martes

DON LUIS MONTOTO


                Hace unos años, y como tenía por costumbre,  me encaminé como un jueves cualquiera al mercadillo  de “El Jueves”  que como cada día de su mismo nombre se instalaba y sigue instalando, aunque en menor medida, en la calle Feria, a la búsqueda de posibles antiguallas que, en algunas ocasiones y con un poco de suerte, contuvieran datos o imágenes acerca de la Triana del pasado.
                Ese día, como tantos otros, ya que los hados no se hacen presentes como uno quisiera, no pude encontrar nada, bueno, algo sí que encontré. El caso es que estando a punto de volverme, observé entre un montón de libros que estaban bastante desordenados, uno que me llamó la atención “Preceptiva literaria” de 1915, y que preguntado el precio y el consabido regateo propio de estos casos me pude hacer con él. Llegado a casa a la hora del almuerzo, lo dejé sobre otros libros sin volver a acordarme de él hasta pasado un tiempo. Y fue ahí donde me llevé la sorpresa, pues aunque lo había ojeado por encima y comprobar su medianamente buen estado, no había reparado en las últimas páginas. Cuando llegué a ellas me encontré ¡oh, cosas del destino! Una Poesía de puño y letra escrita el día 20 de Mayo de 1882 que, titulada “La última tarde”, estaba firmada por  Luis Montoto, y dedicada al bicentenario de la muerte de Murillo.
                Como comprenderán, la sorpresa fue mayúscula por lo que tras de inmediato devorarla, procedí a protegerla, con una funda de plástico, ya que el papel se encontraba en bastante mal estado de color y doblez, aunque felizmente en buen estado de lectura.
                ¡Luis Montoto! me dije, ¡caray! Un personaje del que todo el mundo al hablar de ése ilustre escritor sevillano que tanto bien hizo a la ciudad de la Gracia, como es Sevilla, lo llama siempre “el Poeta don Luis Montoto”, y nunca, ni por equivocación: “el novelista”, o “el historiador”, o “el cronista”, o “el crítico literario”, o “el orador”, o “el académico don Luis Montoto” ¿Acaso sólo escribió versos él, en un tiempo llamado Patriarca de las Letras Hispalenses?...
                Bueno será recordar, a título de pasada, que si el autor de la Historia de muchos Juanes (esa historia que es “mucha historia”, al decir de Rodríguez Marín) fue Poeta de inefable ternura, también fue un novelista ejemplar, y verídico historiador, y cronista de fino y fértil ingenio, y muy agudo crítico, y orador tan fecundo como elocuente… Me llevaría varias páginas hacer glosa de este ilustre sevillano, en tiempos en los que se habla mucho de él, pero prefiero dejarlo aquí, porque estoy deseando de ofreceros ese maravilloso poema…

Era de Abríl una tarde…
El sol moriente besaba
De la ciudad de Sevilla
Los muros y torres altas,
Y sus postrimeros rayos
En el Betis reflejaban
Como besos cariñosos
De despedida apenada.

Era una tarde apacible
Del mes de Abríl… cuando cantan
Las oscuras golondrinas
Tabicando sus moradas;
Cuando los verdes naranjos,
Más verdes que la esmeralda,
Para embalsamar el viento
Abren sus flores de plata.

Tardes de la Primavera
Que con invisibles alas
Venís a templar dolores
Y a despertar esperanzas;
Tardes llenas de perfumes
Y de suavísimas auras
Que del limpio arroyo viran
Las espumas nacaradas
¿Quién a vuestro dulce halago
No abrió las puertas del alma,
A la Fe consoladora
De los hombres dando entrada.

En una estancia modesta,
De una más humilde casa
Postrado en el lecho un hombre
A Dios rendía su ánima,
Noble era su faz; dulcísima
La expresión de su mirada;
Que en sus ojos apacibles
Algo del cielo brillaba,
Circundaban su cabeza
Rizos de lucientes canas,
Y en sus labios temblorosos
Unas sonrisas vagaban;
La sonrisa del que muere
Con la conciencia sin mancha
Y, en otra vida pensando
La muerte no le acobarda.

Cerca del lecho veíanse
Pinceles, tiestos y varias
Paletas, un caballete
Lienzos en abundancia,
A par que el sol se ponía
El enfermo agonizaba;
Súbito sus turbios ojos
Hirió deslumbrante ráfaga
De vivida luz ¡No alumbra
El sol con luces más claras!
Entre azulados celajes,
Entre nubes de oro y nácar
Vió a una mujer ¡primer sueño
De su candorosa infancia!

Bajó los ojos humildes
Como demandando gracia,
Y las manos primorosas
Sobre su pecho cruzadas;
Flotante el rizo cabello,
La túnica desplegada,
Y entre legiones de arcángeles
Que sobre nubes flotaban,
Llegó al lecho del enfermo,
Extendió su mano blanca;
Sobre el pecho fatigoso
La posó; y estas palabras
Dijo con el blando acento
De música regalada:
“A quien en sueños me ha visto
Y al cielo en sueños, se alzaba,
Justo es que, al morir ampare
¡Murillo tuya es mi patria!”

Cual se disipan las nieblas
De la naciente mañana,
Poco a poco fue extinguiéndose
Aquella visión fantástica,
Dejando en pos el perfume
De la rosa, la fragancia
Del azahar, y llevándose,
Como prendas codiciadas
Los soberanos pinceles
Que retrataron sus gracias.

Allá… a lo lejos, oíanse
Los ecos de las campanas
Que desde la enhiesta torre
A la oración convocaban;
Y en el vecino convento
Las voces tímidas, blandas,
De las hijas de Teresa,
En santo amor abrazadas,
Incorporado en el lecho
Con las postrimeras ansias;
“Creo en Dios dijo Murillo;
Y en ti Virgen Sacrosanta”
A tu Concepción Purísima
Dediqué desde la infancia
Este pobre pensamiento
Que hoy en mi frente se apaga.
Tú moviste mis pinceles,
Me diste la luz que irradian
Mis lienzos: “¡Que tuya sea Gloria
Que por ti se alcanza!”
Y muriendo repetía:
“¡Siempre… siempre Inmaculada!”









                

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