domingo



PENSAMIENTOS EN UN DÉDALO

Relato


Con un leve pensamiento preñado de laxitud, levanté la vista de la última página del cuaderno que durante algún tiempo había estado escribiendo Sara. Durante aquella e intrigada lectura, varios y enrarecidos, así como, a mi juicio, dudosos episodios habían llamado poderosamente mi atención, y ahora que había, al parecer, terminado, pues me daba la impresión de que algunas partes de los mismos habrían de volver, necesariamente, a releerse, disponía de tiempo para volver sobre ellos de forma metódica.
Oh, pensé.
Y a continuación, pareció que se me encendía una bombillita… ¡albricias!
No me lo podía creer, sin embargo: ¿Cómo hacer una descripción exacta de mi hallazgo? Todo comenzó como una vaga reflexión: ¿Y si resultara ser una simple conjetura disparatada, una inverosímil ocurrencia? En fin... aunque no fuera imposible del todo, aquello me resultaba un tanto incoherente ¡era absurdo! Para comenzar…
Ya me consideraba en condiciones para poner en perfecto orden aquellos sensatos argumentos en contra cuando me detuve en seco; pues sería mi mente, la cual adelantándose categóricamente a ella misma en un trascendental y primordial acto de auténtica premonición, ya se había rendido a esta versión revisada de los hechos. En un momento, un sólo instante de vertiginoso y laberíntico deslumbramiento, la historia que la remilgada señora Marcela me había contado se deshizo al tiempo que se rehacía de nuevo, idéntica en cada uno de los acontecimientos, idéntica en cada detalle, pero incompleta y profundamente diferente. Como si se tratara de esas imágenes que muestran a una joven novia cuando sostiene la hoja de una especial manera, y a una vieja bruja cuando la sostiene de otra muy diferente, cual láminas de puntos y líneas que ocultan extraños objetos, imágenes, figuras perfectamente definidas, ojos de puentes inundados, cuando uno ya sabe como observarlas.
Lo cierto es que siempre había estado ahí, pero yo no la había visto hasta entonces.
Como si de un dilema indisoluble se tratara, me estuvo haciendo cavilar durante casi una hora. Saltando de elemento en elemento, considerando los diferentes puntos de vista por separado, repasé cuanto había llegado a saber; todo cuanto me habían contado además de lo que yo había conseguido averiguar por mi cuenta. Si, pensé. Mi nuevo hallazgo reavivó la historia. Y ella comenzó a tomar vida y conectar conmigo. Y mientras respiraba, empezó a tomar cuerpo. Los bordes erosionados por las dudas se aplanaron. Las ausencias se hicieron presentes. Los vacíos se regeneraron, y los enigmas viendo que podrían resolverse dejaron de serlo.
Finalmente, después de todos los comentarios, cotilleos y tramas cruzadas; después de todas las cortinas de humo, espejos trucados y de tanto farol marcado por una u otra parte, por fin sabía…
Sabía que vio Sara el día que creyó haber visto un espectro.
Sabía quién era aquél niño que, a media tarde, se le apareciera en el huerto.
Ya sabía quién fue, quién atacó a la señora Manuela con aquella escoba de duras palmas.
Supo al fin, aunque con alguna reserva, quién fue el presunto causante de la muerte del bueno de Antonio.
Por deducción consiguió que le quedara claro que sabía del por qué de aquella pala al lado de aquella zanja, y de quién era el cuerpo que buscaba el Juani bajo tierra. Por fin las piezas a ella le parecía que empezaban a encajar. El Juani hablando solo tras las puertas cerradas, se encontrara donde se encontrara, cuando su hermano no estaba en la casa; Albertito, el libro que aparece y reaparece en la urdimbre cual hilo plateado y entretejido en un tapiz. Comprendí los profundos misterios del, hasta entonces, inaccesible marca-páginas errante de Sara, la aparición y desaparición de su cuaderno. Conseguí comprender la extraña decisión del bueno de Antonio aquel día al empeñarse en enseñar al niño que había destrozado gran parte de una obra que con tanto esmero él había cuidado durante tantos años. También y en este caso a duras penas, comprendí a aquél niño que saliendo de la bruma en la que estuvo tanto tiempo oculto al fin pudo ver la luz. Comprendí entonces, aunque no sin un cierto y raro dolor, como un niño como Paquito pudo diluirse en el espacio y ser sustituido por la remilgada señora Marcela.
“Ahora, le contaré una breve historia sobre unos mellizos, me había dicho la misteriosa y a la vez reina de los remilgos, la señora Marcela, la primera noche en aquella sala de corte tan lúgubre, cuando ya me levantaba de aquella silla en la que había estado sentada durante tanto tiempo haciendo que me dolieran de una forma infernal las lumbares, y me disponía a marcharme. Unas palabras que, con su tan desagradable como inesperada reminiscencia en mi propia historia, me unieron inexorablemente a la suya.
- “En una ocasión y aunque para mi fue una sorpresa me encontré con dos niños, prácticamente recién nacidos…”
Pero lo paradójico a la vez que extraño del caso es que ahora yo sabía algo más, bastante más… cosa que la siempre remilgada señora Marcela ignoraba a pesar de su petulante afán de saber más que nadie.
La remilgada señora Marcela tal vez sin darse cuenta me había puesto en el camino idóneo, en la dirección correcta para llegar a donde ella no quería. Pero, como yo sabía escuchar…
- ¿Cree en los espectros, Mari? -me había preguntado-. Voy a contarle una leyenda sobre ellos.
A lo que yo le había contestado:
- Mejor en otra ocasión, ¿no le importa? hoy no me apetece, estoy demasiado cansada, algo así como abotargada -nunca supo de dónde había sacado aquel término.
Pero ella como se empeñara, no había manera, y eso que ya en otras ocasiones me había contado todo tipo de leyendas acerca, siempre, de seres espectrales, aún sabiendo que a mi, particularmente, no me llenaban. Ella sabía, perfectamente, que me gustaban otro tipo de relatos aunque no los entendiera como siempre solía suceder, ya que no era una gran narradora y se le olvidaba la mayor parte de las veces el enlace de unas escena con las que pudiera corresponderle a continuación pero, así era ella: tan pedante como pesada y a veces, hasta inconexa en sus exposiciones.
- “En una ocasión fueron dos bebés”, -aunque para ser más exacta podría decir que fueron tres y además mellizos, -insistió.
- Le contaré que se trataba de una casa con dos puertas traseras, una para la servidumbre, y otra para el personal que mensual y a veces semanalmente traía distintos avituallamientos para la casa: madera para las chimeneas, carbón para la cocina y grandes cargas de carne, verduras, hortalizas, etc., etc., además de la puerta principal. La casa tenía un espectro.
El espectro era, como suele ocurrir con esta clase de seres, para algunos invisibles o casi invisible, más no era invisible del todo. El cierre de puertas que alguien había dejado abiertas y la abertura de puertas que alguien había dejado cerradas. El movimiento fugaz de un espejo que te hacía levantar la vista. La leve corriente de aire detrás de una cortina cuando no había ninguna ventana abierta. Un pequeño ente era el responsable de, en ocasiones, inesperado cambio de utensilios de una estancia a otra o del misterioso desplazamiento de separadores, los conocidos como marcadores de páginas entre una y otra. En cierto momento cogió un libro, lo cambió de lugar, lo ocultó en otro, para más tarde devolverlo a su sitio. Y si al doblar por un pasillo te asaltaba la extraña idea de que había estado a punto de ver la trasera del tacón de una zapatilla desapareciendo por la esquina, el espectro, ello quería decir, evidentemente, que, por lógica, no debía de andar lejos. Y si, en ocasiones, de pronto notabas en la nuca esa sensación de que alguien te está observando, y al levantar la vista encontrabas el espacio vacío, no había la menor duda de que el pequeño espectro fuese quien fuese se había escondido en algún lugar de aquel espacio siempre, al parecer, vacío.
Aquellos que tenían la vista en condiciones para ver podían apreciar su levísima o en algunos casos descarada presencia de muchas maneras. No obstante, sin embargo, nadie lo veía y digo: lo veía, porque ya no me cabía la menor duda de que se trataba de un hombre y además un hombre joven, muy joven dada la agilidad que mostraba. Estaba segura pues, de que se trataba de un hombre, o mejor sería decir un muchacho.
Rondaba con el más absoluto de los sigilos. De puntillas, a veces descalzo, nunca hacía ruido, en cambio, él reconocía las pisadas, la forma de andar de todos los que moraban en la casa, acerca del entarimado flotante, sabía que duelas crujían y que puertas o ventanas estaban faltas de una cierta mano de lubricante haciendo que, sobre todo las puertas, chirriaran de una forma que ya de por sí ellas mismas se delataban. Conocía cada recodo de la casa, cada recoveco y cada fisura lo suficientemente pronunciada. Dominaba todos los huecos habidos y por haber existentes en las traseras de los armarios y muebles consolas, chineros de cocina, librerías… La casa para él, tenía cientos de escondites y sabía como moverse entre ellos sin ser visto. No tenía secretos ni huecos por donde desaparecer en el momento más comprometido.
Los dueños nunca lo vieron. Como vivían en otro mundo fuera de la más lógica de las razones, no podían desconcertarles lo inexplicable. Para ellos las desapariciones, pérdidas, las roturas, así como el extravío de objetos formaban parte de su extraño universo. Una tenue sombra que les pareciera ver cruzar, cual bailarina de ballet saltando por una alfombra donde no debería apreciarse la presencia de ninguna sombra o reflejo no les hacía detenerse para, al menos, reflexionar sobre tal manifestación, por lo que tales misterios se les antojaban como una prolongación natural de aquellas formas de vidas que habitaban en sus mentes, un reflejo unido de forma permanentemente, sin saberlo, a ellos, a sus inquietudes. Como un ratón, aquél diminuto ente buscaba restos de comida en las despensas, se calentaba con las brasas sobrantes de los hogares cuando todos los habitantes de la casa se retiraban a descansar por la noche tras un, a veces, largo día de trabajo para unos y de asueto rutinario para otros. El caso es que él desaparecía en los rincones de tan deteriorada arquitectura en cuanto sentía, presentía o veía aparecer a alguien.
Él era “el secreto” de la casa.
Y como todos los secretos, tenía sus guardianes.
Pese a su delicado problema de visión y audición, el ama Paula, veía y sentía perfectamente al espectro. Afortunadamente; sin su colaboración jamás habrían habido suficientes sobras de la noche anterior o del desayuno en las despensas, para alimentarlo; se caería en un craso error si se creyera que aquél ente era uno de esos espectros incorpóreos, tan sumamente etéreos que no tendrían la más mínima necesidad de tener que alimentarse. No. Ése espectro tenía estomago, así que había que llenarlo cuando se encontraba necesitado, cosa que ocurría muy a menudo dada su edad.
Él, no obstante, siempre se ganaba su sustento, ya que además de comer también trabajaba y bien, dicho sea de paso. Y eso podía ser así porque la otra persona que tenía la habilidad de ver entes extrasensoriales era, precisamente, Antonio, quien agradecía muy mucho el poder contar con otro par de “pantalones” viejos y semejantes a los suyos, recortados a la altura de los tobillos y sostenidos con una especie de parecidos tirantes; verdaderamente era rentable. En el huerto, bajo su vigilancia y cuidados las patatas, zanahorias y remolachas, crecían hermosas; las demás plantas entre las que se distinguían las parras, producían gran variedad de hermosísimos racimos de uvas blancas y negras y que él buscaba con notorio afán ya que le gustaban por su sabor. No obstante, siempre era conocido el momento en el que se dedicaba a ello pues al no gustarle ni las semillas ni el hollejo, se sabía cuando había estado comiendo de aquel fruto, bajo los parrales. Sin embargo, estaba claro que no sólo tenía una buena mano para las legumbres y las hortalizas. Así mismo las camelias florecían tan bellas como siempre, y con el tiempo comenzó a notar una predilección especial por otras variedades tales como las madreselvas las cuales le hacían quedar maravillado cuando estas comenzaban a trepar por los muros dejando ver sólo grandes superficies verdeantes y maravillosamente floreadas; desde hacía tiempo también sintió cierta atracción por las petunias y aquellos setos que, con mano experta, hacía que se convirtieran en originales figuras. Siguiendo unas instrucciones físicas ya que continuamente le iba dejando notas, los remates y las ramas iban formando bajo sus diestras manos: ángulos, curvas y líneas de una magnificencia tan asombrosa como matemática.
Entre los arriates y las despensas no tenía necesidad de esconderse. Paula y Antonio eran sus protectores además de sus defensores. Le enseñaron las costumbres de la casa y como mantenerse a salvo en su interior. Lo tenían bien alimentado además de velar, aún a pesar de tratarse de quien se trataba, por su seguridad. No cabía la menor duda de que velaban por que se encontrara seguro. Llegado el momento en el que se hizo presente aquella extraña instalándose en la casa, y mostrando una especial perspicacia, así como una vista de lo más afilada, el supremo deseo de acabar con sombras producto de inadvertidos reflejos visionarios y cerrar puertas, que siempre estuvieron abiertas, con llave, se inquietaron por él, llegando a pensar sí no correría algún peligro.
Quedaba pues, meridianamente claro que por encima de todo, lo querían.
Pero eso no era óbice para que de forma continuada se preguntaran: ¿de dónde había salido? pues entendían que los espectros como los llamaba Antonio, y así se lo decía a su mujer el ama, estos no aparecían así como así. Vamos que no aparecían porque sí. Antonio tenía muy claro que ellos sólo están en los lugares donde saben que se encontrarán a gusto y donde podrán realizar con todo éxito y seguridad la misión para la que habrían sido encomendados; y él, estaba claro que allí se encontraba muy a gusto en aquella casa, y con aquella familia. Y, aunque carente de nombre, como era lógico en un “espectro”, y pese a no ser nadie, Antonio y Paula sabían perfectamente de quien se trataba.
Pues ahí radicaba lo más curioso de toda la leyenda . El espectro guardaba un parecido asombroso con los mellizos que ya habitaban en la casa ¿Cómo si no habría podido vivir tanto tiempo en ella sin que nadie lo sospechara? ¡Tres niños con el pelo rubio! ¡Tres niños con impresionantes ojos azules como las aguas de un mar calmo! ¿No habría de parecer extraño el parecido que los mellizos guardaban con el espectro?
- Cuando yo nací -me había dicho la remilgada señora Marcela- yo no era más que un argumento secundario. Y aunque pueda sorprender, de ese modo comenzó la leyenda en la que tras asistir a aquella merienda campestre, conocí al guapo Ismael y con el que un tiempo después huí de la casa para casarme con él, escapando a los oscuros deseos, nada fraternales, que sentía mi hermano. Él, sintiéndose abandonado por mi, y absolutamente enfurecido, salía a descargar su rabia, sus celos sobre otras mujeres. Ya no le importaba si estas eran hijas de nobles, o gente del campo. Cualquiera de ellas le podía valer para desahogar su odio. A veces con un descarado maltrato, con su consentimiento o sin él, las atosigaba y en ocasiones no sin violencia se echaba literalmente sobre ellas en un desesperado gesto por dejar de pensar y poder olvidar lo que él consideraba una brutal y cruel afrenta por mi parte.
Ella dio a luz a sus mellizos en una clínica valenciana. Esos dos niños no se parecían en nada a su marido. Pelo rubio, como el de su tío y ojos azules como las aguas de un mar calmo.
Pero la leyenda no acababa ahí ya que habría de existir otra de segundo orden pero, al fin y al cabo, parte protagonista de la principal ya que por aquel entonces y aunque podría haber sucedido también, en la casita de los establos, en el dormitorio oscuro de una humilde vivienda en medio del campo, otra mujer vendría a traer al mundo a otro niño. Otro bebé al que pocos días después de su nacimiento ya se le podía apreciar en su pequeña cabecita el nacimiento de unos cabellos rubios como el sol a la vez que cuando fijaba su mirar así mismo se le podía apreciar el color de sus ojitos de un color azul como las aguas de una mar calmo. Ante la pobreza del hábitat así como la propia que la mujer manifestaba, se podría decir con total seguridad que aquél bebé no era hijo de un acaudalado ya que estos disponen de los medios necesarios para evitar ciertos acontecimientos, que como en este caso cabe la posibilidad absoluta de que no sería deseado. Lo más factible es que pudiera tratarse de una joven mujer, anónima e inexperta. Hijo de la rabia. Hijo de la violación. Hijo de él.
Y seguía contándome indirectamente la leyenda acerca de aquella casa y de aquellos dos mellizos.
Sentada en el autobús, con el cuaderno de Sara ya cerrado sobre el regazo, la simpatía que estaba comenzando a sentir ahora por la siempre remilgada señora Marcela se vino abajo cuando otro bebé ilegitimo se coló en mis pensamientos. Bartolomé. Y de la simpatía pasé a la indignación… ¿Por qué y sobre todo, quién lo habría separado de su madre? Y, más aún ¿por qué lo habían abandonado de aquella manera a su suerte?
Todo, según los pensamientos que acudían a su mente, quedó reducido a la noche de aquel incendio. Un incendio tal vez premeditado, un homicidio, el abandono de un recién nacido…
Cuando el autobús llegó a la Estación y me apeé, me quedé sorprendida al encontrar toda un elenco de caras conocidas y a punto de subir a aquel autocar a cuyas puertas, antes de embarcar, me dijo una de las conocidas llamada María Andrea que iban de excursión. Aunque me había pasado un buen rato contemplando el paisaje no había reparado en que el tiempo invitaba, precisamente a eso, a realizar una excursión. Y fue justo aquel momento en el que ya con mi maleta de la mano y viendo como partía el autocar en el que iba mi amiga María Andrea, que comencé a ver claro, a entender aquello que se me había estado resistiendo durante tanto tiempo.
Entonces, allí en aquella Estación, caminando por el andén y buscando la salida, comprendí que no había dos niños sino tres -¿hermanos?- y creí tener la clave de toda la leyenda perfectamente vívida en uno de los rincones de mi mente.
Más, extrañamente, cuando terminé de recapitular y encajar, cual si de un rompecabezas se tratara, todos aquellos datos comprendí que hasta que no volviera de nuevo y consiguiera averiguar que pudo ocurrir aquella, noche, la aciaga noche del incendio nada habría de quedar definitivamente resuelto. No obstante, sin embargo, ahora sólo quedaba que la llamada prometida se realizara lo antes posible, pero, la recibiría…
Ahora ya no había otra cosa que deseara más en esta vida que volver a aquel caserío. Deseaba. Necesitaba volver, y seguir aquella otra punta de hilo que acababa de encontrar y que, posiblemente, le llevara a conseguir confirmar de una vez por todas si eran ciertas sus sospechas acerca de quién fue realmente el autor de la muerte de Antonio…

 


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