EL HOMBRE QUE NUNCA LLORABA
Relato
Aunque
se consideraba amigo, muy amigo, de aquél al que estaba viendo en
sus últimos momentos, pues ya el ataúd estaba siendo introducido en
la fosa, y cuyos familiares mostraban un desconsuelo, una pena, un
llanto que, cual flor que se deshoja al ser castigada por el
vendaval, y que, a veces, de mañana se encuentra bañaba por el
rocío de la noche, él en el fondo de su ser no conseguía hacer
florecer.
Así, cual mudo e inexpresivo
espectador, pensaba cómo en tantos y tantos acontecimientos en los
que a las personas junto a él se les veía esa emoción que a veces
raya en el supremo hito de hacer aflorar unas lágrimas: “¿por qué
yo no manifiesto este sentimiento que me embarga, de la misma manera
que a los demás?” Y eso le creaba un vacío interior del que, en
ocasiones, tenía que recurrir a algún tipo de medicamento con el
que combatir aquella profunda ansiedad, pues no en vano se sentía
mal, dañado interiormente ante, para los demás, aquella manifiesta
frialdad, aquella aparente falta de un sentimiento que le llevaba a
traspasar la frontera de la indiferencia.
Y no era así, y él lo sabía
perfectamente. Y sufría, y se devanaba lo sesos buscándole una
razón a aquel tan extraordinario como raro comportamiento suyo,
conociendo como conocía el comportamiento natural observado hasta la
saciedad en sus congéneres. Pero, “¿por qué a mi no me sucede
como a cualquiera?” Ello era para él un sin vivir. Una asignatura
pendiente a la que no conseguía encontrarle aprobación, ya que
durante, a veces, casi las veinticuatro horas las tenía dedicadas a
desentrañar aquella incógnita, aquel hecho misterioso del que no
sabía como salir.
-o0o-
Comenzaba a lloviznar cuando
atravesaba la puerta hermosamente enrejada que separaba aquel campo
santo del mundanal ruido, aquella verja divisoria entre los vivos y
los muertos. El frescor de un airecillo otoñal le hizo sacar el
pañuelo. Le picaban los ojos. Se quitó las gafas y se limpió la
típica lagrimilla que, a veces, nos produce un leve escozor. Pero
no, no tenía nada que ver este hecho con el que a él le inquietaba,
y ello le hacía apuntar una callada y amarga sonrisa.
Había caminado todo el
tiempo. Su coche lo había dejado aparcado cercano al cementerio y
allí lo dejó. La idea: estudiar una fórmula gracias a la cual
poder salir de aquella tortura. Encontrarle una solución. Él tenía
que conseguir llorar, lo necesitaba, lo ansiaba con todas sus
fuerzas, no quería ser diferente, y muchos menos en aquello que era
común de todos los mortales.
Cuando atravesó el vestíbulo
de su casa iba tan ensimismado que ni tan siquiera se dio cuenta de
que el portero lo saludaba dándole las buenas noches. Entró en el
ascensor. Una sonrisa de satisfacción invadía su rostro cuando
introdujo la llave en la puerta de su vivienda.
-o0o-
Corría la madrugada...
Descolgó el teléfono que se hallaba sobre la mesita del recibidor.
Marcó el número dedicado a
emergencias, y una voz sonó al otro lado de la línea.
-¡Emergencias, dígame!
- ¡He matado a mi mujer! - Se le
oyó comunicar con una voz tan serena que sorprendió notablemente a
su interlocutora.
- ¿Puede darme su dirección,
señor?
Diez minutos más tarde llegaría
el equipo de emergencias, el cual y tras el correspondiente examen,
confirmó el fallecimiento de la mujer.
Al tiempo que el cadáver era
trasladado en ambulancia al departamento Anatómico Forense, el
equipo policial bajo la dirección del inspector de guardia, procede
a un primer interrogatorio, y del que el policía tras escuchar el
que entendería como el más inaudito y extraño de los motivos que
pudiera llevar a un ser humano a quitarle la vida a otro, tan sólo
se limitó a comentarle tras haberle leído los derechos marcados
por la ley...
- ¡No entiendo cómo ha podido
llegar a estos extremos! Me cuesta creer el que asesinara a su propia
mujer, a la que según me asegura Vd. amaba profundamente, tan sólo
con el fin de conseguir llorar alguna vez. ¿No le pasó nunca por la
imaginación meterse en la cocina y pelar unas cebollas?
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