domingo

TRIANA DESDE OTRO LADO



TRIANA DESDE OTRO LADO
Relato


              Discúlpame amigo lector la falta de gusto, entre comillas, claro, la petulancia anacrónica, la insolencia típica de los viajeros frente a los que no han salido de su barrio -y en este caso de su tiempo-, pero le aseguro que quien no ha visto a Triana anteriormente no puede jactarse de haberla visto. Comparada con aquella vasta composición cuidada e impetuosa de unos y otros, la actual es como una tarjeta postal, o un cromo, o una de esas acuarelas de las que se venden en el Paseo de la O a los amantes o coleccionistas. Supongo que otro tanto diría en ese caso a quien la hubiera conocido en el siglo XIX. Yo sólo hablo de lo que tuve y tengo la suerte de conocer. La Triana que algún viajero habrá recorrido tal vez en aquellos años de posguerra: tiendecitas reiteradas casi en serie; con gente humilde, sencilla: rezagados de antiguos que no conservan vínculo alguno, fuera de ciertos rasgos de la decoración eterna, como aquella admirable que yo visité en aquel otoño. Se suele repetir con determinados y también populares barrios que no cambian; que el tiempo los respeta y pasan como de puntillas a su lado. No es verdad; cambian y mucho. Triana ha cambiado tanto que cuando he llegado a ella, recientemente, me ha costado ajustar esa morfología sobre la que mi espíritu guardará intacta para siempre la imagen, de un barrio distinto, maravilloso.
             Apenas lo entreví la mañana de nuestro arribo. llegué muy enfermo, en una calesa que alquilamos cuando nos rendimos ante la evidencia de que no sería capaz de seguir a pie y entrar por el puente, como era mi ilusión pero, el primer contacto fue deslumbrador. Después de aquel Barral catalán, hecho de piedras rugosas, Triana se delineó frente a mi, líquida, aérea, transparente, sensible, tierna, acogedora, casi como si no fuera una realidad, sino un pensamiento tan extraño y hermoso; como si la realidad fuera otra, aferrada a la tierra y a sus secretas entrañas, mientras que aquel increíble paisaje era una proyección cristalizada sobre las dos orillas que la acunan día y noche, algo así como una ilusión suspendida y trémula que enseguida, como el espejismo de los sueños, pudiera llegar a derrumbarse silenciosamente y desaparecer. No es que yo considerara a Triana menos poética -líbreme de ello Dios-, pero en Triana la poesía era y es algo que brotaba, que brota de adentro, que se gestaba en el corazón de la piedra de su zapata y se nutría del trabajo secular de las esencias escondidas, en tanto que en Triana la Poesía resultaba, exteriormente, luminosa al amor, del amor del agua y del aire, y, en consecuencia: Poesía, una calidad que se burlaba de los sentidos y exigía para captarla, una comunicación en la que se fundían el vuelo estético y la vibración mágica. Esa fue mi impresión primera ante la fascinadora visión. Luego comprendí que sobre mi, en todo caso, la fuerza misteriosa de Triana, menos manifestada en la superficie más recónditamente vital, obraba con un poderío mucho más hondo que aquel popular seducir, hecho de juegos exquisitos y de matices excitantes, pero, como tantos, como todos, sucumbí al llegar una vez más ante el encanto de este barrio incomparable, traicioné en el recuerdo a mi auténtica verdad -cada uno tiene su propio barrio- y pensé que no había, que no podía haber en el mundo nada tan hermoso como Triana, ni tan sencillo, ni a la vez tan exaltador, ni tan obviamente creado para procurar esa difícil felicidad que buscamos con ansia, agotando búsquedas de lugares.
             Estuvo delante de mi, fugaz, esa mañana, y durante cuatro meses dejé de verla, pero su imagen no me abandonó en mi condición de enfermo, y tengo la certidumbre de que la inquietud por apoderarme de ella, de nuevo, caminándola, reaprendiéndola, bebiéndola a traguitos cortos, atesorándola en mis retinas, ayudó en buena parte a acelerar la recuperación de mi salud, cuyo quebranto se fundaba en causas no sólo físicas sino también psicológicas. Por lo demás, he de decir que mi emoción no constituía en sí un sentimiento excepcional. Después de Monmartre para muchos antes de él, Triana era el barrio más atrayente. Los forasteros lo colmaban, aunque no como hoy en que los trianeros de viejo cuño se sentían hospitalarios con la gentes que acudían desde los extremos de la multitudinaria y curiosa orbe cercana, por el rumor de sus fiestas y velás, así como por el prestigio de su paisaje e idiosincracia sin par.
          Así Triana iba perdiendo sus dominios naturales, en manos de las nuevas hornadas; otros nuevos colonizadores se apoderaban de sus mercados; el modernismo arruinaba su pesca, así como el comercio nato del Guadalquivir. Pero su humildad, preñada de esplendor, jamás había sido tan evidente. Los espíritus sagaces presentían la secular alianza de vida y de muerte que representaba, y esa contradicción conmovedora, se añadía a su hechizo. Era como si por doquier, en sus calles, callejones, plazas y plazuelas, bajo el estruendo abanderado de sus diversiones, se repitieran como en sordina las terribles palabras rituales de las inmobiliarias que decían a los corraleros en pleno triunfo de su quehacer diario: “Así como vuestras señorías han venido vivas a este sitio a tomar posesión de sus corrales cual águilas de afiladas garras especuladoras, deben entender que, muertas, le serán arrancadas las entrañas y, en esta misma tierra, serán expuestas durante tres días antes de bajar al sepulcro (¡por esta!).”
            Triana, romántica, con prioridad sobre los romántico oficial ya no meramente mercantil como en la época de su afanoso crecimiento, sino aristocrática, y atacada por el mal de la decadencia que le hincaba los dientes bajo la pompa fingidamente intacta de su ceremonioso dominio naval y descubridor; así la vi yo, aquel otoño de mis no recuerdo cuántos años. Y, tal vez, ahora, porque estaba enfermo, la sentí profundamente. Sentí que la también, al decir de muchos, la enferma Triana y yo nos parecíamos, en ese momento crepuscular, anheloso y sin embargo soberbio, que ambos simbolizábamos algo semejante, destinado a menoscabarse y perderse: la actitud de una casta (¿de una idea?) frente a la vida; y que, con todas nuestras debilidades arbitrarias, nuestras vanidades y nuestras corrupciones, Triana y los hombres como yo, que habían iniciado su progreso en el mundo, hacia la meta deseada, con similar paciencia heroica, y que se fueron desmoronando juntos, en la, a veces, ilusa melancolía del refinamiento, habría contribuido a darle a ese mundo, el ir volviendo, cuando verdadera y sutilmente creía volverse...

3 comentarios:

  1. En Montmartre hay muchas cuestas. Aquí todo es llaneza y amabilidad. A los corraleros no sólo nos arrancaron las entrañas, nos despojaron de algo más importante y más ignominioso, Nos dejaron sin patria. Y lo peor, que ya no hay vuelta atrás. Un abrazo, Santiago.

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  2. Absolutamente cierto José Luis. Un abrazo.

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  3. Es verdad lo que dices José Luis aquel barrio parece que está en la sierra de Cádiz, y no puede estar más acertado este relato en lo que se refiere a Triana su presente y sobre todo su pasado cuando la vemos desde fuera a través de alguien. Muy acertado Santiago. Saludos. R. Rodríguez.

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