras creencias, y sobre todo
que a todo renunciamos con el fin de lograr que nuestro Rey sea
obedecido y respetado-. Y continuaba-:Es necesario que comprendan que
nuestra existencia no importa, que lo importante es la hazaña y el
postrero triunfo. Y para que dejen de saciar sus odios sobre otros
seres humanos; yo misma, por ello ofrecería mi vida, y tú esposo
mío, conseguirás el triunfo; cumplirás la misión encomendada para
gloria de tu casa, tu nombre, ejemplo de tus hijos y orgullo de tu
padre, el Rey, tu pueblo, y de aquellos que hereden tu sangre de
héroe; esa sangre que tras las batallas dejarás sobre la huella de
tus pisadas la marca imborrable de la hermosa tierra Braslaviana.
-o0o-
Ahora la tripulación, entre cortinas de agua, podía ver con nitidez el rostro de su Princesa cómo, aunque chorreando, por sus mejillas corrían lágrimas de aguante, mientras que mirando hacia arriba, todos con ella observaban como el cielo no era capaz de comenzar a abrirse en abanico y hacer de la lluvia unos finos encajes, y así comenzar a aclararse el tiempo a través del cual, el Sol hiciera intentos por dejarse ver, mientras que poco a poco hasta él iban llegando los tristes cánticos de la marinería amarrando aun con más fuerza, si cabe, de nuevo los aparejos de la cubierta.
La
Princesa habló con tal firmeza y enfatizando sus palabras, que
quedaba claramente reflejada en su rostro la decisión que la
animaba. Su mirada relucía, pero, sus palabras no pudieron seguir
brotando. Un trozo de grueso palo, cuya finalidad era sustituir a
otros en caso de necesidad, se había soltado de sus amarras yendo a
golpear a la Princesa en la cabeza la cual perdió el conocimiento,
sin embargo durante el tiempo que estuvo con la conciencia perdida,
el Príncipe y algunos de los jefes la oyeron hablar en estado
semiinconsciente...
-
“Sí, esposo adorado; ahora comprendo porque los dioses buenos
quisieron que te acompañase. Ellos me guiaron hasta aquí. Tú, eras
el predestinado para la victoria, pero, algo tienes que hacer, algo
has de sacrificar para que esta se alíe contigo y así poder
conseguirla. Y mi orgullo y mi alegría en este momento, es que estoy
aquí, a tu lado, contigo, para servirte en la medida que sea
necesario... ¡no es un sacrificio estéril! -decía la Princesa y
continuaba-: Es mi vida, para que así la tuya alcance la cima, lo
más alto que te deparó tu nacimiento... ¡Mi vida, y la tuya,
esposo mío, son una sola! Aunque yo me vaya a aplacar a las furias
tempestuosas del mar para evitar más calamidades, no temas por mí.
Yo me quedo en tu corazón, en tus pensamientos, en tus brazos para
que no decaigas jamás... Sólo mi cuerpo entregaré a la fiera
marina, y te aseguro que la calmará.”
El
Príncipe, cuando su esposa recobró el conocimiento, preguntando
dónde estaba y que había ocurrido, la miró profunda y tiernamente.
La estrechó contra su pecho y le habló dulcemente:
-
Querida esposa. Qué orgulloso estoy de ti y de esos deseos que aún
en tu ausencia has pretendido llevar a cabo con tal de salvar una
grave situación y de la que no conseguimos salir, aunque justo es
reconocer que un nuevo y aun más grave peligro nos acecha en esta
travesía... ¡Cuánto te amo! Y aun en sueños has dicho bien las
furias deben ser aplacadas, pero no de la manera que has
exteriorizado... Por eso no voy a consentir que te lances al mar tu
sola, y mucho menos sin que yo dé a tu conducta el realce que la
misma se merece: Mis tapices y estandartes serán descolgados de mi
camarote de mando, los cofres que contienen las más delicadas y
valiosas joyas; las alfombras de los camarotes de mis jefes y
oficiales te servirán de lecho, para que al caer tu cuerpo sobre las
turbulentas aguas te sepulten en el Océano, dándote la entrada que
merece tu gesto. Y cuando todo se hunda, cuando todo desaparezca, que
a tu presentación ante los dioses malignos te acompañe el honor que
te mereces.
Y
abrazados aún, se miraron intensa, dulcemente, antes de que el
Príncipe ordenase quedar a solas con sus capitanes de más
confianza.
Pronto
corrió la noticia entre las naves a través de las banderolas de
señales que el señalero de turno se encargó de llevar agitándolas
con más entusiasmo que nunca. Así la noticia fue transmitida de
embarcación en embarcación... Y un hálito de pesar a la vez que de
confianza se extendió sobre cada una de las cubiertas de aquellas
naves. Pesar porque la esposa del Príncipe sacrificaba su vida por
todos ellos; confianza, porque presentían que las furias desatadas
de los dioses exigían un sacrificio humano, una víctima, y no
permitían el avance de las naves sin cobrarse su tributo.
Sobre
el encrespado oleaje fueron lanzados tapices, alfombras, cofres y
joyas, y, ¡oh, milagro, sorpresa!. Justo en ese momento, todos
pudieron apreciar como todo quedó de momento ordenado en el espacio
que ocupaban aquellas prendas. Un espacio en el mar, y en el que las
aguas quedaban apaciguadas, lisas y mansas mientras iban recibiendo
unas tras otras las piezas que allí depositaban los hombres de a
bordo.
Se
pudo contemplar cómo en aquella especie de plataforma comenzaba a
emerger una fuente de luz tan diamantina como el propio Sol, y cuya
luminosidad perfilaba cada uno de los objetos de forma cristalina,
dando a los cofres con sus joyas un brillo radiante que hicieron
posible el que de las profundidades emergieran al mismo tiempo
melodías las cuales se dejaban oír por todo el entorno.
La
Princesa, desde lo alto del Castillo de Proa, serena, bellísima,
vestida con sus mejores galas, miró al Blanco pabellón Real de la
nave, que le infundió fe en el triunfo por el cual ella se
sacrificaba; y luego miró, feliz, confortadoramente a su esposo,
como dejándole toda su vida, sus ilusiones y su amor eterno.
¡Ya
sólo quedaba el cuerpo! ¡Sólo quedaba la materia! Sin vacilar
avanzó por la Amura, y sus pies aletearon en el espacio. Solemne,
sublime, grandiosa, su figura, cual mariposa salida de un cuento de
hadas, voló para quedar en reposo sobre las alfombras, los tapices
de finísimas urdimbres realizadas con los más deslumbrantes hilos
de oro y sedas, la joyería... Y a su peso, de un modo lento,
majestuoso a la vez que ceremonioso y trágico, fue su cuerpo
hundiéndose en las aguas, mientras a bordo de las naves los heraldos
tocaban sus trompetas de largos tubos, y las olas fueron apaciguando
su fuerza y su furia, calmando su bravío ímpetu. Así, los navíos
hasta hace poco agitados y en peligro, avanzaron ahora sobre un mar
en reposo y un viento favorable imposible de describir.
Asombrados
ante esta decisión, amor, arrojo y valentía, los hombres marinos y
guerreros vieron, con lágrimas en los ojos, cómo su Princesa daba
la vida por la gloria de su esposo, de su Rey y de su reino, y por
afinidad por la de ellos.
El
Príncipe y sus hombre al advertir que las aguas ya se volvían
mansas, y que el viento ahora se hacía cómplice de su deseo de que
todo tuviera un buen fin; que en el cielo asomaban las primeras
estrellas, y que no habían vuelto a ver desde que abandonaron sus
costas, experimentaron una seguridad que hizo siembra fructífera
entre las distintas tripulaciones. ¡El triunfo estaba próximo! La
intuición y el sacrificio de la Princesa había hecho comprender que
los dioses apetecían una víctima tan inocente como resignada y
noble.
¡La
victoria no tardaría en llegar! Y, cuando siete días más tarde, en
un mar que seguía en calma y sin ser abandonados por aquellos
favorables vientos que empujaban dulcemente cada uno de los navíos,
la costa, su costa, el Príncipe llamó a asamblea a todos sus jefes
y capitanes, y con su voz ahora más pletórica y abonada por la
seguridad de sus sentimientos, firmemente les anunció:
-
¡Tenemos que vencer, y venceremos! ¡El pabellón del Sol de la gran
Braslavia ha de estar en su lugar de siempre, en la parte más alta
de la costa y que ahora ya divisamos! ¡Por el Rey, por hacernos
dignos de él, con la ayuda invisible pero real de mi esposa, de la
Princesa Ainnia que siempre estará en nuestros corazones...! ¡A la
lucha!
Jamás
el Príncipe desde su calidad de guerrero había arengado a sus
tropas de aquella manera. Sus palabras de aliento fueron un estímulo
sin duda desconocido. Los guerreros, los jefes y capitanes, se
sintieron estimulados con aquel ímpetu absolutamente inusual. Lo
mismo que la Princesa había calmado con su sacrificio la furia de
aquellas aguas, su arenga les infundía un valor sin límites.
-o0o-
Arribados a la costa, el Príncipe, al poner el pie sobre la arena de aquella playa tropezó con un diminuto objeto. Se inclinó para recogerlo, y cuando lo tuvo en la mano... ¡oh, sorpresa! Era uno de los peinecillos de oro y nácar que su esposa había llevado para recoger su hermoso cabello antes de dejarse caer sobre la encrespada mar. Por ello, el Príncipe pensó en que ella estaba presente en aquel crucial instante. ¡El mar había depositado en la playa el recuerdo de su esposa... clara demostración de en cuánto había influido su sacrificio! Los vaticinios de su esposa se habían cumplido una vez más.
El
Príncipe mostró en alto aquella pequeña prenda, y una corriente de
simpatía, agradecimiento y entusiasmo, se extendió por el
ejercito... ¡Mi esposa está con todos nosotros! -dijo con voz
suficiente para que ello fuera oído más allá de los confines del
mar...
Y
todos, jefes y guerreros, se lanzaron al ataque cegados, convencidos
de su destreza y de su valor; ahora nada temían ni nada los iba a
detener, para ellos la protección de su Princesa aunque invisible
era más que manifiesta.
Y
salvaron arrecifes, vencieron escollos, murallas así como con el
manejo de las espadas y las lanzas, de las flechas y las piedras
lanzadas con grandes correas a modo de hondas las cuales iban
impregnadas de aceite las cuales al igual que las flechas era
incendiadas.
El
pabellón Real, brillando al Sol, ondeaba en el lugar que siempre
tuvo reservado, y tal cual había ordenado el Príncipe. Quería que
esto fuera así antes de que la luna saliera para ver la victoria
absoluta de sus hombres sobre aquel pueblo bárbaro que, llegado de
tierras extrañas y unidos a los rebeldes, quisieron adueñarse de un
vasto territorio del reino Braslaviano. La rendición fue absoluta y
sin condiciones.
Dejada
las leyes que le ordenara su padre, el Rey, para cada uno de los
pueblos de aquella parte del reino en manos de los nobles que lo
acompañaban, y que serían los que provisionalmente se harían cargo
de las diferentes gestiones de gobierno, embarcaron de nuevo para
regresar a la capital. Había transcurrido un mes desde que se
produjera la tan ansiada victoria, tiempo que el príncipe estimó
más que suficiente para que los hombres descansaran y que los pocos
heridos fueran debidamente atendidos.
La
travesía se realizó sobre una balsa de aceite; el mar templado y
suave dio a los hombres la posibilidad del entretenimiento con la
pesca, y así entre risas entusiasmadas y cánticos, arribaron a
aquellos muelles de los que pensaron por algunos momentos tiempo
atrás que jamás volverían a pisar. Muchos ojos se anegaron de
lágrimas al contemplar en la cercanía, cómo una ingente multitud
se arremolinaba sobre las tablazones para, entre griteríos
ensordecedores, cantos y pañuelos al aire, dar la bienvenida más
cálida a los héroes de aquella hazaña.
Fueron
tumultuosos y llenos de sentimientos los distintos encuentros con los
familiares; todo eran abrazos y felicitaciones ante las noticias que
corrían, en las diferentes partes del muelle a donde iban atracando
nave tras nave, acerca de que la región había vuelto a la
normalidad y de que aquellos familiares que allá tuvieran allegados,
estuvieran tranquilos pues todos se encontraban bien y fuera de
peligro.
Atracada
ya la última de las naves, y encontrándose todos los jefes y
capitanes en perfecta formación, no así a la marinería a la que se
le había dado absoluta libertad por orden del Rey a través de las
señales de banderas, debido al conocimiento que le transmitieron de
que la victoria había sido rotunda gracias al valor de aquellos
hombres, y con su Príncipe al frente, el Rey Rodolfo quiso premiar a
su hijo, y, ante su pueblo, otorgándole el más alto de los honores
del Reino, y poniendo a su disposición las más grandes riquezas
jamás conocidas.
Honores
y riquezas fueron aceptadas por el Príncipe, haciendo constar que
sólo y exclusivamente lo aceptaba para sus hijos, para su estirpe,
sus herederos. Él, le aseguro a su padre, no quería nada para sí.
Estas
palabras, que fueron escuchadas con el mayor interés y celo por las
dignísimas autoridades representativas de la corte Braslaviana, así
como por los representantes nobles de alta cuna y realeza de otros
reinos, conocidas las dificultades que hubieron de afrontar, así
como el terrible sacrificio que hubo de realizar la Princesa para que
aquella expedición llevara a feliz término tan peligrosa como
necesaria campaña, todos querían ahora consolar al joven Príncipe
el cual, a un a pesar de haber demostrado sus grandes cualidades como
estratega, y un valor no sólo individual sino, y lo que es más
difícil aún, una valentía que llegó a calar en el ánimo de sus
guerreros. Ya todo eran saludos efusivos y vítores en honor del
héroe. Un grupo de mujeres ataviadas a la antigua usanza, y otro
grupo de jóvenes con blusas anaranjadas y faldas azules, se habrían
paso entre la multitud y todas con canastillos en el cuadril y
repletos de pétalos de rosas blancas y amarillas, iban creando , al
paso del Rey y su hijo, una colorida alfombra haciendo que ambos, no
cupiesen en sí de felicidad.
Aunque
el momento era de gran trascendencia para el reino, el Príncipe
Gúnterof no perdía su dominio sobre la situación, como en sus ojos
tampoco se apreciaba la más mínima pena o dolor alguno; tampoco en
su pensamiento había hecho nido la más mínima muestra de
preocupación. Su mente sólo estaba ocupada con el recuerdo de las
palabras de su esposa ante el sacrificio que le prometió a los
dioses, y que sin el más mínimo género de reservas llegó a
cumplir por el bien del su esposo, de la expedición y de todos los
hombres que en aquellos momentos se encontraban en peligro de
sucumbir bajo la furia nunca conocida de aquel mar: “Mi fiel
esposo, estamos tan unidos, tan enamorados, tan compenetrados, que un
cuerpo puede irse al fondo de este mar, pero, mi Espíritu quedará
por siempre contigo: ¡Jamás nunca nada nos separará! Y el triunfo,
tú triunfo, será tan mío, que la vida no me necesitará.
El
destino quiso que te acompañara porque era necesario pagar con una
vida para conseguir el triunfo de tu empresa, para el triunfo de una
empresa de tan alta envergadura como esta. Si hubieras marchado sólo,
tu persona habría sido el pago. Por ello, yendo los dos juntos será
posible el triunfo, no obstante, es necesario sacrificar una vida; Y
la mía no importa. Amar, es compartirlo todo, sin condiciones; sin
tan sólo pedir nada a cambio. Dar algo con Amor y por amor nunca
deberá ser considerado como un sacrificio, sobre todo cuando se da o
se hace para esa persona que, en cierta medida, es parte de nuestra
propia vida”.
Durante
todo el día la ciudad vivió una de sus más grandes fiestas que el
Príncipe no quiso prohibir aun a pesar de que el Consejo del reino
así lo recomendara. En los balcones se colgaron las mejores colchas
cuyo centro quedaba adornado con un lazo negro en honor de la
princesa Ainnia. En el Palacio se vivieron grandes momentos
recordando siempre la entrega de la Princesa, y hasta los trovadores,
a media tarde, ya tenían compuestas hermosas trovas que fueron
cantadas cuando el Sol ya se perdía entre los encajes anaranjados en
los que se convertían las copas de los árboles por allá por el
Poniente
Sería
ese momento el elegido por el Príncipe para ausentándose de los
faustos, dirigirse a uno de sus lugares favoritos y que siempre
visitaba acompañado de su esposa. Una alta colina desde la que se
podía contemplar todo el reino hacia Poniente, mientras que hacia
Levante se divisaba el mar abierto una vez traspasada la salida del
río que daba vida a la ciudad. Desde allí se podía ver el Océano
en toda su grandiosidad y amplitud.
Ahora,
su mirada y su pensamiento, una vez en lo más alto de la cima y
sentado sobre una parte del riscal, se perdían en él, con los ojos
anegados de lágrimas. “Bajo aquellas aguas te encuentras, amor de
mi vida” -decía el Príncipe con un leve susurro-. Parecía como
si de esta manera quisiera sondear en lo más profundo de él, y así
poder encontrarse con la mirada y el pensamiento de su amada,
exclamando lentamente con la más dulce y total veneración: “¡Mi
mujer, mi esposa, mi Princesa!”
FIN
Santiago me ha encantado este cuento que más podrías llamarlo novela corta ya que como cuento es bastante largo pero, precioso. Ya se lo he leído a mi hija, y Manuela, mi mujer lo ha descargado y sacado en fotocopia. para volver a leérselo a Andrea. Precioso, y no pares. Felicidades. Alberto. Brenes.
ResponderEliminarCaramba Alberto no te esperaba por aquí, pero celebro que lo hayas hecho y más que os haya gustado. Si, la verdad es que se podía alargar un poco más y hacer de él como mínimo un folletín. A ver si nos vemos. te llamaré. Un abrazo y recuerdos.
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